jueves, 25 de febrero de 2016

El bosque siniestro (2016, Jason Zada)



Un bosque de almas en pena


El bosque siniestro
(The Forest)
(EE.UU., 2016)
Dirección: Jason Zada. Guión: Nick Antosca, Sarah Cornwell, Ben Ketai. Fotografía: Matias Troelstrup. Montaje: Jym Flynn. Música: Bear McCreary. Reparto: Natalie Dormer, Taylor Kinney, Eoin Macken, Yukiyoshi Ozawa, Jozef Aoki, Noriko Sakura.
6 (seis) puntos

Por Leandro Arteaga

Bosque y cabañas y fantasmas japoneses, pero de esos que no tienen efectos digitales sino maquillaje. De todos modos, hay un poco de los dos. El balance está bien y, dado el argumento, tendrá que ver con el equilibrio supuesto por las gemelas protagonistas. Una de ellas viaja en busca de la otra. A Japón, al bosque Aokigahara, donde los suicidas prefieren el retiro de sus almas.
Antes bien, mejor dar cuenta de Jason Zada, el realizador detrás de El bosque siniestro, ópera prima de quien saltara a la palestra con Take this Lollipop, una aplicación que se vale del Facebook para aterrorizar al espectador: todavía puede consultarse su sitio web y personalizar la experiencia: un maniático revisará tus datos y saldrá a buscarte.
Con El bosque siniestro, Zada se mete en el cine y a otra cosa. Se nota que está cómodo con el género terrorífico y que sabe situarse un paso más allá de lo previsible. Es decir, su película se parece a muchas pero tiene su toque distintivo. Desde el vamos, la variación temporal sacude la historia, con Sara (Natalie Dormer) desdoblada entre su vida en Estados Unidos y el viaje a Japón: flashback o flashforward, sueño o vigilia, anverso y reverso cuantas veces sea necesario, desde una cámara nerviosa, de imagen texturada, casi subexpuesta. En suma, dos caras de la misma situación que replica entre ella y su gemela, Jess (también Dormer).
El relato adquiere línea temporal precisa una vez encuentra el camino que le guíe por el bosque suicida, ese ámbito que desde el Monte Fuji, dicen, parece un océano verde. Acá, de nuevo, el vínculo de límite raro del director: ver en el film las imágenes que Sara “googlea” es un acto que el espectador puede repetir en su ordenador: esas mismas imágenes horribles saldrán a su encuentro, Aokigahara no es un mito.
Ese bosque existe y, según Sara, su hermana está viva. El sendero del que le advierten no apartarse es marca dramática para esta caperucita rubia, cegada por encontrar a su hermana pero, sobre todo, por redimirse de los ojos cerrados que le evitaron un horror de infancia. Quien sí presenció aquello es Jess. Entre estas dos miradas, se entreteje el argumento de El bosque siniestro. Un equilibrio que oscila entre lo cierto y lo imaginado, el mito y la verdad, la vida y la muerte. Jess y Sara como una unidad que deberá resolver una herida que todavía duele.
En líneas generales, la propuesta del film se sostiene, atrapa, todavía más cuando una vez superadas las pruebas mayores, encuentre armonía en su desenlace. Entre lo mejor: el reconocimiento de un cadáver al que, ceremonialmente, Sara es invitada. Por eso, pueden pasarse por alto algunos golpes de efecto que no agregan demasiado, tal vez impuestos al ánimo del realizador, tal como lo supone el último plano, que parece desgajado del tono dramático, así como coincidente con un tipo de cine que nada tiene que ver con lo visto hasta ese momento.

martes, 23 de febrero de 2016

Mi gran noche (2015, Álex de la Iglesia)



Lo que vale es la sonrisa estúpida

La televisión como espectáculo grotesco, de responsabilidades escondidas. Con humoradas y diálogos sesgados. Junto a la presencia de Raphael, de talante enorme, gigante y lúdico. Una película redonda, que toca la realidad argentina.


Mi gran noche
(España, 2015)
Dirección: Álex de la Iglesia. Guión: Jorge Guerricaechevarría, Álex de la Iglesia. Fotografía: Ángel Amorós. Música: Joan Valent. Reparto: Raphael, Mario Casas, Pepón Nieto, Blanca Suárez, Carlos Areces, Carmen Machi, Carolina Bang, Santiago Segura. Duración: 100 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga

 ¡Como si revivieran los recuerdos televisivos de los años horribles de la dictadura! Con una pseudo Raffaella Carrà, de calzas y movimientos rubios, en coreografía amontonada, con papelitos y brillos, para hacer de la vida esa fiesta en la que nada importa porque, lo que vale, es mantener una sonrisa estúpida, siempre.
Tal es el mandato de ciertos espectáculos televisivos: estar prestos a la cámara, aun cuando sea el mismo artefacto el que procure la herida mortal, a través de un operario descuidado que mira estupefacto los cuerpos de las beldades que van y vienen, del escenario a los camerinos. ¡Paf! Golpe y sangre. No importa, acá no paso nada, ¿está claro?
Con Mi gran noche, Álex de la Iglesia plantea un programa sin fin, durante una noche que ha durado más de una semana, en un falso vivo que emula la llegada del año nuevo. Como si el tiempo se detuviera, la televisión borra toda referencia –temporal o espacial-, suspende sonrisas en muecas y vuelve basura lo que toca: en todo caso, cuando lo que la guía es la estupidez calculada (e ideológica), aunque por fuera de las paredes del estudio el mundo explote.
Con guión de De la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría, el realizador español introduce al espectador en una fiesta sin límites, entre vértigo y esplendor, para de a poco comenzar a descascarar el asunto. Una vez se desnude la cuestión, tras el mucho ruido, los gritos y aplausos fingidos, lo que aparece es la desgracia que viven cientos de trabajadores que reclaman por sus despidos. Pero no importa, la policía nos protege, dicen en el estudio. Así que más vale estar guarnecido entre sus paredes insonorizadas o dentro del verosímil marchito de los shows hogareños.
La televisión, no hay caso, sigue ocupando el centro del escenario. A cuestionar ese podio se atreve De la Igleia, y no es la primera vez. Ya lo había hecho, por ejemplo, con Muertos de risa (título de argumento literal, de dupla que se odia pero se requiere) y La chispa de la vida, cuya puesta en escena actualiza la obra maestra de Billy Wilder: Cadenas de roca (1951), una de las más impiadosas películas sobre el mundo del espectáculo periodístico. Estas alusiones está claro que no son gratuitas, sino dardos que se clavan con énfasis, con el fin de desestabilizar lo que tan atento está a logísticas y comportamientos de consumo: herramientas políticas, al fin y al cabo.
Entre los momentos febriles de Mi gran noche, De la Iglesia es capaz de dialogar, entre otras referencias, con el cine de Blake Edwards; por un lado, a través de una secuencia de baile y coreografía con música a la Henry Mancini, mientras varias acciones se resuelven con recursos de pantomima; por otro, a partir de una estructura argumental que recuerda, por su devenir ascendente, sin freno y con espuma, a La fiesta inolvidable. La explosión final de Mi gran noche –inevitable en todo título del realizador, tan afecto a la desmesura- tiene también punto de contacto con Los amantes pasajeros, de Almodóvar; allí había mucha espuma, pero de extinguidores de fuego, en procura de aliviar una tensión para la cual el mejor remedio continuaba siendo el cine. La misma urgencia que respiraban las películas de Fellini; entre ellas, Ginger e Fred, con su galería de fenómenos alienados, protagonistas de un mundo estrambótico, enclaustrado en programas televisivos que han mancillado las capacidades del sueño, ésas que sí sabían componer Giulietta Masina y Marcello Mastroianni.
En todo este desbarajuste que Mi gran noche provoca, que no es otra cosa que el resultado de una mirada lúcida, la participación de Raphael (Alphonso, su personaje) suma un elemento estético que habla por sí solo, como significante suficiente. El cantante es capaz de mirarse lúdicamente, paródicamente, sin perder altura ni talento sino, antes bien, procurar por ello un altar mayor. Tanto es lo que lo cuida De la Iglesia, tanto es lo que le admira. Queda rubricado en el título del film, deudor, en este sentido, de Balada triste de trompeta; es más, entre estas dos películas se conforma un díptico, en donde Raphael aparece como la voz capaz de articular lo que la guerra civil española ha escindido, con canciones sobrevivientes, entre cruces y políticas de derecha. La televisión aparece aquí como continuidad de un mismo proceso, responsable de lo que sucede pero acrítica consigo misma, tal su costumbre. Algo que se subraya desde la composición que de Benítez, empresario corrupto, lleva a cabo Santiago Segura, ese otro maestro de la desmesura.
Ahora bien, el caso de Raphael es festivo en todo sentido. No sólo por los prolegómenos mismos de su show, sino por la manera desde la cual elabora un personaje impiadoso, seductor, de gestos exagerados y decires premeditados. Entre él y un supuesto sucesor, con rictus de Adonis despistado, De la Iglesia juega un contrapunto que se completa con la adhesión misma de muchos otros. En todo caso, no hay personaje que no guarde algo de complicidad con lo que sucede. Sea por corrupción o por necesidad. El dinero es lo que guía y por lo que se sostiene este andamiaje. La televisión basura lo es también porque hay multitudes de adeptos. En este sentido, una de ellos se aferra a lo largo del film a una cruz gigante, correlato justo de la adoración por la caja boba.
Entre las situaciones innumerables que pueblan este relato coral, vale destacar la del complot para matar a Alphonso. Acá se traban cuestiones tales como la admiración, la paternidad, los celos, y la posibilidad imprevista de cantar esa canción por la que la vida vale la pena, ante la cámara y con el dios admirado como espectador. Es un momento superlativo, que tiene el pulso justo del director. En donde conjuga lo que sucede de manera acorde con una película que es, toda, grotesca. Aspecto que se condice, por supuesto, con una realidad que estaría a punto de serlo también, de no ser por ese ímpetu con el que el televisor podría ser reventado.
El cine, como siempre, es el que viene al rescate.

martes, 16 de febrero de 2016

En primera plana (2015, Tom McCarthy)



Lo que esconden ciertas sotanas

La denuncia sobre curas abusadores es apenas el disparador de un film laberíntico. La tarea periodística como una de las bellas artes. Personajes contradictorios, entre la fe y el conocimiento.


En primera plana
(Spotlight)
EE.UU., 2015. Dirección: Tom McCarthy. Guión: Tom McCarthy, Josh Singer. Fotografía: Masanobu Takayanagi. Montaje: Tom McArdle. Música: Howard Shore. Reparto: Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams, Liev Schreiber, Brian d'Arcy James, John Slattery, Stanley Tucci, Billy Crudup. Duración: 128 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga

Es auspicioso ver en cartel tantas buenas películas. Que el Oscar las vincule, produce un beneficio mayor. Entre ellas, destaca En primera plana con seis nominaciones. Cuál película obtenga qué galardón, no viene al caso; lo que sobresale de manera grupal es una calidad fílmica mayor, a diferencia de tantos años anteriores.
El caso de En primera plana es importante, ya que recrea la investigación periodística del diario The Boston Globe en 2002, dedicada a desocultar la responsabilidad de la Iglesia Católica en el abuso de menores, víctimas de sacerdotes. Su estreno es llamativo, debido al momento mediático del que goza la institución. Que un film semejante golpee una tecla tan sensible, lo enaltece. Pero lo que importa, antes bien, es su puesta en escena; es decir, cuánto de cine la película tiene.
Y lo que hay, lo que se ve, está muy bien y escapa a la propuesta narrativa que generaliza los golpes de efecto, las vueltas de tuerca (nunca ingeniosas), y la postulación heroica mancomunada. En todo caso, se trata del trabajo de un grupo de periodistas que lidian, por un lado, con la preocupación que significa la irrupción de un nuevo editor (hay posibilidad de despidos); por el otro, con la consecución de una buena historia. Ésta aparece en la sugerencia –o encargo– del editor en cuestión (Liev Schrieber). Más vale, entonces, que la tarea resulte bien.
De este modo, el grupo de investigación Spotlight –con “Robby” Robinson a la cabeza (Michael Keaton)– se aboca al asunto, mientras inevitablemente indaga en la vida e interiores de sus periodistas y sociedad. Fe y conocimiento como dualidad que el film encarna, para desgarrar a varios. El único sermón del que se escuchan palabras, en plena misa, puntualiza estos términos. Su inclusión es brillante, porque así como alude a la necesidad con la que esas mismas palabras apelan a su feligresía, es también síntesis del debate en el que se inscriben estos periodistas y ciudadanos más o menos católicos, pero nada indiferentes con estos ritos.
Es decir, son varias las maneras desde las cuales todos participan del credo: familiarmente, con donaciones, desde la educación, entre amigos; en el marco de una de las ciudades más católicas de los Estados Unidos. Indagar en sacerdotes pederastas no es tema menor. Pero la cuestión esencial del film de Tom McCarthy es otra, más profunda: lo que Spotlight persigue no es la denuncia de unos pocos o muchos curas pederastas, sino la exposición del comportamiento sistemático con el cual el Vaticano los protege.
A riesgo de resultar reduccionista, la memoria persigue un único ejemplo similar. Remite a un capítulo de la serie animada South Park, de Matt Stone y Trey Parker. Allí, el cura del lugar se horrorizaba ante la posibilidad de pares pedófilos, de modo tal que llevaba su preocupación al Vaticano, en medio de una especie de congreso católico mundial (con algún extraterrestre incluido). Cuando logra exponer el problema, los asistentes lo abuchean y le gritan que es derecho de ellos el disponer a su antojo de los monaguillos. Un ininteligible Juan Pablo II, con traductor, decía a este cura ingenuo que mejor le consultara a la “gran araña”.
Hay más ejemplos, entre ellos dos del cine mexicano: el documental Agnus Dei. Cordero de Dios, de Alejandra Sánchez; y Obediencia Perfecta, de Luis Urquiza, a partir del libro Perversidad, de Ernesto Alcocer. Desde ya, una película de Hollywood es garantía de impacto mayor, pero bien viene su notoriedad como para recordar estos otros films, disponibles en Internet.
Tom McCarthy, el director, ha expresado en entrevistas la necesidad vital de hacer esta película. Su relación con el catolicismo no le resulta extraña, y su decisión de filmar la investigación de Spotlight hace que la tarea de Robbinson y compañía conozca una sobrevida, tal la masividad del cine. Por otro lado, McCarthy –responsable de esa película entrañable que es Visita inesperada, con un excepcional Richard Jenkins– es lo suficientemente hábil como para filmar a la luz de otros títulos de construcción parecida, con periodismo y periodistas como telón de fondo.
Entre ellos, se ha señalado de manera suficiente a Todos los hombres del presidente. En todo caso, En primera plana actualiza un género cinematográfico así como una época de cine, en donde los periodistas podían ser personajes preocupados de manera ética. Que su plasmación epocal tenga que ver con la crisis supuesta por la irrupción de las nuevas tecnologías y su inmediatez, hace de la película una especie de testimonio desesperado, que apela a la necesidad de investigaciones que profundicen, que sean parte inherente de la profesión elegida.
En este sentido, uno de los aciertos mayores radica en la habilidad con la que el film decide ocultar a familiares y amigos, dejándolos fuera de campo. Los periodistas de Spotlight están tan sumidos en lo que hacen que cualquier referencia a sus vidas cotidianas no hace más que entorpecer el trabajo. Tal es la obsesión. Tales con, también, los problemas aparejados, que apenas se atisban.
Que la construcción de estos periodistas resulte, tal vez, “estereotipada” no hace más que remarcar la habilidad de sus intérpretes (Mark Ruffalo, Rachel McAdams, Brian d’Arcy James). El cine de Hollywood es, históricamente, estereotipado. Los periodistas no pueden serlo menos que los cowboys. El lugar común es importante, más vale manejarlo bien.
Así, no faltará el “informante” sustancial, aquél que cumpla el rol del otrora “Garganta profunda”. Tan importante como esas reuniones de pareceres contrariados, las horas y horas de lectura, y la sapiencia que guardan los libros –hay datos que están allí, no en otra parte-. Además, los periodistas no son santos tampoco (mucho menos los abogados). En primera plana conserva, en este sentido, un cariz autocrítico que agrega valía a su propuesta.


jueves, 11 de febrero de 2016

Anomalisa (2015, Charlie Kaufman, Duke Johnson)



Muñequitos caídos en el abismo

Anomalisa
(Estados Unidos, 2015)
Dirección: Charlie Kaufman, Duke Johnson. Guión: Charlie Kaufman. Fotografía: Joe Passarelli. Música: Carter Burwell. Montaje: Garret Elkins. Voces: David Thewlis, Jennifer Jason Leigh, Tom Noonan. Duración: 90 minutos.
10 (diez) puntos

Por Leandro Arteaga

Analizar el cine de stop-motion debe tener como referente, precisamente, el cine de stop-motion. La animación es una disciplina autónoma, que comparte aspectos con el cine de acción real, pero por lo demás esencialmente distinta. Entonces, ¿qué es lo que hizo a Charlie Kaufman animar muñecos? Por un lado, se sabe, la propuesta del animador Duke Johnson; pero por otro, la coherencia con el alma de una historia de origen teatral, que sabe tener en estos muñequitos de acción premeditada su respuesta fílmica.
Esta respuesta rebota con las temáticas que obsesionan a Kaufman, guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? y Ladrón de orquídeas; realizador de Sinécdoque, New York y Anomalisa, film nominado al Oscar que profundiza en la tarea de una de las mentes más brillantes del cine contemporáneo. Basta con repasar su filmografía, temáticas y estética, para corroborar lo lejos que Kaufman se sitúa de un presunto golpe de efecto. Kaufman, a todas luces, tiene mirada de cine; es decir, puesta en escena. Si elige stop-motion es porque necesita del stop-motion.
Por eso, mejor reparar en las máscaras de sus personajes en estado de abismo. El protagonista es un escritor y orador motivacional, en visita a una ciudad donde dará una conferencia sobre las sonrisas para el consumo. Si bien nodal, la referencia quedará en segundo plano, ya que Michael (en la voz del gran David Thewlis) no se caracteriza por ser lo que sus libros dicen, mientras relee la carta de un viejo amor, fantasmas de otro tiempo le siguen, y conoce a otra mujer en el hotel, la excepcional Lisa (Jennifer Jason Leigh).
El alcohol, la noche, su tiempo extrañado, la distorsión entre sueños y alucinaciones, darán razón a Michael como el títere que en el film es, si bien atenazado por decisiones sólo suyas. Lo que pasa es que Michael no sabe porqué las ha tomado. Las vicisitudes le llevan a reencontrarse con ese lugar y momento críticos, a rever lo hecho, hasta el paroxismo de espejar lo sucedido con lo que ahora le pasa. Lo que pasa, eso sí, no estará muy claro si se corresponde con los mundos diurno o sonámbulo.
En todo caso, Anomalisa contracción entre anomalía y Lisa, así como sobrenombre para un estado alterado perfila una sensación de doppelgänger, que hace a Michael desvariar hacia el espíritu del “William Wilson” de Poe. Toda acción, vale atender, estará atravesada por este sesgo, así como sus personajes: de a dos o desdoblados. ¿Qué es lo que ocultan las máscaras? Pero también, ¿puede filmarse un sueño? Tal vez, los protagonistas de un intento semejante sean como estos “muñequitos” de almas dolidas, que sienten lo que sus soñadores no se atreven a mostrar de otra manera.
Así de pudorosa es Anomalisa, una película tan perturbadora como lo es el mundo de Kaufman, realizador de sentimientos encontrados, raramente replicados, con la confianza puesta en el sueño del cine y en unos muñecos cuyas máscaras esconden una mirada huidiza, profundamente sensible.

martes, 9 de febrero de 2016

Carol (2015, Todd Haynes)



El amor como elección y desafío
  
El amor como lugar de resistencia, la unión homosexual como elección. Dos actrices en papeles memorables. Una película que desafía porque desestabiliza. Basada en la novela de Patricia Highsmith.

Carol 
(Gran Bretaña/EE.UU., 2015)
Dirección: Todd Haynes. Guión: Phyllis Nagy, basada en el libro de Patricia Highsmith. Fotografía: Edward Lachman. Montaje: Affonso Gonçalvez. Música: Carter Burwell. Reparto: Cate Blanchett, Rooney Mara, Kyle Chandler, Jake Lacy, Sarah Paulson, John Magaro, Corey Michael Smith. Duración: 118 minutos.
Salas: Monumental, Del Centro, Hoyts, Showcase, Village.
10 (diez) puntos

Por Leandro Arteaga 
Rosario/12 (08/02/2016)


De Jean Genet al melodrama, con glam rock y decorados de los años ’50. Nada de esto revuelto, sino repartido entre tantos títulos como son (y serán) necesarios para la obra de uno de los máximos cineastas contemporáneos. El norteamericano Todd Haynes tiene una sensibilidad distintiva, que recorre sus títulos mientras abre contactos con períodos históricos recientes, de problemáticas que persisten, para decir sobre el tiempo que toca y, sobre todo, para dinamizar ese mundo que el cine es.

De esta manera, el panegírico que sobre Bob Dylan significa I’m Not There (2007) se expone desde un repertorio de canciones y de actores que nunca son los mismos, sin rostro ni voz del músico. Como un abanico alucinado que actualiza. Dylan es hoy porque, justamente, se lo mira desde el presente. Por eso, mucho mejor Velvet Goldmine (1998) que cualquier otra aproximación a David Bowie, época y amigos.

 Con su película más reciente, que toca varias nominaciones para los próximos Oscar pero sin embargo no figura en la lista de las Mejores Películas o Mejor Director, Haynes revisita el mundo de los cincuenta. Lo había hecho con ese melodrama de raigambre declarada hacia Douglas Sirk que es Lejos del paraíso (2002). Allí, el amor entre un ama de casa y su jardinero de color hacía explotar los cimientos de una sociedad que vigila, que denuncia. En el personaje de Julianne Moore, Haynes deposita su mirada mientras habita con ella. Quien resulta finalmente interpelado es el mismo espectador, partícipe de una pasión de secreto obligado.

El esquema se reitera en Carol, a partir del amor entre dos mujeres, pero desde una puesta en escena que es otra, que prescinde de la fotografía símil technicolor para adentrarse en una atmósfera vidriada, de frío y nieve. Mucho abrigo, mucho andar cabizbajo para protegerse de las bajas temperaturas, llegar a casa y celebrar Navidad. El esquema citadino propone, en este sentido, un recorrido trazado de antemano. Los personajes circulan por él de manera automática, con alguna alerta a viva voz que funciona como comentario gracioso pero ambiguo, al recordar la existencia del Comité de Actividades Antiestadounidenses de Joseph McCarthy.

El escenario persecutorio está planteado, con el comunismo y la homosexualidad como sinónimos. Haynes toma la historia de la novela El precio de la sal, de Patricia Highsmith; su referencia literaria precedente había sido Mildred Pierce, de James M. Cain, en formato de serie televisiva para HBO. En esta, el escenario recreado era el de la Gran Depresión. En ambas –también Lejos del paraíso- el protagónico incontestable es femenino. Todas, mujeres de armas tomar. Tanto Cain como Highsmith, además, cultores de la literatura negra como una de las bellas artes. Uno y otra dieron vuelta la moral estadounidense a través de tramas criminales. Pero en estas dos novelas, la variación criminal cede en beneficio de otro tipo de personajes, cuyas decisiones alteradas funcionan como fusibles que hacen tambalear el panorama establecido.

En el film de Haynes, cuyo guión corresponde a Phyllis Nagy, amiga de Highsmith, Therese (Rooney Mara) descubre la mirada de Carol (Cate Blanchett) mientras atiende el mostrador de un centro comercial. El hechizo se interrumpe con la aparición de una mujer, su hijo, y la pregunta por un baño, entre muñecas, luces blancas y trencitos. Carol viste elegante, con tapado de piel, joyas y andar altanero. Sus guantes serán el móvil para el contacto que sigue, el elemento dramático que haga avanzar la historia. La seducción comienza a surcar de manera tenue el relato, mientras perfila sus personajes y contextos. Carol, la película, es una obra de artesanía fílmica, al adentrar al espectador en un estado de ánimo que se revela íntimo por esencial, mientras dinamita pausadamente el escenario circundante.

Sin embargo, el inicio del film es otro, y cita expresamente la película inglesa Breve encuentro (1945), una de las mejores de su realizador, David Lean. El trencito de juguete aludido completa, en este sentido, la referencia. Así como en aquel film, Carol y Therese son descubiertas por un tercero, mientras comparten sus miradas en una mesita de bar. Violentada la intimidad, los hombros de Therese serán depositarios, por un lado, del recuerdo de una caricia; por el otro, de la mano masculina que la interpela. El plano y contraplano acentúan el contrapunto, al mostrar frente y espalda de esta mujer en cada una de las acciones. Hacia cuál dirección elija partir Therese será consecuencia de tal premisa.

Luego sucede el racconto, la revisión de lo vivido con Carol. Así como en Breve encuentro, la película de Haynes sabrá volver sobre sí misma en el decurso del argumento. Es una conexión brillante y nada gratuita, ya que vincula las temáticas de las películas en un diálogo afín, que interroga sobre el desenlace de Carol. La novela de Highsmith, hay que destacar, tuvo la virtud de ser de las primeras en evitar el destino trágico al que parecían condenados los personajes homosexuales. Para el caso del cine americano, es menester señalar que el código Hays, su instrumento de censura institucional, obligaba a estas resoluciones. (Al respecto, recomendar el visionado de The Celluloid Closet, donde se repasa la construcción del estereotipo homosexual en Hollywood.)

Desde su estructura, puede decirse que Haynes logra una película acorde con las del Hollywood clásico, mediante un esquema que persigue un final (mentirosamente) estabilizador. Lo hace desde una mirada autoral, capaz de utilizar los recursos del melodrama para desmentirlo. Carol elige situarse en la rebeldía de sus personajes y al ratificarles, asume un proceder contestatario. No lo hace desde la búsqueda de la aceptación social ni desde la imposibilidad de la consumación afectiva –rasgo crítico y metafísico del melodrama- sino, en todo caso, a partir de la renuncia a un orden privativo y policial, al que se decide confrontar. En otras palabras, Haynes ha filmado una de las películas más desafiantes del último cine norteamericano.

Y también...

 No hay que desestimar la (otra) cita cinéfila que Haynes introduce, a través de la figura de un joven crítico. Está referida a El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950), film que el personaje visiona reiteradas veces, en aras de encontrar el nexo entre los diálogos y los sentimientos de los personajes. Su inclusión, desde ya, no es casual, y coloca a Haynes en la estela de los grandes de ese gran cine que alguna vez fue Hollywood. Entre ellos, desde ya, el único Billy Wilder: artesano de la mascarada, de la bufonada que esconde el comentario ácido, imperturbable todavía, en estos tiempos. El argumento de Sunset Boulevard, vale recordar, es sobre el cine, sobre Hollywood, sobre el paso del tiempo, sobre el maltrato y sobre el arte, sobre identidades escindidas entre lo público y lo privado.

jueves, 4 de febrero de 2016

Kryptonita/Oyola: entrevista



De Supermanes y otras yerbas


Kryptonita abre la nueva temporada de Cine El Cairo, con las presencias de su realizador, actores, y el autor de la novela: Leonardo Oyola. Pandilleros de por acá nomás, violentos y sensibles.

Por Leandro Arteaga

Hoy vuelve al cine la piedra verde, la astilla de vidrio cervecero, el talón de Aquiles del más poderoso: Kryptonita está en Cine El Cairo. Y la función de esta noche, a las 20.30, tendrá la compañía de algunos de sus súper amigos: el realizador Nicanor Loreti, el escritor Leonardo Oyola, y los intérpretes Sebastián De Caro y Pablo Pinto; estos últimos, para más datos: el Teniente Ranni y el Cabeza de Tortuga.
Kryptonita es un fenómeno que crece y del que se espera más. Desde lo inminente, una serie televisiva que promete ampliar el imaginario nacido del libro de Oyola, ya con siete reediciones. “Tenemos un acuerdo de confidencialidad, no podemos decir nada”, se ataja el escritor con Rosario/12. “Sí puedo decir que estamos laburando bastante y contentos. Con los actores y los técnicos había ganas de volver a hacer algo juntos, pero sobre todo de volver al universo Kryptonita. De lo que me querían convencer era que, obviamente, escribiera yo. El asunto es que no tenía ganas de volver a hacer otra novela, y por otra parte, con Nicanor Loreti estamos teniendo una gran cercanía y afinidad. Va a ser una serie, pero cada capítulo tendrá calidad cinematográfica”.
La señal Space producirá y emitirá los ocho capítulos hacia mitad de año. Hay expectativas porque, por un lado, se reitera el mismo equipo del film, cuya tarea destaca desde la puesta en escena de Loreti. Por el otro, porque la serie traerá novedades argumentales con carácter de “precuela”. El libro, de hecho, conoce una masividad que continúa. “Los lectores que se han sumado con las últimas dos ediciones, lo han hecho a partir de la película; la respuesta de la gente es algo muy vibrante”, comenta Oyola.
La película de un hombre de acero vernáculo, oriundo del suburbano bonaerense, ha sumado cien mil espectadores. Es una algarabía que recompensa ante el trabajo sinuoso que significa la permanencia de una película en cartel. “Es un laburo de años que se reduce a cuatro días: de la recaudación del jueves, día del estreno, al domingo, con el fin de mantener la cuota de pantalla, la cantidad de salas, y poder estar más de una semana. Nosotros hemos tenido la suerte de estar prácticamente hasta fin de año en muchas salas, y la película todavía se mantiene en cinco o seis y con respuesta. De hecho, la idea que teníamos, cuando empezáramos a circular por los Espacios Incaa y similares, tal como con la propuesta que llevamos ahora a El Cairo, era que la película ya no iba a estar en cartel. La verdad que es fuerte. Nos agarra también en el medio del laburo de la serie, pero no queremos decir que no a estas posibilidades. Quería estar en El Cairo y tengo la suerte de tener buena onda con Rosario, tenemos un lindo romance con la ciudad”.
Lo predicho es bien cierto. Las más recientes visitas de Oyola remiten a la realización de La Chicago Argentina: Rosario, crimen y cultura, que organizaran Osvaldo Aguirre y Espacio Cultural Universitario en septiembre de 2014; así como a la última edición de Crack Bang Boom, en agosto pasado en el CEC, donde presentara primeras imágenes de la película. Dada la coyuntura política, la repercusión de Kryptonita seguramente tenga que ver con su sensibilidad justa, la que ha permitido que un libro, una película, una historia, tengan raigambre precisa con el tiempo que les toca. Algo que se sintetiza en uno de los parlamentos de estos héroes del margen, invisibilizados por el periodismo tendencioso y los trucos retóricos: “Existimos”.
“La verdad que he tenido mucha suerte. No fue lo mismo cuando vimos la película en (el festival de cine de) Mar del Plata y estaba todo el clima del ballotage, como cuando se comenzó a exhibir, más o menos, en la semana de asunción del nuevo gobierno. Es muy fuerte. También pienso cómo se dan algunos diálogos y cosas que estaban ancladas al momento histórico que quise retratar en la novela; ahora, a seis años de eso, es diferente. Qué loco, porque yo pongo cuestiones específicas y personales, pero también en un momento donde en Capital había arrasado (Francisco) De Narváez, y Corona (el “Joker” de Kryptonita, interpretado por Diego Capusotto) está viniendo de una fiesta, celebrando la victoria. Ahora uno lo lee de otra manera, qué se yo, de a poco se fueron sembrando ciertas cosas que lograron un objetivo más grande; pero ellos siguen ahí, existen, y tienen que resistir.”

lunes, 1 de febrero de 2016

Revenant: El renacido (2015, A.G. Iñárritu)



El equilibrio loco de un hombre solo

 Un film por momentos aterrador, suspendido en momentos de acción y alucinaciones. DiCaprio se ofrece de manera sacrificial, desde sus esfuerzos físicos y la propuesta estética: un equilibrio loco entre indios y blancos.


Revenant: El renacido
(The Revenant)
EE.UU., 2015.
Dirección: Alejandro González Iñárritu.
Guión: Mark L. Smith, Alejandro González Iñárritu.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Ryuichi Sakamoto, Alva Noto.
Montaje: Stephen Mirrione.
Reparto: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Duane Howard.
Duración: 156 minutos.
Salas: Del Centro, Monumental, Showcase, Village, Hoyts. 
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga
 
Habría que quitar algún diálogo obvio, de esos que dicen de manera clara, porque explicitan y no hacen falta. Allí cuando entre franceses, el jefe indio dice que él no es ladrón, que les robaron a ellos primero. Pieles por caballos y rifles franceses. Las pieles son de los americanos, los indios los asaltan –en la secuencia inicial, bestial- entre flechas, disparos y hachas. Sucede que la hija del jefe ha sido raptada, todo es por ella. Pero también, y antes, porque lo que ya se les ha robado es la tierra.
De todas maneras, que se enuncie tal situación no hace mella en Revenant: El renacido. Por un lado porque es inevitable, se trata de una película de presupuesto enorme, marca Hollywood, tiene que encontrar su medianía explicable para todo público. Por el otro, porque por encima de ello sobresale la puesta en escena de su realizador, el mexicano Alejandro González Iñárritu. En este sentido, que se hable de indios, franceses y americanos, desde la mirada de un latino del cine mainstream, no es poca cosa. Mejor aún cuando el hacer del cineasta ya se encuentra alejado de cierta grandilocuencia cuyo cenit fuera Babel –que de tan megalómana resultaba pedante o ingenua-, para acercarse a maneras más íntimas.
Esta intimidad inicia con la notable Biutiful, continúa en Birdman –capaz de ahondar en el meollo del negocio cinematográfico, actual y decadente, todavía fénix-, y se traduce en Revenant. Acá también hay un personaje solo, atravesado por su entorno, nada inocente, parte y contraparte. Si hay que buscarle un equivalente, sería el Sargento Kirk, la historieta de Oesterheld y Pratt. Es decir, el Hugh Glass de Leonardo DiCaprio no es inocente, sino que sabe cómo viene la mano, quiénes son los indios, quiénes los blancos. Se sitúa en una frontera que lo lleva a batirse internamente, para sobrevivir en ambos bandos.
El inicio del film deja en claro su esencia, su móvil: Glass es en función de su historia, de su mujer india y del hijo de ese amor. Hawk tiene, como recuerdo filial, mitad de la cara malherida, con cicatrices que recuerdan una procedencia dual, mestiza. No hables, le grita el padre, ellos sólo ven el color de tu piel. Hazme caso. Mientras, los dos conviven con el grupo de exploradores americanos, a la caza de pieles con las que comerciar.
Si el rostro partido de Hawk es consecuente con la vida sesgada de Glass, también lo es con el duelo a muerte que éste habrá de perseguir con Fitzgerald, interpretado por un magnífico Tom Hardy. Glass y Fitzgerald como expresiones de un contrapunto que tendrá en jaque la narrativa del film, así como a todo western. Qué es lo que hizo Fitzgerald no conviene revelarlo, sino en todo caso señalarlo como la acción que transgrede el equilibrio delicado de Glass. De a poco, los detalles de la relación familiar del explorador serán revelados, en imágenes que así como informan con flashbacks también convergen con un sentir afiebrado, que alucina y que, por eso, entronca con el mismo proceder del que se valía Biutiful para Uxbal, el personaje de Javier Bardem.
En todo caso, hay una experiencia de vida que ha sido reveladora para Glass. Ya no es el mismo, atribulado por lo que presumiblemente –tal vez, no es algo que se sepa- ha hecho, enamorado y padre de hijo mestizo, vuelto víctima de la desgracia que él mismo –o su gente, lo mismo da- ha impulsado. Lo único que le queda es su hijo, por él es que prosigue, por ese signo que el hijo es, de convivencia malherida entre pieles rojas y blancas. Ahora bien, lo que finalmente habrá de quedarle es la confrontación, con un impulso asesino que no cede.
El “renacimiento” aludido por el título no es exacto, antes bien, lo que se producen son muertes sucesivas. Pausadamente, Glass recibe muchas heridas letales, algunas en el propio cuerpo. Cada una de ellas es un azote hacia su capacidad de mantenerse en pie. Le acompaña el susurro de su mujer india, como un mantra que le recuerda seguir, respirar. Es un fraseo que se confunde con el viento, también con notas musicales. Acá, sensiblemente, debe tener que ver la impronta de Ryuichi Sakamoto, encargado de la partitura musical junto con Alva Noto.
Glass contiene la furia, el dolor, la meditación y la persistencia de un samurai. Todos elementos que hacen eclosión, que le balancean hacia un lado y otro, en función de la premisa que le guía: encontrar a Fitzgerald. Éste también tiene su cuerpo lacerado: el cuero cabelludo luce una cicatriz espantosa, desgarrado por indígenas. Cuando Fitzgerald cuenta sobre su padre, a la luz del fuego, la inmanencia mística a la que apela al pensar en Dios se diluye bestialmente. Él cree en lo que toca, mata y come. Así como su padre. La pregunta es si Glass, finalmente, creerá también en matar.
De esta manera, la cacería se convierte en un viaje de abismo, que confronta a los personajes consigo mismos. Se traduce en frío de nieve y acciones de vértigo. El viento toca los huesos, el cuerpo será llevado a puntos límites. La supervivencia es difícil porque lo que se juega, justamente, es la consecuencia moral. La carne podrá ser herida y tajeada cuantas veces sea, pero hay algo profundo que la hoja del cuchillo no toca. O tal vez sí. En este sentido, el plano final que elige el film es perturbador.
Que todo lo referido sea expuesto desde las consignas de un cine de secuencias de acción, bellamente fotografiadas, con planos-secuencia de elaboración admirable, no hace más que enaltecer la propuesta. Hollywood está en un plano técnico absoluto. Observar cómo se despeñan caballo y jinete desde un plano cenital así como el ataque de un oso, desde tomas sin corte, no puede menos que asombrar. No son pura superficie ni golpes de efecto, sino partes estéticas de ese espectáculo que la película es. Un film bestial y huraño. Con un DiCaprio de decir indio, afónico y dispuesto a lacerarse. La experiencia es abrumadora.


En la mente del asesino (2015, Afonso Poyart)



La atracción de los esperpentos


En la mente del asesino
(Solace)
EE.UU., 2015. Dirección: Afonso Poyart. Guión: Sean Bailey, Ted Griffin. Fotografía: Brendan Galvin. Música: BT. Montaje: Lucas Gonzaga. Reparto: Anthony Hopkins, Colin Farrell, Jeffrey Dean Morgan, Abbie Cornish, Marley Shelton. Duración: 101 minutos.
Salas: Del Centro, Monumental, Showcase, Village, Hoyts. 
2 (dos) puntos

Por Leandro Arteaga

Se la mire desde donde se quiera, En la mente del asesino es uno de esos adefesios cuya atracción podría radicar en su carácter de esperpento. Por ejemplo: su guión parte del tratamiento de una insólita secuela de Pecados capitales. Puesto que involucra también un serial killer, pero de huellas inhallables, la necesidad hace recalar en el retirado John Clancy, interpretado por Anthony Hopkins. Ahora sí, Pecados capitales y El silencio de los inocentes, con Hopkins en rol similar pero situado en el lado policial.
A la dupla “mente buena-mente mala”, la secunda o acompaña la formada por los agentes que interpretan Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish. La pareja con menos carisma del planeta. Y eso que hay películas. Él es quien recurre al antiguo camarada –que vive un autoexilio doloroso, por la muerte de su hija-, ella es el cerebrito que no cree en habilidades inexplicables. Porque Clancy, acá la cuestión, es capaz de leer la escena del crimen así como a las personas: basta que alguien le toque para que él sepa de quién se trata, y qué podría sucederle.
El disparate que es Clancy –cuyas acciones comienzan a sumar habilidades ridículas- desde ya que es pasible de referencias mejores. Por eso, más vale el Frank Black de Lance Henriksen en la serie Millennium. Pero de tal antihéroe ejemplar nada hay en lo compuesto por Hopkins, cuya presencia ante la cámara, siempre sólida, sólo opaca más las de Cornish y Dean Morgan, tan caricaturescos, tan burdos. En todo caso, la propuesta del director brasileño Afonso Poyart se asemeja, por momentos, a la bobería de El vidente, con Nicolas Cage en plan fastforward, con ínfulas de cine basado en Philip Dick, nada más lejos.
Que la némesis de Clancy sea interpretada por Colin Farrell es como la guinda absurda del pastel. Atrapado por gestos de preocupación existencial –si es que algo semejante sea posible-, Farrell no puede contener sus ganas de matar porque, tal su razonamiento y desesperación, es lo que debe. Parece que Clancy lo entiende porque, así las cosas, el asesino lo entiende a él. Un yin-yang pedestre, que encuentra su momento cúlmine en la articulación horaria final, de cronología precisa, que ensaya la mente asesina, capaz de hacer comulgar tiros, trenes, videos. (A propósito, la tarea de Farrell parece conciente de lo ridícula que es, preocupada por finalizar cuanto antes su labor en la película.)
De todos modos, a no desesperar, porque si la cosa se pone turbia, Clancy/Hopkins es capaz de mirar hacia delante y elegir el mejor final. Que el argumento guarde cierta tragedia no hace mella al asunto. Esta capacidad de rebobinar también la practicó el alemán Michael Haneke, en Fanny Games. Pero eso es cine.