martes, 18 de octubre de 2016

Las inocentes (2015, Anne Fontaine)



La doctora y el voto de silencio

Con una puesta en escena simétrica, en donde la figura de la cruz es bisagra, Las inocentes recrea un hecho histórico, e interpela el presente. Preguntas en forma de cine, desde una mirada femenina.


Las inocentes 
(Les innocentes)
Francia/Polonia, 2015. Dirección: Anne Fontaine. Guión: Sabrina B. Karine y Alice Vial, sobre una historia de Philippe Maynial. Adaptación y diálogos: Anne Fontaine, Pacal Bonitzer. Fotografía: Caroline Champetier. Música: Gregoire Hetzel. Montaje: Annette Dutertre. Reaprto: Lou de Laage, Agata Buzek, Agata Kulesza, Vincent Macaigne, Joanna Kulig, Eliza Rycembel, Anna Prochniak, Katarzyna Dabrowska, Helena Sujecka, Klara Bielawka, Distribuidora: CDI. Duración: 100 minutos.
Salas: Cines Del Centro.
8 (ocho) puntos
 

Por Leandro Arteaga


A partir de la cruz como figura nodal, Las inocentes estructura su puesta en escena. Y lo hace de manera simétrica, al repartirla entre el convento y la cruz roja. Dos instituciones, separadas espacialmente, de modus operandi divergentes, preocupadas por el alma y el cuerpo. Una de ellas vuelta hacia dentro, la otra hacia fuera. Síntesis de un conflicto, de una época, y de cosmovisiones que tocan el ahora.

Vale decir, el film de Anne Fontaine transcurre durante diciembre de 1945, en Polonia. La acción sucede a partir de una de las monjas que contraviene las órdenes y escapa. La transgresión aparece como paso primero y no es un dato menor, ya que se revela como un riesgo necesario: el caos, el desorden, amenaza con desbaratar el secreto religioso. Cuando consiga contactarse con una doctora –a partir de un rezo que parece responder de manera más efectiva, contrariamente a las palabras, que se confunden entre el francés y el polaco–, la película permitirá el cruce inverso del umbral. Dos sentidos, dos direcciones, que se recorren para converger, a partir de dos mujeres que son, en tanto síntesis, también expresión de sus instituciones respectivas.

De esta manera, desde la réplica espacial y simbólica, el film encuentra su equilibrio formal y discursivo. El argumento tiene sostén en un hecho concreto, basado en una historia real, cuando el convento aludido fuera asaltado por soldados comunistas, y todas las monjas violadas. Mathilde, la doctora (Lou de Laâge), llega allí sin saber con qué encontrarse, casi como en respuesta al misterio de la oración que se refería. Su decisión, finalmente, será cuidarlas y asistirlas, sin revelar el secreto. Sin darse cuenta, irónicamente, la mujer de ciencia cumplirá con un voto de silencio, sin palabras que respondan a las exigencias de sus superiores, todos hombres, que se ufanan por explicar sus horarios dispersos.

Del mismo modo, las monjas comienzan a demostrar comportamientos que resquebrajan sus normas habituales. Ante Mathilde, algunas demuestran otras actitudes, entre historias guardadas de una vida anterior, con sonrisas ahora prohibidas. Casi como si se confesaran. La irrupción de la doctora no deja de ser, por eso, el temor que crece a los ojos de la madre superiora (Agata Kulesza), quien sabe sobre el resquebrajamiento gradual de su ámbito de encierro. Mathilde puede ser el detonante final, la consecuencia de los nacimientos que inevitablemente sobrevienen. Con ella el afuera está adentro, y la clausura amenaza romperse.

Entre las monjas, Anna (Agata Buzek) es quien dará cuenta de una transformación gradual, si bien primero renuente, obligada como se siente a responder sin objeciones a las decisiones de su madre superiora. Por otra parte, su nombre es un palíndromo, rasgo que acentúa su comportamiento, de manera acorde con el tono general de la película.

Si salir afuera tiene su correlato en la introspección, vale entonces detenerse en las maneras desde las cuales Mathilde habrá de interrogarse, circunspecta como es, de caricias difíciles, con un semblante pétreo. Es bella, pero no parece notarlo. Y es tal su adhesión a la atención hacia estas mujeres, que inevitablemente habrá de atravesar, si bien desde el roce amargo, la brutalidad de las que han sido víctimas. No hay palabras que expliquen algo semejante. El espectador será, por esto, hábilmente dirigido hacia lo espeluznante.

Es por ello que el film de Anne Fontaine es capaz de indagar en asuntos densos, que son actuales. Violación, miedo, hijos, aborto; no le hace falta al film declamarlo sino, antes bien, indagar desde preguntas, con interrogantes que se traducen en la acción de sus personajes. El resultado es magnífico, de una ambigüedad que interpela al espectador, aspecto mayor que ya se intuye en el título mismo, que la distribución elige volver femenino. La traducción podría haber sido “Los inocentes”, y la valoración de la película seguir todavía problemática, por fuera de la intención primera: ¿cuáles son los/las inocentes?

Además, es menester destacar que tales instancias son dispuestas por una mirada y voz femeninas. Anne Fontaine es quien dispara sus ideas en forma de cine, y lo hace con una altura que resulta admirable. El trabajo de guión es preciso y cuenta con la participación del gran Pascal Bonitzer. Pero lo que prevalece, vale atender, es el tono con el que Fontaine plasma el relato, ya que no le interesa declinar la balanza en favor de uno u otro lado, sino contrapesarla desde equívocos y segundas lecturas. Tan suficientes como el cabello suelto de Anna (siempre seré una madre, dice) o el rol salvador, casi mesiánico, de Mathilde.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Miss Peregrine y los niños peculiares (2016, Tim Burton)

Mansión sombría y bruja protectora
 
 
Con la fábula como disparador, la película de Tim Burton ofrece una galería de personajes marginados, solos y felices. Una bruja como hada oscura y un niño deseoso de amigos, tan peculiares como él.
 
Miss Peregrine y los niños peculiares
(Miss Peregrine's Home for Peculiar Children)
Reino Unido/Bélgica/EE.UU., 2016)
Dirección: Tim Burton. Guión: Jane Goldman, basado en la novela de Ransom Riggs. Fotografía: Bruno Delbonnel. Montaje: Chris Lebenzon. Música: Michael Higham, Matthew Margeson. Reparto: Eva Green, Asa Butterfield, Samuel L. Jackson, Chris O'Dowd, Terence Stamp, Allison Janney, Ella Purnell. Distribuidora: Fox. Duración: 127 minutos. Salas: Monumental, Hoyts, Showcase, Village.
7 (siete) puntos
 
Por Leandro Arteaga
 
No es lo mejor de Tim Burton… Basta de tonterías semejantes, dichas por voces de altura retórica. ¿De dónde sale el afán por exigir cotas de excelencia a cineastas (y músicos y escritores y etc.), cuando tantas veces esas películas “cumbre” lo fueron por cuestiones absolutamente irrepetibles?
De acuerdo, hay matices, y son ellos los que deben guiar el asunto. Cuando están, lo que no se pierde es la sensibilidad acostumbrada, la que hace todavía a un director querer el cine. Con Burton hubo un momento crítico, de nombre Alicia en el país de las maravillas, película desgajada de esa ternura que hiciera de él una voz personal. Pero el traspié afortunadamente se subsanó: Sombras tenebrosas, Frankenweenie, Big Eyes lograron, con mayor y menor fortuna, devolver brillo.
Afortunadamente, con Miss Peregrine y los niños peculiares la poética persiste y sobrevive al ánimo avasallante del cine de superhéroes; entre ellos, los X-Men como referencia mayor: la mansión, los niños con habilidades especiales, la figura del guía. La reciprocidad entre las dos propuestas no es casual. Al respecto, vale pensar lo lejos que han quedado las dos incursiones de Burton en ese género, situadas en una época ya pretérita, pre-digital, cuando Batman podía ser un caballero oscuro, romántico y psicópata, en la línea de una galería anómala habitada por Beetlejuice, Jack Skellington y Edward Scissorhands.
Justamente, el cine de Tim Burton trata sobre freaks, sobre fenómenos que se saben al margen y deciden habitar en su tierra de penumbras. Es también ése el lugar de estos niños peculiares. Para descubrirles, será necesario creer en el cuento, en la fantasía, así como sucedía en El joven manos de tijera y en El gran pez (o en Batman, a partir de habladurías mitómanas). Más aún con esta última, ya que entre abuelo y niño (Terence Stamp y Asa Butterfield) hay una conexión que en algún momento trastoca en desconfianza, así como ocurría entre Albert Finney y Billy Crudup, cuando el hijo exige al padre saber la verdad por descreer de la fábula. La diferencia con el joven Jake estará en que su padre es un imbécil, sin redención posible, borracho de cerveza y televisión.
Por otra parte, en este film Burton se permite señales breves, suficientes, sobre temas que ha desarrollado muchas veces. Si la acción inicia en la soleada California, el espectador ya sabe que habrá que salir de allí lo antes posible, porque la aventura está lejos, nunca al sol y con bronceadores. Hacia una isla de Gales partirá el niño, tras los pasos sugeridos por la historia del abuelo, en procura de recuperar ese afecto que la muerte ha interrumpido para dejarlo solo y, veladamente, huérfano. Otro tanto, vale recordar, le sucedía a Victor Frankenstein al resucitar a su perrito en Frankenweenie: una de esas maneras mágicas la ofrecía el cine, capaz de vencer la finitud y descubrir horizontes. En Miss Peregrine, uno de los niños cuenta con la habilidad de proyectar sus sueños, sin necesidad de intérpretes (adultos) que “aclaren” con significados. Los espectadores (los niños), felices.
Ahora bien, si los padres acceden a la aventura del hijo es porque la psiquiatra avala el asunto. Pero a no confiarse demasiado. No sólo ante lo que será el devenir argumental y sus revelaciones, sino por la relación que provocan los pies de las dos mujeres preocupadas por decidir el futuro del niño: madre y psiquiatra exhiben un calzado ajustado, con pies apenas hinchados, algo morados. Un detalle que se disfruta en exceso, que dice sobre la sorna con la que Burton sabe retratar.
Cuando Jake descubra la mansión de Miss Peregrine, lo que con ella aparece es una historia paralela, guardada entre las sombras. Misma situación con la que se encontraba Dianne Wiest al visitar el castillo de Edward Scissorhands: la silueta del joven retraído se perfilaba de a poco, y con él su historia oscura. Allí, Vincent Price oficiaba de padre y creador amoroso, acá el turno es de Eva Green, cuya Miss Peregrine será síntesis de brujería y candor. Como una Elsa Lanchester que sobrevive al amor del monstruo de Frankenstein, Peregrine se sabe responsable de estos niños, a los que ama y mantiene suspendidos en una gota de agua temporal, condenada a reiterarse tantas veces como sea necesario, para así evitar el estallido de la bomba nazi.
No hace falta adivinar ni explicar dónde descansa la monstruosidad, según la mirada de Tim Burton. Miss Peregrine y los niños peculiares es una variación del film Freaks (1932), la película maldita de Tod Browning, así como asunción de la prédica fotográfica de Diane Arbus. Los personajes distorsivos y atractivos de ambos, tienen acá su rebote y homenaje, a la par de un barco fantasma, viajes en el tiempo, y una feria de atracciones donde la diversión mayor estará, más vale, en el tren fantasma y el ejército de esqueletos.
Mientras tanto, el que crece es Jake. Y con él, la decisión de alejarse de sus padres, progresivamente olvidados por el fuera de campo. Extraordinario.