martes, 18 de octubre de 2016

Las inocentes (2015, Anne Fontaine)



La doctora y el voto de silencio

Con una puesta en escena simétrica, en donde la figura de la cruz es bisagra, Las inocentes recrea un hecho histórico, e interpela el presente. Preguntas en forma de cine, desde una mirada femenina.


Las inocentes 
(Les innocentes)
Francia/Polonia, 2015. Dirección: Anne Fontaine. Guión: Sabrina B. Karine y Alice Vial, sobre una historia de Philippe Maynial. Adaptación y diálogos: Anne Fontaine, Pacal Bonitzer. Fotografía: Caroline Champetier. Música: Gregoire Hetzel. Montaje: Annette Dutertre. Reaprto: Lou de Laage, Agata Buzek, Agata Kulesza, Vincent Macaigne, Joanna Kulig, Eliza Rycembel, Anna Prochniak, Katarzyna Dabrowska, Helena Sujecka, Klara Bielawka, Distribuidora: CDI. Duración: 100 minutos.
Salas: Cines Del Centro.
8 (ocho) puntos
 

Por Leandro Arteaga


A partir de la cruz como figura nodal, Las inocentes estructura su puesta en escena. Y lo hace de manera simétrica, al repartirla entre el convento y la cruz roja. Dos instituciones, separadas espacialmente, de modus operandi divergentes, preocupadas por el alma y el cuerpo. Una de ellas vuelta hacia dentro, la otra hacia fuera. Síntesis de un conflicto, de una época, y de cosmovisiones que tocan el ahora.

Vale decir, el film de Anne Fontaine transcurre durante diciembre de 1945, en Polonia. La acción sucede a partir de una de las monjas que contraviene las órdenes y escapa. La transgresión aparece como paso primero y no es un dato menor, ya que se revela como un riesgo necesario: el caos, el desorden, amenaza con desbaratar el secreto religioso. Cuando consiga contactarse con una doctora –a partir de un rezo que parece responder de manera más efectiva, contrariamente a las palabras, que se confunden entre el francés y el polaco–, la película permitirá el cruce inverso del umbral. Dos sentidos, dos direcciones, que se recorren para converger, a partir de dos mujeres que son, en tanto síntesis, también expresión de sus instituciones respectivas.

De esta manera, desde la réplica espacial y simbólica, el film encuentra su equilibrio formal y discursivo. El argumento tiene sostén en un hecho concreto, basado en una historia real, cuando el convento aludido fuera asaltado por soldados comunistas, y todas las monjas violadas. Mathilde, la doctora (Lou de Laâge), llega allí sin saber con qué encontrarse, casi como en respuesta al misterio de la oración que se refería. Su decisión, finalmente, será cuidarlas y asistirlas, sin revelar el secreto. Sin darse cuenta, irónicamente, la mujer de ciencia cumplirá con un voto de silencio, sin palabras que respondan a las exigencias de sus superiores, todos hombres, que se ufanan por explicar sus horarios dispersos.

Del mismo modo, las monjas comienzan a demostrar comportamientos que resquebrajan sus normas habituales. Ante Mathilde, algunas demuestran otras actitudes, entre historias guardadas de una vida anterior, con sonrisas ahora prohibidas. Casi como si se confesaran. La irrupción de la doctora no deja de ser, por eso, el temor que crece a los ojos de la madre superiora (Agata Kulesza), quien sabe sobre el resquebrajamiento gradual de su ámbito de encierro. Mathilde puede ser el detonante final, la consecuencia de los nacimientos que inevitablemente sobrevienen. Con ella el afuera está adentro, y la clausura amenaza romperse.

Entre las monjas, Anna (Agata Buzek) es quien dará cuenta de una transformación gradual, si bien primero renuente, obligada como se siente a responder sin objeciones a las decisiones de su madre superiora. Por otra parte, su nombre es un palíndromo, rasgo que acentúa su comportamiento, de manera acorde con el tono general de la película.

Si salir afuera tiene su correlato en la introspección, vale entonces detenerse en las maneras desde las cuales Mathilde habrá de interrogarse, circunspecta como es, de caricias difíciles, con un semblante pétreo. Es bella, pero no parece notarlo. Y es tal su adhesión a la atención hacia estas mujeres, que inevitablemente habrá de atravesar, si bien desde el roce amargo, la brutalidad de las que han sido víctimas. No hay palabras que expliquen algo semejante. El espectador será, por esto, hábilmente dirigido hacia lo espeluznante.

Es por ello que el film de Anne Fontaine es capaz de indagar en asuntos densos, que son actuales. Violación, miedo, hijos, aborto; no le hace falta al film declamarlo sino, antes bien, indagar desde preguntas, con interrogantes que se traducen en la acción de sus personajes. El resultado es magnífico, de una ambigüedad que interpela al espectador, aspecto mayor que ya se intuye en el título mismo, que la distribución elige volver femenino. La traducción podría haber sido “Los inocentes”, y la valoración de la película seguir todavía problemática, por fuera de la intención primera: ¿cuáles son los/las inocentes?

Además, es menester destacar que tales instancias son dispuestas por una mirada y voz femeninas. Anne Fontaine es quien dispara sus ideas en forma de cine, y lo hace con una altura que resulta admirable. El trabajo de guión es preciso y cuenta con la participación del gran Pascal Bonitzer. Pero lo que prevalece, vale atender, es el tono con el que Fontaine plasma el relato, ya que no le interesa declinar la balanza en favor de uno u otro lado, sino contrapesarla desde equívocos y segundas lecturas. Tan suficientes como el cabello suelto de Anna (siempre seré una madre, dice) o el rol salvador, casi mesiánico, de Mathilde.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Miss Peregrine y los niños peculiares (2016, Tim Burton)

Mansión sombría y bruja protectora
 
 
Con la fábula como disparador, la película de Tim Burton ofrece una galería de personajes marginados, solos y felices. Una bruja como hada oscura y un niño deseoso de amigos, tan peculiares como él.
 
Miss Peregrine y los niños peculiares
(Miss Peregrine's Home for Peculiar Children)
Reino Unido/Bélgica/EE.UU., 2016)
Dirección: Tim Burton. Guión: Jane Goldman, basado en la novela de Ransom Riggs. Fotografía: Bruno Delbonnel. Montaje: Chris Lebenzon. Música: Michael Higham, Matthew Margeson. Reparto: Eva Green, Asa Butterfield, Samuel L. Jackson, Chris O'Dowd, Terence Stamp, Allison Janney, Ella Purnell. Distribuidora: Fox. Duración: 127 minutos. Salas: Monumental, Hoyts, Showcase, Village.
7 (siete) puntos
 
Por Leandro Arteaga
 
No es lo mejor de Tim Burton… Basta de tonterías semejantes, dichas por voces de altura retórica. ¿De dónde sale el afán por exigir cotas de excelencia a cineastas (y músicos y escritores y etc.), cuando tantas veces esas películas “cumbre” lo fueron por cuestiones absolutamente irrepetibles?
De acuerdo, hay matices, y son ellos los que deben guiar el asunto. Cuando están, lo que no se pierde es la sensibilidad acostumbrada, la que hace todavía a un director querer el cine. Con Burton hubo un momento crítico, de nombre Alicia en el país de las maravillas, película desgajada de esa ternura que hiciera de él una voz personal. Pero el traspié afortunadamente se subsanó: Sombras tenebrosas, Frankenweenie, Big Eyes lograron, con mayor y menor fortuna, devolver brillo.
Afortunadamente, con Miss Peregrine y los niños peculiares la poética persiste y sobrevive al ánimo avasallante del cine de superhéroes; entre ellos, los X-Men como referencia mayor: la mansión, los niños con habilidades especiales, la figura del guía. La reciprocidad entre las dos propuestas no es casual. Al respecto, vale pensar lo lejos que han quedado las dos incursiones de Burton en ese género, situadas en una época ya pretérita, pre-digital, cuando Batman podía ser un caballero oscuro, romántico y psicópata, en la línea de una galería anómala habitada por Beetlejuice, Jack Skellington y Edward Scissorhands.
Justamente, el cine de Tim Burton trata sobre freaks, sobre fenómenos que se saben al margen y deciden habitar en su tierra de penumbras. Es también ése el lugar de estos niños peculiares. Para descubrirles, será necesario creer en el cuento, en la fantasía, así como sucedía en El joven manos de tijera y en El gran pez (o en Batman, a partir de habladurías mitómanas). Más aún con esta última, ya que entre abuelo y niño (Terence Stamp y Asa Butterfield) hay una conexión que en algún momento trastoca en desconfianza, así como ocurría entre Albert Finney y Billy Crudup, cuando el hijo exige al padre saber la verdad por descreer de la fábula. La diferencia con el joven Jake estará en que su padre es un imbécil, sin redención posible, borracho de cerveza y televisión.
Por otra parte, en este film Burton se permite señales breves, suficientes, sobre temas que ha desarrollado muchas veces. Si la acción inicia en la soleada California, el espectador ya sabe que habrá que salir de allí lo antes posible, porque la aventura está lejos, nunca al sol y con bronceadores. Hacia una isla de Gales partirá el niño, tras los pasos sugeridos por la historia del abuelo, en procura de recuperar ese afecto que la muerte ha interrumpido para dejarlo solo y, veladamente, huérfano. Otro tanto, vale recordar, le sucedía a Victor Frankenstein al resucitar a su perrito en Frankenweenie: una de esas maneras mágicas la ofrecía el cine, capaz de vencer la finitud y descubrir horizontes. En Miss Peregrine, uno de los niños cuenta con la habilidad de proyectar sus sueños, sin necesidad de intérpretes (adultos) que “aclaren” con significados. Los espectadores (los niños), felices.
Ahora bien, si los padres acceden a la aventura del hijo es porque la psiquiatra avala el asunto. Pero a no confiarse demasiado. No sólo ante lo que será el devenir argumental y sus revelaciones, sino por la relación que provocan los pies de las dos mujeres preocupadas por decidir el futuro del niño: madre y psiquiatra exhiben un calzado ajustado, con pies apenas hinchados, algo morados. Un detalle que se disfruta en exceso, que dice sobre la sorna con la que Burton sabe retratar.
Cuando Jake descubra la mansión de Miss Peregrine, lo que con ella aparece es una historia paralela, guardada entre las sombras. Misma situación con la que se encontraba Dianne Wiest al visitar el castillo de Edward Scissorhands: la silueta del joven retraído se perfilaba de a poco, y con él su historia oscura. Allí, Vincent Price oficiaba de padre y creador amoroso, acá el turno es de Eva Green, cuya Miss Peregrine será síntesis de brujería y candor. Como una Elsa Lanchester que sobrevive al amor del monstruo de Frankenstein, Peregrine se sabe responsable de estos niños, a los que ama y mantiene suspendidos en una gota de agua temporal, condenada a reiterarse tantas veces como sea necesario, para así evitar el estallido de la bomba nazi.
No hace falta adivinar ni explicar dónde descansa la monstruosidad, según la mirada de Tim Burton. Miss Peregrine y los niños peculiares es una variación del film Freaks (1932), la película maldita de Tod Browning, así como asunción de la prédica fotográfica de Diane Arbus. Los personajes distorsivos y atractivos de ambos, tienen acá su rebote y homenaje, a la par de un barco fantasma, viajes en el tiempo, y una feria de atracciones donde la diversión mayor estará, más vale, en el tren fantasma y el ejército de esqueletos.
Mientras tanto, el que crece es Jake. Y con él, la decisión de alejarse de sus padres, progresivamente olvidados por el fuera de campo. Extraordinario.

martes, 21 de junio de 2016

Javier Cercas: El punto ciego (Random House)



El punto ciego


Por Leandro Arteaga
 
Es a partir de Don Quijote cuando nace la novela moderna, expone Javier Cercas en El punto ciego. Las conferencias Weidenfeld 2015 (Random House). “Cervantes funda al género y al mismo tiempo lo agota –aunque sea volviéndolo inagotable”, dice. Un carácter libérrimo, híbrido y maleable, surge con las andanzas del hidalgo caballero. La novela, así, aparece como el género donde hacer caber todos los géneros. Mestiza e irreverente, da cobijo a todo y todo lo reformula.
El caballero de la triste figura y su escudero hilvanan este camino de esplendor, si bien paradójico para la novela, ya que no será España su ámbito natural. En este sentido, Balzac y Flaubert le aportarán, durante el siglo XIX, rigor constructivo, cuya búsqueda formal no dejó de lidiar con la génesis plebeya de la novela, afín con el entretenimiento. El siglo siguiente profundizará este mismo modelo. Cercas, en todo caso, prefiere una tercera opción, que sintetice estas dos. Y propone la narrativa posmoderna como momento superador: conciente del legado cervantino y con Borges como origen de la hibridación de géneros.
Es en ese rumbo donde se incluye él, heredero de esta pulsión incontenible que significa escribir novelas. Mira a su padre lejano, fallecido hace cuatrocientos años, y hacia allí dirige su horizonte, al hacer latir interrogantes sobre su libro Anatomía de un instante: ¿novela?, ¿ficción?, ¿ensayo?, ¿antiliteratura? En esas páginas, Cercas recrea uno de los instantes fundacionales de la historia democrática española, pleno de preguntas; allí cuando el 23 de febrero de 1981, Adolfo Suárez –antiguo secretario general del partido franquista, primer presidente democrático– permaneciera sentado y desafiante durante la balacera golpista que inundara al Congreso de los Diputados. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué acompañaron el gesto el comunista Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado?
Es momento del “punto ciego”. Si el lector cae allí, también el autor. ¿Qué es? Es el motivo de este libro notable, pero también el ciclo de conferencias del escritor durante la cátedra Weidenfeld en Literatura Europea Comparada, de la Universidad de Oxford. Por allí pasaron también, entre otros, George Steiner, Umberto Eco, Mario Vargas Llosa, Michele Le Doueff, Roger Chartier, Don Paterson. El punto ciego es el nudo de sus clases y el intento por desanudarlo; mejor, por preguntarlo.
Su complejidad le vuelve apasionante. Vale decir, ¿cómo definir ese momento de desasosiego que embarga durante la lectura? Cuidado, no se trata de leer cualquier libro, sino de aquellos donde haya punto ciego. ¿Pero cómo reconocer lo inasible? Una manera es la pregunta. Por ejemplo: ¿de verdad está loco Don Quijote? No hay respuesta que satisfaga, porque cualquiera se contradice. Cervantes, se deduce, escribe a partir de la ambigüedad, a través de preguntas morales, preguntas que son novelescas. Escribe para preguntar(se).
Así, Cercas toca a la literatura con la filosofía. Si hay un cometido literario, éste es el de la interrogación moral. “¿Por qué durante la guerra civil española un soldado republicano salvó la vida de Rafael Sánchez Mazas, poeta e ideólogo fascista y futuro ministro de Franco?”, se preguntaba el autor, al escribir Soldados de Salamina. Más preguntas: ¿Quién es Moby Dick? ¿Josef K. es culpable? ¿Peter Quint es un fantasma real? ¿Cuál es la muerte veraz de Juan Dahlmann?
Se sabe que ensayar respuestas es materia predilecta de muchos. Más difícil es detenerse en la duda, en escribir o en leer a partir de ella. Según Javier Cercas, hay casos donde esto se consigue, en donde el autor concede al lector el espacio de ambigüedad que éste reclama. Lo que resulta es inasible, interminable, fascinante. Es decir, habrá tantas lecturas del Quijote como lectores. En este abismarse, el nexo filosófico aparece. La novela, dice el escritor, es una herramienta de investigación existencial, que se preocupa por buscar la verdad. No lo hace a la manera de los historiadores, sino a través de la ironía. Cuando hay ironía, hay punto ciego. Porque como observó Thomas Mann, la ironía no consiste en decir “ni esto ni aquello”, sino “esto y aquello” a la vez.
En este recorrido, que el autor de Anatomía de un instante organiza en cuatro partes –con capítulo dedicado a Vargas Llosa y reflexiones sobre la figura del intelectual y esa palabra maldita: compromiso (para compromiso, a la Iglesia, decía Cortázar)–, los vínculos de los otros géneros narrativos con el punto ciego son sugeridos. Cercas así lo hace cuando menciona al protagonista ausente de Esperando a Godot. En el cine apenas se detiene, y por vía indirecta, cuando refiere Los imperdonables (Unforgiven) como ejemplo kafkiano propuesto por George Steiner: luego de que Gene Hackman aporrea a Clint Eastwood, las prostitutas se lo reprochan y le gritan que es inocente. El marshall responde: “Inocente, ¿de qué?”.
El cine puede, y debe, ser interpelado. Al respecto, un buen ejemplo podría ser el enigma de la cajita de Belle de jour. ¿Qué hay allí?, le preguntaban a Buñuel y a Carrière, su guionista. Hubo quienes no dudaron en aseverar un contenido que ni ellos sospechaban. Otro caso puede aportarlo 2001, una odisea del espacio, de Kubrick. ¿Qué es el monolito? El cine, a veces, no precisa de demasiado vericueto: está claro y a la vista que se trata, ni más ni menos, que de un monolito. Otro ejemplo posible sería la veracidad de ese hijo demoníaco que parece engendrar Mia Farrow en El bebé de Rosemary, de Polanski. Muchos espectadores aseguraron haber visto el rostro del bebé.
Lo cierto, en todo caso y de vuelta a la literatura, es que la respuesta es que no hay respuesta. El punto ciego es “un punto a través del cual no es posible ver nada. Ahora bien –y de ahí su paradoja constitutiva–, es precisamente a través de ese punto ciego a través del cual, en la práctica, estas novelas ven; es precisamente a través de esa oscuridad a través de la cual iluminan estas novelas; es precisamente a través de ese silencio a través del cual estas novelas se tornan elocuentes”.
El punto ciego, dice Javier Cercas, es lo que somos.

El conjuro 2 (2016, James Wan)



Al fantasma se le cae la dentadura


Con sobresaltos que no son más que golpes de efecto, el matrimonio Warren vuelve a perseguir demonios. Una segunda parte que no propone demasiado, previsible, con pocos momentos logrados. Con la dentadura como prueba paranormal.

El conjuro 2
The Conjuring 2
(Estados Unidos, 2016) Dirección: James Wan. Guión: Chad Hayes, Carey W. Hayes, James Wan, David Leslie Johnson. Fotografía: Don Burgess. Música: Joseph Bishara. Montaje: Kirk Morri. Reparto: Patrick Wilson, Vera Farmiga, Frances O'Connor, Madison Wolfe, Simon McBurney, Franka Potente, Lauren Esposito, David Thewlis. Duración: 133 minutos.
5 (cinco) puntos

Por Leandro Arteaga


Antes que sospecha, ya se trata de una certeza. El malayo James Wan está sobrevaluado. Está bien, algo de mérito le vale por esa película inevitable que es El juego del miedo. Pero mejor reparar en la magnífica La noche del demonio (Insidious), que tanto buen cine hizo presagiar. De todos modos, su secuela –a cargo del propio director– fue pésima. Algo similar sucede con El conjuro.
Ambas comparten el más allá como ámbito con el que batallar y congeniar. Pero la manera de pararse frente al conflicto es diferente. En Insidious el demonio era poco visto, habitaba en un trance de niño poseído, en coma, con padres peleados. Se sumaban al pleito personajes de caricatura, cercanos a los Ghostbusters pero también a Poltergeist, de Tobe Hooper. Ir detrás del demonio era la gran aventura, de escalofrío.
El caso de El conjuro, de todos modos, fue sorprendente, al actualizar los hechos narrados en Aquí vive el horror (The Amytiville Horror, 1979) –cuya remake es mejor olvidar–, con fuerza suficiente como para hacer de la dupla protagonista –el matrimonio demonólogo Ed y Lorraine Warren– una mezcla justa entre verdad y ficción. Algo del impacto tuvo que ver con sus intérpretes: Vera Farmiga y Patrick Wilson están perfectos, con la Farmiga vuelta nueva dama del horror, tras caracterizar a la mamá de Norman Bates en la serie televisiva Bates Motel.
El conjuro no sólo provocó una respuesta entusiasta, sino también la precuela (penosa) Annabelle, con la muñeca horrible como protagonista. Como es de suponer, hay más Annabelle en preproducción, y también más de Insidious, cuya tercera parte ha sido también precuela. ¿Por qué? Porque se trata de construir franquicias, y porque éstas responden a la lógica actual de los universos expandidos, cuya narrativa fragmentada y compleja no es exclusividad de los superhéroes.
Pero de vuelta con El conjuro, habrá que reconocer ciertos momentos soberbios, como el juego de las palmadas dentro del caserón, cuyas sombras ocultas en armarios estaban dispuestas a ser de la partida. Un clima ominoso cubría de a poco lo que tocaba para llegar al desenlace premeditado y aburrido y eclesiástico. Los Warren, a no olvidar, actúan como agentes del Vaticano, con salmos y cruces benditas. Y El conjuro, más vale, está bien lejos de ser El exorcista. Por eso, su final se asemeja al que el mismo James Wan ya ensayara en Sentencia de muerte, con Kevin Bacon vuelto agente del ojo por ojo, en un film que parecía trabajar un grotesco que luego desdice.
El conjuro 2, en este sentido, profundiza una misma vertiente conservadora, que no contiene metafísica alguna sino un mero juego de espejitos. Los Warren se desplazan ahora a Londres para ayudar a una madre sola, con cuatro hijos, en una casita que sobrevive a la humedad y el poco dinero. La historia, se aclara, es real. Qué poco importa. Mejor estrujarla, así como lo supone la caracterización de la Farmiga, tan hermosa y sin embargo abotonada hasta el cuello como monja de clausura. Para el caso, hay una escena íntima en la habitación de huéspedes, donde marido y mujer deben dormir en camas separadas. Un diálogo algo sinuoso lo advierte de manera irónica. Es decir, ¿se desabrochará, alguna vez, ese primer botón?
Pero de vuelta, el caso está en tener fe, en creer. Acá, no está mal, el caso de la fe es no sólo con la Biblia sino también con la pequeña que habla con voz ronca y se levanta sonámbula a los gritos. A partir de allí, el crescendo que permita descubrir si es lo que parece. En este trajín, hay algunos momentos logrados y otros que no hacen más que recurrir a meros golpes de efecto, como una montañita rusa de morondanga. Entre lo poquito que está muy bien, por parecer salido de la imaginería benéfica de la primera Insidious, aparece “el hombre encorvado”. El dibujito habita en el praxinoscopio de los niños. Su musiquita es juego para la niña y su hermanito tartamudo. Mientras cantan, el hombre encorvado camina como la sombra animada que es. Hasta que se materializa un par de veces. Son momentos bárbaros, que hacen que el espectador se pregunte qué tienen que ver con el resto de la historia, porque lo cierto es que no hay verosímil que los justifique.
En este camino, otro acierto es el de los gags; es decir, algunos momentos cómicos que hacen tambalear la certeza del espectador. Como cuando la familia entera escapa de la casa por corte directo, como respuesta fácil al susto de los muebles que se mueven. Así como la dentadura del fantasma (sí, la dentadura) o la reacción de los policías ante algo que se les escapa de las manos, mientras ensayan respuestas de fórmula para disimular el miedo que no quieren reconocer.
Tal vez, ése hubiese sido el camino mejor, el de hacer de la película el carrousel maléfico que no es. En lugar de ello, hay una predominancia de los signos más convencionales de la iconografía religiosa. No sólo como herramientas que permitan ayudar a rehuir espantajos. También a través de una monja cadavérica que ríe siniestra, y que se le aparece tanto a Lorraine como al propio Ed, en trances y sueños. Éste no puede dormir bien y la pinta. El cuadro disparará alguna situación más, muy predecible. Tales apariciones cumplen un carácter premonitorio y permiten que la película cierre con un desenlace que se vincula con el prólogo, mientras el peor temor de la buena de Lorraine pareciera corroborarse.
En fin, que no hay demasiados sustos que valgan la pena, y que lo que termina por imponerse es la blandura de este matrimonio que persigue demonios con cruces. La blandura, en todo caso, aparece por la ratificación de una moral bienpensante, que elige enfrentar esos miedos para que otros no los sufran. A partir de una película cuya estética efectista es incapaz de sentir el miedo que construye porque, sencillamente, no hay ahondamiento ni intención parecida.
Es paradójico, Insidious es una gran película. Pero, a esta altura, James Wan está lejos de lo que parecía.

Cabeza de Ratón - temporada 6. Rolle & Jáuregui (entrevista)



Las seis temporadas del ratón


Dibujos animados para la tarde del sábado. Cabeza de Ratón continúa en su tarea de difundir el cine animado de la ciudad. Diez episodios con música, cortometrajes y disparates.

Por Leandro Arteaga


El ratón más incorregible vuelve a la tele. Tiene predecesores ilustres, como Mickey y Ratontito, pero ninguno tan remendado y divo como él. Este sábado es el turno para su sexta temporada, por canal 5, a las 16.30. Con producción de Centro Audiovisual Rosario (Secretaría de Cultura y Educación), diez capítulos sumarán animaciones, música y videoclips, junto a cortometrajes realizados por egresados de la Escuela para Animadores y el taller Ceroveinticinco.
Pero las orejas del ratón no se dibujan solas. Ahí están, como siempre, Diego Rolle y Pablo Rodríguez Jáuregui, también docentes de la Escuela para Animadores (CAR). Jáuregui, de hecho, es el director de la EPA, y Cabeza de Ratón fue parte del mismo proyecto desde el vamos, cuando la Escuela se creara en 2006, “ya que preveíamos que íbamos a tener una producción anual de aproximadamente treinta nuevos cortos realizados, y considerábamos que el proyecto no estaba completo si esos cortos no se exhibían por un medio masivo”, explica Jáuregui a Rosario/12.
“En esta temporada, Cabeza de Ratón vuelve al rol original de presentador, e intentamos orientar los contenidos a un público más definido, estamos hablando de una franja etaria que va de los 8 a los 14 años, y que tenga atractivo para adolescentes y adultos. Además, nos preocupamos por generar un producto que esté técnicamente a la altura de cualquier serie animada pero sin perder la idiosincrasia propia”, agrega Rolle.
Quien impulsó el proyecto televisivo, allá por 2007 y todavía, es Horacio Ríos, entonces director del CAR. Fue él “quien nos pidió el esfuerzo de alcanzar una prolijidad y calidad técnica que nos permitiera ocupar la pantalla de un canal de aire -señala Jáuregui-. Hoy estamos cursando el décimo primer año de funcionamiento de la Escuela y la cantidad de alumnos y trabajos producidos se duplicó”.
-¿Cómo es la dinámica de realizar un envío semanal?
Jáuregui: -Producir una serie de diez episodios de media hora, con cien por ciento de material animado original, con un presupuesto modesto y un pequeño equipo de dibujantes, es una aventura quijotesca. Los episodios se animan a lo largo de aproximadamente un año y están terminados cuando la serie comienza emitirse.
Rolle: -Estuvimos trabajando durante dos años para poder llegar a estrenar en los próximos días un total aproximado de 200 minutos de animación. En cuanto a los contenidos, buscamos darle una estructura dinámica, que se vaya enlazando semana a semana; de esa manera, Cabeza de Ratón y sus amigos realizan una especie de sketch, en donde el Ratón decide hacer un curso por correspondencia y, obviamente, le sale todo mal. Habrá fragmentos de la película Guía de Rosario Misteriosa 2, y videoclips sobre temas del Quinteto Municipal de Cuerdas.
La persistencia de Cabeza de Ratón es fundamental, porque visibiliza al cine animado de la ciudad y región. Según Rolle, el programa “funciona como bastión de la animación independiente local y como vidriera de las producciones de los realizadores que recién comienzan”. Además, “los trabajos realizados y estrenados constituyen un antecedente sólido desde el cual los nuevos animadores pueden proyectarse hacia nuevos horizontes, ambiciosos y diversos”, completa Jáuregui.
Quien ya no es de la partida, debido a su fallecimiento todavía reciente, es el extraordinario José María Beccaría (BK&Basta). “Con la desaparición física de BK el programa quedó parado dos años con serio riesgo de discontinuarse, y el personaje del Elefante quedó mudo”, cuenta Jáuregui. Pero “en esta nueva temporada, Elmer Fante vuelve a hablar reutilizando audios de las temporadas anteriores”, adelanta Rolle, quien enumera lo mucho más que BK hacía: “realizaba videoclips y separadores muy divertidos, que le daban mucha frescura a cada capítulo. Como si eso fuera poco también colaboraba musicalmente, haciendo covers o componiendo temas originales; la nueva música para la presentación de esta temporada fue compuesta por él.”

miércoles, 15 de junio de 2016

Carlos Vogt: entrevista


Acá está la nota que le hicimos al gran Carlos Vogt, dibujante maestro, responsable de Mi novia y yo, Pepe Sánchez y la reciente Las tierras del oso (Milenario/Loco Rabia).

Nota realizada el 15/04/2016:
https://www.mediafire.com/?xs733i2iapmsnv1



El poder de la moda (2015, Jocelyn Moorhouse)



La venganza femenina viste de rojo


Un western en clave femenina, con trauma por resolver y madre de temer. Lugares comunes reformulados y una venganza que es disparo estético. Disfrutable y extrema, con predilección por el rojo.

El poder de la moda
(The Dressmaker)
Australia, 2015. Dirección: Jocelyn Moorhouse. Guión: Jocelyn Moorhouse y P. J. Hogan, sobre la novela de Rosalie Ham. Fotografía: Donald McAlpine. Montaje: Jill Bilcock. Música: Deavid Hirschfelder. Reparto: Kate Winslet, Judy Davis, Liam Hemsworth, Hugo Weaving, Julia Blake, Shane Bourne. Duración: 118 minutos.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga

Lo primero será cuestionar para desatender el título ridículo que significa El poder de la moda. Está en la línea del supuesto por Regreso con gloria para Trumbo. Tanto un caso como otro, son “traducciones” que conspiran contra las películas. En el caso de la primera, El poder de la moda la hace suponer cercana al mundo de la alta costura, peor aún, la rubrica como ámbito de consumación femenina. Al respecto, basta una de las primeras escenas para desmentirlo: “¿Dior?”, pregunta el policía a Myrtle. “No, es una versión mía”, responde.
En otras palabras, y con su título original, The Dressmaker es la vuelta al cine de Jocelyn Moorhouse, la directora de films como La prueba y En lo profundo del corazón, versión en clave rural del Rey Lear de Shakespeare, con protagónicos de mujeres insustituibles como Jessica Lange, Michelle Pfeiffer y Jennifer Jason Leigh. En una misma línea se inscribe la extraordinaria Kate Winslet en The Dressmaker, quien llega a su pueblito natal, ubicado en la Australia de los años ’50, con la convicción de una cowgirl predispuesta a enfrentarse con viejos cuatreros.
Así es como Myrtle (Winslet) arriba a su pueblo y a su historia, varada en un momento casi lejano, tanto como para que no se la recuerde demasiado. Su presencia golpeará de a poco, como si se tratase de fichas de dominó que comenzarán a caer lentamente, mientras procuran mantener el equilibrio.
En este sentido, la operación estética que juega la directora al situar a la mujer en un rol de preeminencia masculina, logra que su película dialogue con otros films de índole similar, como la última Mad Max y la anterior Rápida y mortal, el western feminista de Sam Raimi. En The Dressmaker –título que suena como si se tratara del apodo de una killer– resuenan los ecos del Clint Eastwood de La venganza del muerto, aquella película donde un jinete fantasma –para la desgracia de todos– volvía al lugar de donde alguna vez había partido.
 Al llegar, lo inmediato que hará esta chica de temple de acero y silueta robusta, es recuperar el vínculo con su madre. De manera tal que The Dressmaker, sobre todo, es el reencuentro crítico y molesto entre dos mujeres. Un duelo que dispara sobre el género western desde la relación entre una madre y una hija a la que no recuerda o no sabe bien quién es. Mejor aún, la gran actriz en cuestión es Judy Davis, y lo que pasa entre ella y la Winslet es de antología: casa venida a menos, mugrienta, así como esa madre ajada que no guarda reparos para sus palabrotas y ademanes. A la rastra, entonces, para meterla de cabeza en la bañera y ver si las ideas se aclaran.
Pero, ¿qué es lo que ha sucedido para que Myrtle sea tan despreciada? Las imágenes del inicio permiten inferir apenas, ya que tampoco ella lo recuerda demasiado bien. Sabe que se la ha acusado de manera infame, y que tuvo que irse cuando era una niña. Acá la paradoja lúcida, al dotar al personaje de un plus que no invalida la necesaria huida de pueblo semejante, algo que también hacía Edward Bloom en El gran pez, al relatar a su hijo, de manera idílica, cómo él y el amigo gigante eran despedidos con vivas y festejos; mentira: Edward no podía tolerar un día más ese pueblito de hipócritas, quienes seguramente le hayan ignorado o apedreado. Su grandeza estaba en eliminar ese rencor en el relato que hacía a su hijo. Pero Myrtle no es Edward, y su arribo al pueblito traumático no puede ser mejor: “Estoy de vuelta, bastardos”.
¿Es un western? Es un western. Acá no hacen falta armas de fuego, sino hilo y aguja: herramientas para despabilar los cuerpos femeninos y cambiar al mundo. Desde esta habilidad que Myrtle trae de París, pero antes todavía del hogar materno, se traba entonces una minuciosa redada que hará sucumbir de a poco los lugares instituidos. Como regente de este orden está el policía que interpreta admirablemente Hugo Weaving, él es quien identifica como Dior a la prenda de la Winslet. Nada más irónico: un policía que guste de la moda es raro.
Es más, el policía será una especie de eje sobre el que va y viene el derrotero del argumento. Cuanto más se sienta éste liberado, más cerca estará el film de su consumación: del sentir disimulado de la textura de las telas hasta la reprobación del uniforme azul cotidiano. El policía saldrá de closet, y con él toda la película.
Es por esto que The Dressmaker es un western inclasificable. A recordar: la acción se desarrolla en Australia y en los años ’50, con moda importada de París, y una historia de amor que inevitablemente nace. Por este tipo de gestos, el film de Moorhouse orienta para desorientar. Allí cuando todo pareciera encastrar, lo que sucede es la pronunciación de una misma herida. Myrtle deberá sufrir de manera repetida hasta que la absolución de su pena sea total. Allí estará la consumación de la venganza.
En el film ya citado, Eastwood terminaba por pintar al pueblo de rojo, como un infierno. Con la Winslet pasa algo similar: su primer llamada de atención la hace, de hecho, con vestido rojo. Y desde una puesta en escena que no dudará en extrañarse para desovillar la tontería del final feliz con parejita de telenovela, en un rol que concientemente lleva adelante Liam Hemsworth. Al tomar una decisión argumental y plástica semejante, The Dressmaker dispara también sobre esa fórmula donde la mujer es rescatada para ser llevada al altar. Así que nada de blanco, mejor el rojo. Es un desafío magnífico, porque engaña al espectador desde las mismas coordenadas de tanto cine adocenado.
Por todo esto es que no hay ningún poder puesto en la moda sino, en todo caso, en esta mujer, capaz de tomar al mundo en sus manos y de hacer que la misma moda trastabille y quede a sus pies. ¿Hacia dónde irá después? ¿Quién sabe? El destino nunca fue preocupación para las andanzas de ningún cowboy, tampoco lo será para esta chica. No es para menos, se trata de Kate Winslet, una de las mejores actrices del cine contemporáneo. ¿Cuál será su próxima película?