Al fantasma se le cae la dentadura
Con sobresaltos que no son más que golpes de efecto,
el matrimonio Warren vuelve a perseguir demonios. Una segunda parte que no
propone demasiado, previsible, con pocos momentos logrados. Con la dentadura
como prueba paranormal.
El conjuro 2
The Conjuring 2
(Estados Unidos, 2016) Dirección: James Wan. Guión: Chad Hayes, Carey W. Hayes, James Wan, David
Leslie Johnson. Fotografía: Don Burgess. Música: Joseph Bishara. Montaje:
Kirk Morri. Reparto: Patrick Wilson, Vera Farmiga, Frances O'Connor,
Madison Wolfe, Simon McBurney, Franka Potente, Lauren Esposito, David Thewlis. Duración:
133 minutos.
5 (cinco) puntos
Por Leandro Arteaga
Antes
que sospecha, ya se trata de una certeza. El malayo James Wan está sobrevaluado.
Está bien, algo de mérito le vale por esa película inevitable que es El juego del miedo. Pero mejor reparar
en la magnífica La noche del demonio
(Insidious), que tanto buen cine hizo presagiar. De todos modos, su secuela –a
cargo del propio director– fue pésima. Algo similar sucede con El conjuro.
Ambas
comparten el más allá como ámbito con el que batallar y congeniar. Pero la
manera de pararse frente al conflicto es diferente. En Insidious el demonio era poco visto, habitaba en un trance de niño
poseído, en coma, con padres peleados. Se sumaban al pleito personajes de
caricatura, cercanos a los Ghostbusters
pero también a Poltergeist, de Tobe
Hooper. Ir detrás del demonio era la gran aventura, de escalofrío.
El
caso de El conjuro, de todos modos,
fue sorprendente, al actualizar los hechos narrados en Aquí vive el horror (The Amytiville Horror, 1979) –cuya remake es mejor olvidar–, con fuerza
suficiente como para hacer de la dupla protagonista –el matrimonio demonólogo
Ed y Lorraine Warren– una mezcla justa entre verdad y ficción. Algo del impacto
tuvo que ver con sus intérpretes: Vera Farmiga y Patrick Wilson están
perfectos, con la Farmiga
vuelta nueva dama del horror, tras caracterizar a la mamá de Norman Bates en la
serie televisiva Bates Motel.
El conjuro
no sólo provocó una respuesta entusiasta, sino también la precuela (penosa) Annabelle, con la muñeca horrible como
protagonista. Como es de suponer, hay más Annabelle
en preproducción, y también más de Insidious,
cuya tercera parte ha sido también precuela. ¿Por qué? Porque se trata de
construir franquicias, y porque éstas responden a la lógica actual de los
universos expandidos, cuya narrativa fragmentada y compleja no es exclusividad
de los superhéroes.
Pero
de vuelta con El conjuro, habrá que
reconocer ciertos momentos soberbios, como el juego de las palmadas dentro del
caserón, cuyas sombras ocultas en armarios estaban dispuestas a ser de la
partida. Un clima ominoso cubría de a poco lo que tocaba para llegar al
desenlace premeditado y aburrido y eclesiástico. Los Warren, a no olvidar, actúan
como agentes del Vaticano, con salmos y cruces benditas. Y El conjuro, más vale, está bien lejos de ser El exorcista. Por eso, su final se asemeja al que el mismo James
Wan ya ensayara en Sentencia de muerte,
con Kevin Bacon vuelto agente del ojo por ojo, en un film que parecía trabajar
un grotesco que luego desdice.
El conjuro 2,
en este sentido, profundiza una misma vertiente conservadora, que no contiene
metafísica alguna sino un mero juego de espejitos. Los Warren se desplazan
ahora a Londres para ayudar a una madre sola, con cuatro hijos, en una casita
que sobrevive a la humedad y el poco dinero. La historia, se aclara, es real.
Qué poco importa. Mejor estrujarla, así como lo supone la caracterización de la Farmiga, tan hermosa y sin
embargo abotonada hasta el cuello como monja de clausura. Para el caso, hay una
escena íntima en la habitación de huéspedes, donde marido y mujer deben dormir
en camas separadas. Un diálogo algo sinuoso lo advierte de manera irónica. Es
decir, ¿se desabrochará, alguna vez, ese primer botón?
Pero
de vuelta, el caso está en tener fe, en creer. Acá, no está mal, el caso de la
fe es no sólo con la Biblia
sino también con la pequeña que habla con voz ronca y se levanta sonámbula a
los gritos. A partir de allí, el crescendo que permita descubrir si es lo que
parece. En este trajín, hay algunos momentos logrados y otros que no hacen más
que recurrir a meros golpes de efecto, como una montañita rusa de morondanga.
Entre lo poquito que está muy bien, por parecer salido de la imaginería
benéfica de la primera Insidious, aparece
“el hombre encorvado”. El dibujito habita en el praxinoscopio de los niños. Su
musiquita es juego para la niña y su hermanito tartamudo. Mientras cantan, el
hombre encorvado camina como la sombra animada que es. Hasta que se materializa
un par de veces. Son momentos bárbaros, que hacen que el espectador se pregunte
qué tienen que ver con el resto de la historia, porque lo cierto es que no hay
verosímil que los justifique.
En
este camino, otro acierto es el de los gags; es decir, algunos momentos cómicos
que hacen tambalear la certeza del espectador. Como cuando la familia entera
escapa de la casa por corte directo, como respuesta fácil al susto de los
muebles que se mueven. Así como la dentadura del fantasma (sí, la dentadura) o
la reacción de los policías ante algo que se les escapa de las manos, mientras
ensayan respuestas de fórmula para disimular el miedo que no quieren reconocer.
Tal
vez, ése hubiese sido el camino mejor, el de hacer de la película el carrousel
maléfico que no es. En lugar de ello, hay una predominancia de los signos más
convencionales de la iconografía religiosa. No sólo como herramientas que
permitan ayudar a rehuir espantajos. También a través de una monja cadavérica que
ríe siniestra, y que se le aparece tanto a Lorraine como al propio Ed, en trances
y sueños. Éste no puede dormir bien y la pinta. El cuadro disparará alguna
situación más, muy predecible. Tales apariciones cumplen un carácter
premonitorio y permiten que la película cierre con un desenlace que se vincula
con el prólogo, mientras el peor temor de la buena de Lorraine pareciera
corroborarse.
En
fin, que no hay demasiados sustos que valgan la pena, y que lo que termina por
imponerse es la blandura de este matrimonio que persigue demonios con cruces.
La blandura, en todo caso, aparece por la ratificación de una moral
bienpensante, que elige enfrentar esos miedos para que otros no los sufran. A
partir de una película cuya estética efectista es incapaz de sentir el miedo
que construye porque, sencillamente, no hay ahondamiento ni intención parecida.
Es
paradójico, Insidious es una gran película.
Pero, a esta altura, James Wan está lejos de lo que parecía.
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