El fantasma de tiempos pasados
Con interpretaciones magistrales, 45 años aborda la
crisis de una pareja. El fantasma de una antigua relación, los celos y el
disimulo. Un guión preciso, donde los pequeños detalles articulan miedos
mayores.
45 años
(45 Years)
(Reino Unido, 2015) Dirección: Andrew Haigh. Guión: Andrew Haigh, a partir del cuento de David
Constantine. Fotografía: Lol Crawley. Montaje: Jonathan Alberts. Reparto: Charlotte Rampling, Tom Courtenay,
Geraldine James, Dolly Wells, David Sibley, Sam Alexander, Richard Cunningham. Duración: 95 minutos.
8 (ocho) puntos
Por Leandro Arteaga
Las mujeres fantasmas son irrebatibles. Ahí está el
cine para corroborarlo: ha sido temática preferencial de Alfred Hitchcock en La dama desaparece y Vértigo. El cine negro la ha invocado en
títulos como La dama fantasma, de
Robert Siodmak, y Laura, de Otto
Preminger, inscriptas en un año sintomático: 1944. Luego vendría Trágica sospecha (1951), de Robert Wise,
con el horror de los campos de extermino como herencia irresoluble. Tal es la
línea sugerida también por esa obra maestra reciente que es Ave fénix, de Christian Petzold.
Ahora bien, al hablar de maestros, Hitchcock otra
vez. De entre su cine de mujeres inasibles, destaca Rebecca (1940), sombra terrible que acecha sobre los designios de
la pareja que conforman Laurence Olivier y Joan Fontaine. Rebecca descansa
entre las habitaciones y pasillos de Manderley, esa mansión en donde un ama de
llaves custodia la memoria y presencia de la muerta.
En este sentido, 45
años propone una variación cercana, pero con el tiempo ya sucedido. “¿Recuerdas?
Te he hablado de Katya”, le dice Geoff a Kate (Tom Courtenay y Charlotte
Rampling). La carta intempestiva marca el inicio, el quiebre, la develación de
la mirada sesgada. Que Katya haya sido relegada a algún rincón oscuro, no
significa que hubiese desaparecido. Ese lugar, de hecho, tiene en la casa de
esta pareja su recoveco en el altillo, allí donde Geoff guarda memorias dentro
de cajas, papeles y diapositivas. “¿Por qué no nos hemos sacado fotografías?”,
preguntará Kate.
La misiva, efectivamente, arriba desde otro tiempo,
en otro idioma. Su lectura fuerza a Geoff a balbucear un alemán que no
recuerda, pero que en algún lugar suyo todavía anida. Kate le ayuda, pero hay
gestos que la traicionan, retraen, que dicen que no quiere hacer lo que
fatalmente invoca. Katya es el amor de un tiempo lejano, que surge de manera
inmaculada, desde la imagen intacta: la carta informa sobre el hallazgo de su
cuerpo, congelado en un glaciar, desde el día del accidente fatal.
Geoff altera su habla, sus lecturas –Kierkegaard
vuelve sobre sus preocupaciones; Kate le reprocha tal inutilidad: “hay por lo
menos tres ediciones de ese libro, nunca superas los primeros capítulos”–, el
cigarrillo se apodera de él otra vez. El tiempo se extraña, los días dejan de
suceder tal como lo hacían, mientras la cuenta regresiva sobre la fiesta, de
apenas una semana, sucede.
De este modo, 45
años dramatiza la superposición entre un tiempo cuantitativo y otro
subjetivo: a partir de la madeja desovillada de recuerdos que el cuerpo inerte
de Katya provoca. Así, los intertítulos recuerdan el paso del tiempo a través
del nombre de los días, mientras Geoff desvaría entre los paseos a solas, la
vitalidad sexual, y la posibilidad de viajar al encuentro con su otrora amada.
Kate le persigue, le vigila. Pide consejos, sabe que
hay algo que se ha despertado de manera inesperada. La semejanza de su nombre
con el de aquella, acentúa la simetría. Por esta referencia, 45 años merece también ser pensada a
partir de Vértigo, donde James
Stewart habrá de vestir y adornar a Kim Novak hasta lograr la superposición
entre la realidad y su fantasía. La
Novak lo vive de manera quebrada, a sabiendas de tener que
dejar de ser quien es para estar con él. Así como Stewart, el Geoff de
Courtenay naufraga desesperado, perdido y enamorado de otra mujer. Entonces,
mejor será entender que 45 años no es
un film sobre la crisis repentina de un hombre, sino sobre la crisis repentina
de esta mujer.
Es ella quien finalmente descubre en su compañero de
vida una mirada atrapada en otros ojos, cuya captora descansa indemne en su
agonía de tiempo detenido; así como en esas fotografías que se empecina en
descubrir, y que encierran más, como si fuese el impacto final, de esos que
hacen temer a estos fantasmas. Será a la manera de un golpe de gracia, luego de
que su perfume invada los ambientes de esta casa donde el dominio fuera sólo de
ella, tal vez ilusoriamente.
Es por eso que la canción “Smoke gets in your eyes”,
de Los Plateros, será prólogo y epílogo del drama. Primero desde su alusión,
como elección para esa fiesta en donde celebrar, entre otras cosas, con la
canción preferida; después, como reversión de lo sucedido, como mirada romántica
quieta ante el humo que finalmente se disipa. Para hilvanar ambas instancias, 45 años apela a detalles numerosos, que
habrán de llevar la relación entre Kate y Geoff al momento límite, como formas que
ambos alternan para sostener, así, lo que deben parecer: una pareja feliz.
Es destacable la caracterización conjunta de
Rampling y Courtenay, desde matices que se tocan de maneras ambiguas, a partir
de la rutina, a partir del cariño. Son dos intérpretes soberbios, sin reemplazo
posible. Las miradas ladinas de ella, el caminar desasosegado de él. Es un film
de momentos íntimos, en donde el espectador está invitado a participar pero sin
entrometerse, a través de dilemas que merecen silencio, pesar, malestar. Con la
ironía puesta en la vida como tiempo sucedido, en su angustia, con las
experiencias que no pudieron ser de otro modo.
Cuando Kate se detenga en la curiosa coincidencia de
fechas entre la muerte de su madre y la de Katya, hay algo más que rebota y no
se aplaca. Casi como si luego de este suceso, no hubiese habido en ella nada
más que Geoff. La desorientación –tal vez, mutua- tendrá en la celebración su
momento mayor, sometidos como lo estarán a la mirada pública, al rito social.
Una vez allí, el discurso de Geoff será momento
soberbio. La manera desde la cual el gran Tom Courtenay lo interpreta (ese actor
mayúsculo, rostro del cine inglés de vanguardia, elegido por notables como Tony
Richardson y Joseph Losey), con maneras vocales que dan énfasis y que simulan
pero, finalmente, se abren al sentimiento, logran la síntesis de este film destacable,
al caminar sobre un límite difuso, sin aportar la pieza última que explique
sino, antes bien, al localizar el drama en la intimidad del espectador, a
partir de un primer plano desmembrado, sólo posible en esa actriz única que es Charlotte
Rampling.
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