El río que es como una
anaconda
Entre la recreación histórica y el mito, la película
colombiana se sumerge en el Amazonas. La música y los idiomas, la violencia y
la religión. La visión mística y un mundo que desaparece.
El abrazo de la serpiente
(Colombia/Argentina/Venezuela,
2015)
Dirección: Ciro Guerra. Guión: Jacques Toulemonde, Ciro Guerra. Fotografía: David Gallego. Música: Nascuy Linares. Montaje: Etienne Boussac. Reparto: Brionne Davis, Nilbio Torres, Antonio Bolívar, Jan
Bijvoet, Nicolás Cancino, Yauenkü Migue, Luigi Sciamanna. Duración: 125 minutos.
8
(ocho) puntos
Por
Leandro Arteaga
Hay una afinidad dual en El abrazo de la serpiente. Responde a la necesidad de su puesta en
escena, de una claridad formal que asombra, rodada como está en el Amazonas
colombiano, entre su forestación bella y terrible. Rasgo que la asemeja, como
experiencia física, al cine del alemán Werner Herzog. Pero antes bien, de lo
que acá se hablaba es de la dualidad.
En principio, podría pensarse la cuestión desde las
instancias que son el inicio y el final, como extremos que se tocan porque de
lo que se trata, dada la figura que el título propone, es de una serpiente. La
boca que muerde su cola conforma el ciclo, para que la historia pueda ser contada
otra vez, al volver indisociables el desenlace y su comienzo. De este modo, la
película del colombiano Ciro Guerra encuentra su estructura –su mirada de
mundo, su puesta en escena–, al emparentarse con un relato mítico, de pleito
inevitable con el saber científico del hombre blanco.
Lo que allí anida, entonces, es un relato bifurcado,
que se sostiene a través de dos investigadores verídicos –Theodor Koch-Grünberg
y Richard Evans Schultes–, cuyo relevo de información ha permitido arañar algo
de lo mucho que no se sabe acerca de tantos pueblos originarios. El film de
Guerra recrea/mitifica a los científicos y articula sus viajes a través del
diálogo temporal que hilvana la figura de Karamakate, un chamán que vive solo,
como un vestigio de lo que ha sido porque, parece, presiente lo que finalmente
sobrevendrá (en todo caso, esto es algo que podrá desprenderse de la totalidad
del film).
Karamakate será, a su vez, dos personas: una de
ellas, joven y desafiante (Nilbio Torres), en compañía del alemán Koch-Grünberg
(Jan Bijvoet); la otra, más añoso y templado (Antonio Bolívar), a la par del
norteamericano Schultes (Brionne Davis). Situación que resulta en clave
espejada, que también se piensa desde el mismo paso del tiempo en la persona
que es eje del relato. En este sentido, el film vuelve casi indistinguible el
lugar desde el cual situar su piedra de toque temporal; es decir, ¿la película
hace pie a partir del joven o del viejo Karamakate?
Mejor todavía, es la interrelación entre ellos lo
que puede percibirse, a través de la alteración temporal que el montaje
permite, sin pauta cronológica estricta, si bien con episodios que evidencian
un antes y un después. De todas formas, lo que está en juego es la imagen
devuelta. Tanto la visita del alemán como la del estadounidense, separadas en
el tiempo, son guiadas por el interés en la planta sagrada que se denomina
yakruna. Sólo Karamakate puede arribar a su encuentro, no sólo como destino por
el que se esmeran los dos científicos, sino por la necesidad del recuerdo que supere
al olvido. El recuerdo es el móvil del chamán viejo, preocupado por un saber que
se está escapando con él. La planta alucinógena espera paciente; y de acuerdo
con la propuesta formal, serán dos apariciones diferentes las que le tengan por
protagonista.
De esta manera, El
abrazo de la serpiente se enrosca sobre sí en su propuesta temporal, porque
posee una comprensión del tiempo que no es meramente cuantitativa, sino acorde
con la percepción de una vida que equivale a la de muchos pueblos, cuyas culturas
han sido vejadas, sometidas. Este es el lugar mayor del film colombiano, porque
lo aleja de declamaciones o bajadas de línea con mensaje, mientras articula una
concepción de mundo (y del tiempo) a la que logra hacer comulgar con el montaje
cinematográfico.
No faltarán los momentos más crueles, también
grotescos. Si los idiomas indígenas guardan una musicalidad casi indescifrable,
las lenguas más cercanas al espectador –español y portugués–, son las que saben
pronunciar la palabra “caucho” con un esmero distinto. Lo evidencia el momento
del cuchillazo sobre el árbol, de cuya corteza comienza a brotar el líquido
blanco. La relación sígnica con la espalda del niño, herida a latigazos,
promueve el uso de otra violencia. No será casual que quien responda a esta
humillación, pero de un mismo modo, sea Manduca (Yauenkü Migue), el esclavo o
asistente del alemán, alguien nada indiferente a las enseñanzas de estos
blancos locos. El gesto no es menor, está claro, ya que acentúa en el “mestizo”
una crisis que no podrá ser resuelta. Es por esto que también Manduca cumple
una función dual en la película, atrapado como está en su identidad doble.
El episodio señalado ocurre durante una noche de
descanso, en la misión donde reina el terror de un religioso capuchino. Ese mismo
lugar será revisitado, ahora en manos diferentes, con un lunático que se cree
encarnación divina, para terminar ofrendando su propio cuerpo a los dientes de
sus súbditos. Las dos son variaciones de una misma sujeción, ante las cuales el
chamán emplea su paciencia furibunda. Porque de lo que se trata es de poder
consumar su historia personal, para cumplir con el término del ciclo. Ahora,
más que nunca, es necesario recordar lo que se es, porque tal como le dice al
alemán: “Su ciencia sólo conduce a esto: la violencia”.
Párrafo aparte merece la dirección fotográfica de El abrazo de la serpiente, de un blanco
y negro que hace olvidar la supuesta necesidad del color. La selva aparece como
un abismo, también hermosa. Los sonidos de este mundo invaden al espectador
entre murmullos de agua y animales. La única intrusión blanca que es acorde está
en la música, allí cuando un gramófono despida un sonido que haga a Karamakate prestar
una atención particular: la música es capaz de hablar por encima de todos los
idiomas.
El abrazo de
la serpiente
ha sido premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata como Mejor Película,
además de ser nominada en la categoría Mejor Film Extranjero en los últimos
premios Oscar.
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