lunes, 31 de diciembre de 2012

The Hobbit y demás... (2012, Peter Jackson)


Sobre los pobres éxitos de taquilla


El Hobbit promete alcanzar o superar el éxito de El Señor de los Anillos. Demasiado dinero, muchos espectadores, y un mismo cine cada vez más lejano.
 
Por Leandro Arteaga

¿Por qué otra trilogía sobre El Señor de los Anillos? O también, con otros ejemplos: Dustin Hoffman elije producir una serie propia (Luck, ya cancelada) ante la pobreza cinematográfica, el zapping del domingo deja entrever al actor Peter Coyote (notable en Perversa luna de hiel, de Polanski) como partenaire en una secuela execrable de Dr. Dolittle y sus animales parlantes, Tim Robbins acusa al cine norteamericano de adolescente y falto de propuestas, el realizador australiano John Hillcoat no puede creer que el Batman de Nolan sea la maravilla que la crítica pretende (y rememora, para ello, la propia historia magnífica del cine de EE.UU.) a la par de sus complicaciones para realizar Los ilegales (pendiente de estreno en Rosario), las series televisivas hace bastante que han ganado la partida desde una articulación y reformulación inagotable de los géneros (antes) cinematográficos...
Lo último es curioso. El teórico Ángel Faretta señala que la televisión fue creada para enfrentar al cine. Hoy podría decirse que el cine ha perdido la batalla y que la televisión, para ganarla, hubo de deglutir lo mejor de Hollywood. De todas maneras, sea buena o mala, la televisión es siempre televisión, nunca cine. Al cine se lo ve en el cine, sin pausas, rebobinados, espacios publicitarios, ni teléfonos hogareños (aún cuando muchos prefieran entorpecer el disfrute al contestar su celular). ¿Qué es lo que hoy en el cine se ve? En términos de propuestas de Hollywood, poco, nada, o más de lo mismo. Vale decir, películas pensadas para, justamente, personas que gustan de atender su teléfono celular. (A propósito, se habla de cifra histórica en la cantidad de espectadores rosarinos; pero lo que no se dice es cuánto dinero hay que pagar por una entrada. Es decir, ¿quiénes son los que hoy pueden ir al cine? Respuesta: los que gustan de ir con sus telefonitos celulares. Ellos son la cifra histórica).
Todo esto como corolario, o reacción apenas, de lo que significa este Señor de los Anillos remozado. Otra trilogía más. ¿Qué necesidad? ¿Monetaria? Pero Hollywood siempre fue comercial, de manera tal que no sería explicación suficiente. ¿Incapacidad cinéfila/cinematográfica? Tal vez, si es que se puntualiza en la figura que ha hecho a Hollywood posible: el productor. Según Godard, los productores siempre fueron rufianes, pero sabían de cine. Hoy, devenidos empresarios, sólo persiguen números. Además, la incapacidad fílmica no sería tal si se vuelve sobre el talento admirable que despliegan series televisivas como Boardwalk Empire, The Walking Dead, Mad Men, Fringe, entre otras. Pero, se decía, esto es televisión, aún cuando varias de estas series estén hábilmente atravesadas por gente de cine. Lo que equivale a señalar que el cine ha sido y seguirá siendo matriz para el despliegue audiovisual actual y potencial.
De lo que aquí se habla, eso sí, es de Hollywood. O también: de la muerte de Hollywood. Porque Hollywood y su cine han sido. Ya no más, sino sólo estertores que rubrican su muerte. Cuando aparece algún film digno de atención –Drive, de Winding Refn; Los ilegales, de Hillcoat- lo es por rememorar aquello que Hollywood fue y, justamente, ya no es. Si antes era tiempo de héroes y antihéroes, ahora lo es de superhéroes. No habrá de quedar historieta ni poder mágico que filmar y explotar. Aunque no desde la mixtura de lenguajes o la reflexión de un medio sobre otro, sino desde la apabullante pantalla 3D, los efectos digitales, las explosiones sonoras, el entretenimiento interminable y, las más de las veces, desde una lectura reaccionaria y repudiable.
Nada de lo dicho es novedoso, demasiado fue filosóficamente alertado así como ahora corroborado. ¿Pero qué tiene que ver esto con El Hobbit? Todo. Es decir, Peter Jackson fue, alguna vez, un gran director de cine. De películas modestas, independientes, irreverentes, y también desagradables. El gusto por el gore, por la violencia y la diversión, terminaron por llevarle a un primer idilio de gran producción contenido en dos películas: una muy buena, Muertos de miedo; la otra excelente, Criaturas celestiales. Hasta que llegó la posibilidad de filmar a Tolkien y allí cambió todo. Oscars, montajes distintos para la exhibición comercial y el dvd, niño mimado de la industria, etc. King Kong no tuvo la misma repercusión y Desde mi cielo fue, por lo menos, pudorosa en grado extremo, a la vez que constataba un cine personal ya irrecuperable.
Que Jackson deba filmar otra vez a Tolkien conduce al inicio de esta nota. ¿Qué necesidad? ¿Monetaria? ¿Incapacidad fílmica? ¿Otra vez tres películas de tres horas? ¿Concebidas desde un librito para niños legible en apenas media tarde? En todo caso, basta con situar esta nueva trilogía dentro de lo que cinematográficamente Hollywood hoy es (porque, como se señaló, ya no es): una nueva trilogía de La guerra de las galaxias en camino, secuelas para todas las películas con superhéroes, vampiros eunucos y seriados (Amanecer, Crepúsculo…), remakes de películas no-norteamericanas de éxito probado, catarata de películas de animación digital, y una adoración por la tecnología y sus avances que ya es defunción para el viejo celuloide.
Este último aspecto supo ser referido por Martin Scorsese en su recorrido centenario sobre el cine norteamericano: A Personal Journey Throug American Movies (1995). Allí el gran realizador auguraba un camino de desarrollo fílmico/tecnológico imprevisto, con la referencia puesta en el cine de Kubrick. Pero la fórmula se ha dado vuelta y es hoy la tecnología la que dicta sentencia. El cine ha sido supeditado, y por eso también fulminado. Nada de apocalipsis en esto, sino sólo una lectura inmediata, con excepciones varias, pero con la certeza de que La invención de Hugo Cabret no deja de ser testimonio melancólico de lo que Hollywood ya no es.
Seguramente se seguirán haciendo películas muy buenas pero nunca más -¿quizás sí?- desde Hollywood porque Hollywood, simplemente, ha dejado de ser. El ser es esencia y es ella la que cambió. Como un corazón que sabe cómo latir al compás del vaivén económico, “Hollywood” hoy privilegia a ese espectador que gusta de atender su teléfono celular. El mismo que se jacta de un récord histórico.
 
El Hobbit: Un viaje inesperado
(The Hobbit: An Unexpected Journey) EE.UU., 2012. Dirección: Peter Jackson. Guión: Guillermo del Toro, Peter Jackson, Fran Walsh, Philippa Boyens. Fotografía: Andrew Lesnie. Música: Howard Shore. Montaje: Jabez Olssen. Intérpretes: Ian McKellen, Martin Freeman, Richard Armitage, Ken Stott, Graham McTavish, Hugo Weaving, Cate Blanchett. Duración: 169 minutos. Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
5 (cinco) puntos

Marley (2012, Kevin Macdonald)


Recorrido previsible y sin fisuras


Por Leandro Arteaga

Hay veces en las que el mero hecho de citar un nombre provoca ganas de cine. Es decir, un film sobre Bob Marley no puede resultar indiferente a quienes gusten del músico. De manera tal que la expectativa viene sola, está dada de antemano. Y si lo que se promete es documentar su vida, aparecen también la posibilidad de exhumar material de archivo, de ver testimonios de primera mano, de asistir a un retrato siglo XXI acerca de alguien que ayudara a definir, justamente, el siglo precedente.
Todo esto está en Marley, título rápidamente elegido para la película del escocés Kevin Macdonald (El último rey de Escocia), pero lo que no está o quedó por el camino son las ganas de cine. Por eso, y en síntesis, Marley es de una previsibilidad mayúscula. Algo que se intuye desde su mismo inicio porque, en tanto comienzo, elige el principio de la historia a narrar. De allí en más, un devenir cronológico inevitable, que pareciera dar razón a la manera con la que André Bazin supiera definir a la muerte: la victoria del tiempo.
Si la muerte es la victoria del tiempo, el cine es su transgresión. En la también reciente George Harrison: Living in the Material World, que Martin Scorsese realizara para la televisión, se asiste a un rompecabezas temporal que desarma, rearma, hace confluir, mientras permite al espectador completar con sus saberes o también intuir. Nada de esto en Marley sino, antes bien, una explicación de manual para seguir carrera y vida del gran músico jamaiquino. (Sin olvidar que el propio Scorsese, a partir de diferencias de contrato, se bajó de este proyecto)
Para ello, un desfile de bustos parlantes comparece con sus datos y experiencias de manera ordenada ante la cámara. Y cuando aparecen cuestiones más urticantes –caso Peter Tosh, las desavenencias y diferencias de criterio comercial, también espiritual- sólo se las menciona como datos al pie, sin necesidad de profundizar. Como pastillas de color que no quitan progresión musical a unos Wailers que rápidamente encuentran reformulaciones desde el sostén intocable de Marley.
Hay mucho respeto y, por ello, poco de cine en el cine. El Marley de Macdonald parece un registro televisivo con el cual, vía reverso, Scorsese sabe hacer cine. De todos modos, el recorrido sobre el músico arroja costados de interés, tales como la persistencia para llegar al público negro, el mestizaje sufrido, los rechazos, su solidaridad, el éxtasis en escena, su porfía por el fútbol, la paternidad gélida, la admiración femenina, el cariño de sus pares.
Y la música, que llena la pantalla y hace de este viaje algo con ganas de ser revivido. Hay grabaciones primerizas, otras matutinas (momento en el que a Marley le gustaba componer), siempre al compás de la marihuana primera, capaz de relajar lo suficiente como para hacer música. Claro que a la película bien le habría venido un poco más de este humo particular.
 
Marley
EE.UU./Inglaterra, 2012. Dirección: Kevin Macdonald. Fotografía: Mike Eley, Alwin Küchler, Wally Pfister. Montaje: Dan Glendenning. Duración: 144 minutos. Con testimonios de Bob Marley, Ziggy Marley, Jimmy Cliff, Lee Perry, Cindy Breakspeare. Salas: Showcase.
6 (seis) puntos

The Perks of Being a Wallflower (2012, Stephen Chbosky)


Adolescentes de problemas bonitos


Por Leandro Arteaga

Ventajas de ser invisible o adolescente o casi adulto o casi niño o de vivir en una película norteamericana. La cual, a su vez, es traslación del libro best-seller del propio realizador, publicado unos diez años atrás. Entonces, retrato ahora cinematográfico de lo que la adolescencia es o pareciera ser desde el prisma supuesto por la american high-school. No en vano, habrá de recordarse, tantas películas de terror eligen allí uno de sus escenarios predilectos. A lo que cabe agregar la sentencia y desconfianza de Stephen King hacia todo aquél que diga haber disfrutado de su paso por el secundario. Y si no, a recordar Carrie.
Época retraída, de turbaciones, etc., etc., con la figura de literato en ciernes que significa Charlie (Logan Lerman), en la compañía feliz de los dos hermanastros que personifican Ezra Miller y Emma Watson: ella de “pasado” a superar, él con su homosexualidad apenas encubierta. Charlie encuentra en ellos el reparo impensado, el despertar sexual, las primeras fiestas, la marihuana, David Bowie, y los compilados en cassettes. Más una escenificación de The Rocky Horror Picture Show como expresión justa de la edad acuciante y de la década en la que se imprime.
De allí a ponderar que la película de Stephen Chbosky sea un retrato generacional… hay un hiato enorme, abismal, porque nada supone que lo allí expuesto sea trasladable a otras realidades. Así como tampoco se distingue una mirada que se arriesgue de manera profunda, que desmenuce lo que anida allí, por turbulento, para hacer de la adolescencia norteamericana un peaje insoportable (algo que sí, justamente, realizan King y/o De Palma con Carrie). Antes bien, Las ventajas de ser invisible trata de una historia singular, centrada en alguien disfuncional; es decir, el individuo que carece de tacto social porque hay algo que provoca su malestar.
En Una nación bajo las armas, a Michael Moore le basta un paneo de cámara para decir mucho más. “La culpa es de él” dice el gesto del adolescente, la cámara sigue el dedo acusador y descubre al marginado, gordito y solo en la high school. Todo lo que cifran estos segundos de toma ininterrumpida arrojan estupor, mientras Las ventajas de ser invisible no hace más que pintar una acuarela de niños bonitos, ya crecidos como para seguir en sus roles de Percy Jackson (Logan Lerman) o de amiga de Harry Potter (Emma Watson), con tribulaciones de dinero asegurado y de medicina pre-paga.
Está bien, no se trata de desmerecer ni de menospreciar el momento crítico que el bueno de Charlie reprime para, así, continuar su vida. Sino de juzgar una película en tanto película, de manera tal que una vez resuelto el dilema personal, todo habrá de cristalizar hacia una resolución formal, límpida, que dé por superado el peaje aludido. En otras palabras, problemas singulares, pero nunca sociales.
 
Las ventajas de ser invisible
(The Perks of Being a Wallflower) EE.UU., 2012. Dirección: Stephen Chbosky. Guión: Stephen Chbosky, a partir de su novela. Fotografía: Andrew Dunn. Montaje: Mary Jo Markey. Música: Michael Brook. Intérpretes: Logan Lerman, Emma Watson, Ezra Miller, Dylan McDermott, Paul Rudd, Tom Savini. Duración: 102 minutos
5 (cinco) puntos

Another Silence (2912, Santiago Amigorena)


Venganza y silencios morales

Por Leandro Arteaga

El derrotero del film de Santiago Amigorena (también responsable de Algunos días en Septiembre, con Juliette Binoche y John Turturro) comienza de manera vertiginosa, como un sobresalto, con todo a punto de estallar o ya estallado. En Toronto y con ella en bancarrota moral (Marie-Josée Crozie), mujer policía sin familia, que ha quedado turbada para siempre en el entramado de un complejo rompecabezas circular, puro vértigo armado con los juguetes y muñequitos del hijo muerto. Toda una imagen.
A partir de allí, el devenir argumental y hacia el sur, con Argentina y La Boca como punto a alcanzar. A la manera de una vengadora anónima o no tanto, que con su pistola calzada en el cinto persigue el paradero del responsable. El gatillo que mató será también punta de ovillo que desmadeje toda una historia detrás, en una red que vincula justicia con venganza o al revés para, otra vez, cobrar venganza.
Cómo se llega a la Argentina es algo que se intuye antes que se explica, porque así como se arriba a la Boca, se irá después a La Quiaca y al límite mismo con Bolivia. Viajes elípticos, apenas esbozados, pero con la cámara en cada uno de estos lugares como testigo de la tierra, del aire, de los paseantes fortuitos, aunque sin una ilación precisa, que permita percibir el recorrido emocional de la protagonista, plena de palabras ausentes, de silencios morales.
 Hay mucho de atractivo en todo esto, pero sin una claridad que deje al espectador sentirse allí dentro, en el calor del norte, en el medio de la balacera, en el dolor sin nombre. Algunos momentos de suspenso temporal, donde lo que sucede queda alterado por el ambiente de calor, por la tierra que sopla el viento, se resuelven drásticamente, con escenas de violencia rápida. Puede ser, con seguridad, una antítesis pretendida, pero que no significa demasiada carnadura para el relato, más atento a las formas que construye que a las sensibilidades que debieran acompañarlas.
En este sentido, no hay demasiado verosímil desde los personajes secundarios, encargados de permitir el entramado dramático para que se consiga el momento deseado: el encuentro final entre asesino y policía. Es así que habrá quien ayude, a último momento, a esta antiheroína por motivos que no se conocen muy bien, quizás por una cuestión de empatía (pero que, otra vez, al espectador no le llega).
Alcanzado el momento cúlmine, donde el film habrá de dirimirse, antes que un argumento por concluir lo que surge es el planteo moral del film. En este sentido, Otros silencios es digna, al devolver un prisma desolador, sin resolución feliz posible.
Hay elementos de cine negro, hay momentos de road-movie, hay situaciones de extrañeza visual, pero desde una mezcla tal que, quizás por una indeterminación pretendida, no termina –a juicio de quien escribe- por solidificar una película completa, que provoque algo de apego emocional.
 
Otros silencios
(Another Silence) Francia/Argentina/Canadá/Brasil, 2011. Dirección: Santiago Amigorena. Guión: Santiago Amigorena, Nicolás Buenaventura. Fotografía: Lucio Bonelli. Montaje: Véronique Bruque, Ana Remon. Intérpretes: Marie-Josée Crozie, Ignacio Rogers, Tony Nardi, Benz Antoine, Ailín Salas, Martina Juncadella.
Duración: 90 minutos.
5 (cinco) puntos

sábado, 29 de diciembre de 2012

Gabriel Ippóliti/Edén Hotel: entrevista


El Che Guevara y los nazis escondidos

El nivel admirable de Gabriel Ippóliti es recurrente para la historieta europea. Su trabajo más reciente lo está publicando Fierro, es imperdible, y lo tiene al Che de protagonista.

Por Leandro Arteaga

“Enero de 1947, ciudad de La Falda, provincia de Córdoba, Argentina” se lee en el primero de los cuadritos. Y a continuación: “Era apenas un niño la última vez que lo vi. ¿Cuánto puede cambiar un muchacho como él en seis años?”. Quien habla es Helena, una muchacha que espera en el andén ferroviario la llegada de un joven Ernesto… Guevara. Y a partir de allí, los recuerdos y el salto en el tiempo hacia 1937, con un escenario que es título para la nueva historieta del tándem Diego Agrimbau/Gabriel Ippóliti: Edén Hotel.
Se trata de la cuarta colaboración entre el dibujante santafesino y el guionista de Buenos Aires, precedida por La burbuja de Bertold (2005), El gran lienzo (2006) y Planeta Extra (2009). Todas realizadas para Europa, con ediciones en varios idiomas y premios internacionales. Las dos primeras han sido publicadas en Argentina gracias a Historieteca. Y Edén Hotel puede leerse de manera seriada, actualmente, en las páginas de revista Fierro, que edita Página/12. Sólo queda, entonces, alquilar una habitación en este hotel de recuerdos, disponerse a la lectura, y entrever qué oscuros designios son los que guardan estas paredes legendarias, reducto de nazis refugiados.
“Es una idea que tuvo Agrimbau desde hace un tiempo” explica Gabriel Ippóliti a Rosario/12. Fue pensado para Francia y se remonta a la época en la que teníamos contacto con una editora que nos publicó La Burbuja de Bertold en Albin Michel. Le había encantado, el trato prácticamente estaba cerrado, pero a último momento el editor general dijo que no, que no le interesaba y quedó archivado. Al poquito tiempo, Agrimbau estaba presentando otros trabajos suyos, en busca de editores, y se los rebotaron todos. Le quedaba la muestra de Edén Hotel, la sacó, y fue la única que interesó. Al poquito tiempo terminamos por firmar contrato con la editorial Casterman, el libro salió publicado hace sólo un par de meses en Francia, y ahora en revista Fierro.”

-Creo que las características de Fierro, en tanto revista que se vende en kioskos, te debe permitir una relación diferente con el lector.
 -¡El “continuará”! Hubo varios que me comentaron: “¡Me quedé con la intriga! ¡Quiero saber cómo sigue!”. Eso está bueno, a mí nunca me había pasado lo del “continuará”.

-Originalmente, Edén Hotel es una historieta en color.
-Es en color, y tiene un trabajo bastante interesante en ese sentido. Lo que pasa es que pensamos que en Fierro se iban a perder mucho ciertas sutilezas por el método de impresión, y por eso decidimos el blanco y negro. Pero la verdad es que al trabajarla en blanco y negro, me gustó mucho como queda también. La ajusté lo más posible, pero vamos viendo sobre la marcha, al ver cómo va saliendo impresa. La idea, en verdad, fue la de hacer una versión en blanco y negro pleno, pero después por cuestiones de tiempo no pude realizarla.

-¿Hay posibilidades de que se publique después de manera íntegra?
-Todavía no tenemos nada, no me enteré de ninguna posibilidad, pero pienso que sí.

-Me llama la atención el interés europeo hacia capítulos históricos argentinos. Algo similar a lo que ocurriera con el álbum que Carlos Trillo y Eduardo Risso tenían previsto publicar en Francia, sobre el cadáver de Eva Duarte.
-Sí, les interesa y preguntan: ¿Cómo es la historia? ¿El Che Guevara? ¿Nazis? ¿Y qué más sucede? Tanto es así que ya piensan en un segundo y tercer tomo. Igualmente, se hicieron muchas historias con el Che, pero lo que tiene ésta es el enfoque de Agrimbau, que la tiene muy clara. Mezcló un montón de cosas de tal forma que logra que uno se pregunte si lo que está leyendo pasó o no. Lo cierto es que pudo haber pasado. Es decir, no se trató solamente de armar un relato por el sólo hecho de meter al Che Guevara.

-Considero que Agrimbau es alguien que sabe cómo ser verosímil. Pone el acento en el hecho de contar una historia.
-A mí lo que más me gusta es eso, que me cuenten una historia. Además, si bien dibujar historieta es un trabajo tedioso, y más con documentación histórica, lo cierto es que no te aburrís, porque la misma historia es la que te va llevando, te crea ansiedad. Mientras dibujaba Edén Hotel me pasaba de pensar en cuánto tiempo me faltaba para llegar a dibujar ciertas páginas. Creo que la historieta tiene que ser siempre dinámica, nunca densa, o corrés el peligro de que el lector se aburra.

-Alguien supo contarle a mi viejo un relato sobre un restaurante en Villa General Belgrano donde, en plena cena, se cerraron las puertas y, todos de pie, saludaron al mismísimo Adolf Hitler. Este hombre estaba convencido de lo que decía. El segundo capítulo de Edén Hotel me lo recordaba.
-Es que el sustrato de estas historias es cierto, lo que permite pensar que son muchas las cosas que podrían haber sucedido. Para este trabajo hicimos un viaje a La Falda para documentarnos bien, hablamos con gente que tenían familiares que habían trabajado en el hotel. Las historias están todas ahí, mucha de la gente todavía está viva, y las relaciones con el nazismo son reales. Los dueños del hotel -el matrimonio Eichhorn- le mandaban guita a Hitler, eso es verdad. Ernesto Guevara Lynch vivía en Alta Gracia en esa época, integraba el Grupo Pro Aliado Acción Argentina, y puede que haya estado en el hotel, pudo haber sucedido.

-¿Cómo describirías tu relación de trabajo con Agrimbau?
-Estoy acostumbrado a trabajar con él, más o menos él me conoce y yo a él. Hemos viajado juntos, hay una relación de confianza. Si lo tengo que putear lo puteo. “¡Cómo vas a meter tantos personajes en un cuadro!”, le digo. Pero él también me putea a mí, y eso hace que uno pueda trabajar más relajado. Si bien reniego cuando hay muchos personajes y las escenas se vuelven complejas de resolver, sé que después quedan bien, que los resultados son buenos. A veces, el dibujante de historieta quiere armar la página como un diseño gráfico, pero cuando hay mucho que poner te tenés que adaptar al relato, que es lo de verdad importante. Lo que pasa es que el dibujante quiere lucirse, y con estos guiones a veces no se puede, o por lo menos yo no puedo. Lo que pasa es que yo no cambio muchas cosas, respeto lo que el guionista dice pero, como te decía, sé que el resultado finalmente es bueno.

-¿Cuál es el proyecto que ahora te tiene ocupado?
-Estoy trabajando con un guionista francés, para Delcourt. Se trata de un trabajo que me encargaron, en una serie de títulos escritos por el mismo guionista pero con distintos dibujantes. Es una historia que se va desarrollando a través del tiempo. También me tocó dibujar personajes conocidos, en este caso a Einstein, en una historia donde hay una secta que trata de manipular decisiones trascendentales en la historia del mundo para evitar un Apocalipsis.
 

lunes, 10 de diciembre de 2012

7 días en La Habana (2012, VV.DD.)


Un caleidoscopio de nombre La Habana


Por Leandro Arteaga

Lo que atrae a este cronista, para no recaer en la disparidad usual de propuestas similares –esto es: films corales con un eje que, si bien demarcado, dispara de maneras imprevistas, sin nexo claro entre las distintas unidades, a la manera de un caleidoscopio que puede resultar feliz o descolorido- es la manera de mirar. Es decir, qué sucede cuando esta mirada viene dada desde lugares varios, imprevistos. La plasmación de ciudades cinematográficas es un itinerario que atrapa, que hace perder al espectador por sus calles, que abre ventanas al mundo pero también a la sensibilidad fílmica.
En otras palabras: las ciudades en el cine son y se construyen. Son lo que dicen ser pero también como resultado de un montaje, con sus planos cinematográficos dispuestos a la manera de ladrillos de rompecabezas, con edificios, calles y casas, más el ir y venir citadino. Entonces, ¿cómo filmar una ciudad sin, a la vez, construirla? Es más, la mejor película sobre París nunca tocó suelo francés, la filmó Vincente Minnelli en la MGM: Un americano en París (1951).
Hay una imbricación confundible, bienvenida. Más todavía si las miradas arquitectónico-fílmicas que participan son variadas, de latitudes distintas. Porque, aquí otro ejemplo, una de las mejores películas sobre/con Buenos Aires –Happy Together (1997)- la hizo un chino: Wong Kar Wai. En cuanto a La Habana y sus siete días con siete realizadores distintos, el caleidoscopio resultante conoce un derrotero que, felizmente, escapa a la tarjeta postal, a las imágenes previsibles. Cada cortometraje un día, pero también un mundo en sí mismo, que dispara hacia poéticas particulares que culminan por enhebrar una Habana imprevista.
¿Y cómo es esta Habana? Es inasible, es de raíces negras, es de música y de cine, es política, es pobre, es pagana y es cristiana, es un laberinto. Hollywood ingresa desde la mención que Benicio del Toro hace en su trabajo, desde el rostro adolescente, de estrella en ascenso, de Josh Hutcherson. La noche cubana lo espera, con sus puros enormes, el sexo latente, o la mezcla entre huevos rotos por un celular con senos perfectos. Una imagen casi absurda, pero que conjuga mucho. Porque lleva a la asociación con otras imágenes más, provistas por los demás cortometrajes. Celular que esconde prostitución, huevos fundamentales para la torta enorme, con el tiempo justo para su elaboración y entrega, que ofrece el trabajo de Juan Carlos Tabío, único cubano de la partida.
El grupo familiar que Tabío ofrece transita la exasperación de la falta de huevos para la torta (porque es trabajo, porque es responsabilidad de palabra), pero también la solidaridad vecina, desde un entramado donde participan la falta de energía eléctrica para el merengue, el alcohol disimulado para que la esposa no lo note, la hija, la hijastra, el padre veterano de guerra (ese “error”, dice su mujer), la balsa hacia el mar. Balsa donde la hijastra concluye luego de pelear consigo, con él, con el otro él, por su destino de vida. Aquí es donde tiene ocasión justa el trabajo de Julio Medem: dos hombres y ella en el medio, afín al espíritu de simetría cíclica que caracteriza los trabajos del español. Entre la oportunidad del viaje al exterior, con su voz cantora y seductora, y el vínculo con su pareja, de vida sólo cubana. Pero, cuidado, hay otra historia de repercusión casi idéntica en éste. Porque en Medem –tal como el propio apellido denota- lo que es va y viene para, justamente, ser.
El agua de mar tendrá también un rol sacramental en el trabajo de Laurent Cantet (Recursos humanos, Entre los muros), circundado por la visión de virgen que dice que un altar habrá de ser levantado en el departamento de la mujer. Ella está obsesionada y comienza a dar directivas generales, particulares, como maestra mayor de obras, en busca del amarillo preciso o de las resoluciones más rápidas: ¿No hay agua? ¡Será agua de mar! Aquí la bendición final, aún cuando ello signifique goteras ininterrumpidas a la vecina del piso de abajo.
Pero para esta bendición última, que es conclusión del film, habrá primero de trazarse un laberinto desde donde derivar o en el que tranquilamente desesperar. El primero de los casos viene dado por el trajinar del mismísimo Emir Kusturica, quien interpreta a sí mismo para la cámara de Pablo Trapero. Primero desde un plano secuencia que imbrica espacios distintos, y hace convivir a la noche con el día. Tal el desvarío del director/actor, cuya misión –en verdad, de quienes le rodean- es la de llegar a la entrega del premio a su trayectoria con la mayor compostura. Pero hay llamados telefónicos que dicen desde el idioma que se desconoce. ¿Tendrán que ver con la borrachera de Kusturica? ¿O es ésta su manera “desenfrenada” de ser? El laberinto tranquilo, parsimonioso pero desesperado, es el que descansa en las imágenes del palestino Elias Suleiman. Sus imágenes son de composición precisa, simétricas, reiteradas. Los pasillos del hotel, los rostros que observan, el living y su entramado de sillones, la mujer de amarillo que espera y mira el mar, las fotografías turísticas o publicitarias, la voz televisiva interminable de Fidel Castro: todos los encuadres quietos, con la mirada del propio Suleiman como protagonista rígido, observador o víctima de un encierro con puertas abiertas.
Y por último, si bien eje pendular del trabajo, situado en el medio del largometraje, una ceremonia de magia negra o reaccionaria, provista de todos los temores malsanos que irradian tradiciones que todavía albergan tantos resquicios del planeta, pero aquí con La Habana como escenario. Las imágenes de Gaspar Noé parecen dialogar con Yo caminé con un zombie de Jacques Tourneur, mientras se busca exorcisar el espíritu maligno que obliga al deseo por el mismo sexo, encarnado en una joven tan hermosa como su pareja elegida. Hay misterio, hay miedo, hay estupidez, hay mirada de adulto que juzga, hay una sociedad que se plasma y, justamente, una película desde la cual la misma sociedad se mira. Sea ésta cubana o de cualquier otra parte del mundo.
  
7 días en La Habana
Francia/España/Cuba, 201. Dirección y guión: Benicio del Toro, Pablo Trapero, Julio Medem, Elia Suleiman, Gaspar Noé, Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet. Coordinación de guión: Leonardo Padura y Lucía López Coll. Fotografía: Daniel Aranyo, Diego Dussuel y Gaspar Noé. Música: Xavi Turull, con la colaboración de Descemir Bueno y Kelvis Ochoa. Montaje: Thomas Fernández, Rich Fox, Veronique Lange, Alex Rodríguez y Zack Stoff. Intérpretes: Josh Hutcherson, Vladimir Cruz, Emir Kusturica, Daniel Brühl, Elia Suleiman, Mirtha Ibarra, Jorge Perugorría, Natalia Amore. Duración: 129 minutos
Salas: Cines del Centro, El Cairo, Showcase, Village.
7 (siete) puntos
 

Batman: The Dark Knight Returns, Part 1 (2012, Jay Oliva)


Otro regreso para el caballero oscuro


Por Leandro Arteaga

Es una sorpresa y no lo es tanto. Por un lado, porque se trata de una de las mayores historietas realizadas sobre el personaje Batman. Por el otro, porque se la ha intentado llevar al cine oportunamente (en un sueño que desveló al mismísimo Adam West, empecinado en protagonizarla). Fue referente ineludible para todo film pero donde mejor cristalizó, diferencias mediante, es en la trilogía reciente de Christopher Nolan. Ahora, y por fin, la historieta maestra que Frank Miller escribiera y dibujara en 1986, conoce el salto al cine animado en el díptico Batman: The Dark Knight Returns.
Y el resultado está bien y más o menos. O también, por qué no, habrá de pensarse como posibilidad siempre bienvenida respecto de la revisión de la fuente original. En este sentido, puntualizar que el cómic de Miller hubo de revitalizar no sólo a Batman sino al concepto del superhéroe en general. A la par de la aún mejor Watchmen (1986-87), de Alan Moore y Dave Gibbons, la historieta de Miller conjuga con aquélla una mirada amarga, híper-violenta, con el sostén psicópata que significa la figura de los justicieros urbanos. Más una omnipresencia reaganiana que será –así como equivalente tatcheriano del V de Vendetta de Moore- voz y mandato para el boy-scout que es Superman.
Ahora bien, todo lo predicho de cara a un futuro “imaginario”, con un Batman que ha superado holgadamente los cincuenta, alcohólico y de capa colgada. De a poquito, como si de un mantra fúnebre se tratara, la sombra ominosa que lo corroe tira y tira más hasta que le convence de volver a las calles, en una Gotham plagada de crímenes, incontrolablemente violenta. Los músculos duelen, los golpes y saltos vuelven, la razón se pierde, y las noticias comienzan a difundir el símbolo del murciélago. Ha vuelto. Y una sonrisa renace de entre las comisuras de un recluso oscuro, olvidado en un psiquiátrico.
Apenas algo de lo mucho que depara la lectura imperdible del cómic de Frank Miller. Lo que cabe preguntarse es si esta habilidad justa, precisa como para dar en el blanco de lo que significan las tantas historias ya relatadas y por relatarse, se reencuentra en la versión animada. Y la respuesta es ambigua. Es decir, el Batman animado tiene resabios millerianos –en aspectos del trazo, en algunas resoluciones fatídicas- pero también porosidad intertextual pretendida: la música recuerda demasiado a las películas de Nolan, con una mixtura animada que es paradójica: se nota la influencia del animé japonés –rasgo ya usual en toda producción occidental del género-, aunque no desde la fusión estética propia de Miller (tan afecto al manga) sino desde su resolución comercial, parecida a tantos productos más. Es decir, inevitablemente, hay algo de mirada estandarizada en este Batman, quizás ya desprovisto de todo aquello que, en el cómic de 1986, supiera verdaderamente impactar.
Tampoco se trata de pedir tanto, sino sólo de contrastar para, así, recordar al gran historietista que alguna vez Frank Miller fue, enfrascado como se encuentra ahora en persecuciones fascistas, reaccionarias, anti-terroristas, que encontraron su defensa más encendida en la reciente Holy Terror. La segunda parte del Dark Knight se estrena en 2013, de nuevo con la voz de Peter Weller como el murciélago, más el añadido seductor que supone Michael Emerson (el recordado Ben de la serie televisiva Lost) en las risas del Joker. Entre ambos habrá de ocurrir el momento cúlmine, el enfrentamiento final que, desde los cuadritos, pasó a ser histórico. Tanto como lo que suponen las piñas entre Superman y Batman. ¿Qué cómo pelear contra Superman? A esperar la segunda parte o, mejor aún, a leer la historieta maestra.

Batman: El regreso del Caballero de la Noche, parte 1
(Batman: The Dark Knight Returns, Part 1) EE.UU., 2012. Dirección: Jay Oliva. Guión: Bob Goodman, a partir del cómic de Frank Miller. Música: Christopher Drake. Montaje: Christopher D. Lozinski. Voces: Peter Weller, Ariel Winter, David Selby, Wade Williams, Carlos Alazraqui, Paget Brewster. Duración: 76 minutos.
Sólo disponible en DVD
6 (seis) puntos.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Días de pesca (2012, Carlos Sorín)


Una película mundana y existencial



Por Leandro Arteaga

El cine de Carlos Sorín se encuentra cada vez más depurado, casi sencillo, mentirosamente simple. Supo arribar a ello en La ventana, con un candor, un minimalismo, que conmueven. La capacidad cinematográfica de provocar afecto pareciera ser virtud en Sorín, y quizás allí radique uno de los lugares más característicos en su cine. Días de pesca es, otra bienvenida vez, expresión misma.
Apenas algunos personajes, o algunos varios de ellos con el eje preciso que es Alejandro Awada. Casi nada se sabe sobre él o, mejor dicho, lo preciso y requerido para que la película sea. ¿Para qué más? Basta con los diálogos fortuitos, los gestos equívocos, la puesta en escena, para que el espectador pueda hilvanar sucesos y completar, intuitivamente, lo que aparece como no-dicho.
Reunidas estas piezas, decir entonces sobre la recuperación que del alcoholismo lleva adelante el protagonista, su viaje al sur, la pesca de tiburón como hobby elegido, pero también y sobre todo el reencuentro con una hija hace años nunca más vista. La historia es, parece, pequeña, pero lo que importa es cómo se la cuenta, de qué manera adentra al espectador para, una vez allí, vivenciar con los personajes.
También porque, dada la filmografía de Sorín, ver una película suya es estar otra vez en ámbito conocido, dentro de una poética donde los personajes conviven con modos amables, gestos solidarios, dolores y compañía de silencios. Todo esto está en Días de pesca, pero también porque es el rostro magnífico de Awada el que puede conjugar lo que sucede, para sintetizarlo y decirlo desde sonrisas tristes, miradas casi viejas, caminar dubitativo. Tan grande es su caracterización.
En este sentido, Awada es el lugar donde confluye todo lo que sucede, personaje que atrae a otros a la vez que construye, por eso, un mundo mayor, más vasto, insospechado. En este sentido, tanto importan la radio local, el sparring y su boxeadora, los turistas colombianos. Todos son valiosos. Todos importan en el cine de Sorín. (Aún quienes prefieren no abrir la puerta, desentenderse, jamás vivir una aventura. Podría decirse que son “ellos” quienes hacen posible el cine de los demás, es decir, la vida.) Porque hay mucho “universo” y él, mientras tanto, hubo de vivir, pareciera, en un mundito tan pequeñito. Pero no importa, porque está el mar, allí y a la espera para todo viajero, para todo sentimental.
¿Calmará el mar a la pena? No se sabe y no importa saberlo. Basta con haber estado sumergido en el lamento para preguntar por la posibilidad. Y Días de pesca tiene la virtud de saber cómo construir este interrogante, tan cercano, tan mundano, tan existencial. Desde momentos precisos, tales como la espera en la fiesta brasileña, el “olvido” del regalo para el nieto, la “discusión” entre padre e hija por el cigarrillo, el resultado del electrocardiograma, la vieja canción de la infancia, el gusto de unos mejillones recién hechos y, también, el placer de ver una buena película.
 
Días de pesca
Argentina, 2012. Dirección y guión: Carlos Sorín. Fotografía: Julián Apezteguía. Montaje: Mohamed Rajid. Música: Nicolás Sorín. Intérpretes: Alejandro Awada, Victoria Almeida, Oscar Ayala, Diego Caballero, Daniel Keller, Martín Galíndez. Duración: 80 minutos.
8 (ocho) puntos

Moonrise Kingdom (2012, Wes Anderson)


La máquina del tiempo de Wes Anderson


Por Leandro Arteaga

El colega, amigo, Emilio Bellon supo decir a este cronista que Un reino bajo la luna es un “reencuentro con los rompecabezas olvidados en un desván de recuerdos”. Porque, presume quien escribe, hay siempre una pieza faltante que, por fundacional, viene al rescate cada vez que se la llama y –a la manera del “rosebud” wellesiano- articula, desarticula, rearticula, toda vida; esto es, la infancia.
La última película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling) es una invitación al mundo de la niñez, teñido con algo de infancia, también con una pizca apenas de adolescencia. El marco está dado por una isla, plena década de los años ’60, entre dos niños de diez años que elijen dejar sus hogares (familia en un caso, la comunidad boy-scout en el otro) para encontrarse entre ellos y lejos de los demás, en una aventura de compañía, de deseo, de vida.
Anderson conoce un derrotero en su obra que le ha vuelto más y más sensible, si bien no por ello de una estética menos distante. Es decir, la poética de su cine lo vuelve alguien casi inasible, imprevisible, con un sentido del humor –que es una concepción de mundo- que desajusta al espectador más avezado. Si bien esto ya no es algo que necesariamente sorprenda, no deja de ser una experiencia peculiar volver a asistir a su mundo de acciones contenidas, réplicas raras, reacciones absurdas. La acción “contenida” viene dada por la precisión de la puesta en escena: nada librado al azar, cada gesto, decorado, color y angulación, enuncian un control obsesivo por la forma. Esta forma es, desde cada plano, una especie de ladrillo desde el que se construye la película.
Tan perfeccionista ha devenido, que la elección del stop-motion para El fantástico Sr. Zorro ha hecho de ella una de sus mejores películas, muy cercana a la delineación que rodea a Un reino bajo la luna. Es decir, en su nueva película, Anderson evidencia un manejo tan pleno de todos los elementos en juego que, no casualmente, hace de ella la prolongación misma del mundo de maquetas y muñequitos del film previo. Ahora bien, si es distante su estética no por ello resultará –paradójicamente- menos “cercana”. Porque el mundo personal, justo, contorneado milimétricamente, de Un reino bajo la luna se asemeja a un arcón escondido, con los juguetes que uno prefiere dentro. Y puestos a jugar, cada niño es dueño de su mundo y hace de él lo que quiere y como quiere. Así de “infantilmente profesional” es el cine de Wes Anderson.
Una vez arrojados los espectadores a su caja de juegos, las reglas habrán de aceptarse porque, si no, no se puede participar. Y no participar es, de veras, una pena. Porque hay miradas, dolor, amor, sensaciones, descubrimiento, color, madera, agua, Hank Williams, adultos niños, niños adultos, todos/todas piezas del puzzle Anderson. Cada plano, por eso, como el ladrillito para armar, como el encastre justo para la figura completa. Y lo que se completa en Un reino bajo la luna es finalmente inicial porque, por un lado, coincide cíclicamente con los minutos primeros, y porque también es punto de partida para lo que habrá de sobrevenir en estos niños de mirada profunda, que han puesto a prueba las lecciones adultas al reiterar (y resignificar) sus costumbres, al enfrentar y desafiar por amor, lealtad, y desobediencia.
También porque Anderson sitúa su cámara a la altura de sus protagonistas. Es una cámara de “adulto niño”. Cercano, por reminiscencia, a Truffaut, pero en verdad bastante alejado de él. Mientras el realizador francés descansaba en el hacer espontáneo de los niños (Antoine Doinel en Los 400 golpes o las situaciones bellísimas de La piel dura), en Un reino bajo la luna los niños son el resultado de un cuento troquelado, cincelados como figuritas de cartón coloreado. No por ello protagonistas menos personales. La comparación se hace desde el sólo efecto relacional, en desmedro de ninguno, para la admiración de ambos.
Podrán descubrirse paralelos, juegos de espejos, entre lo que sucede entre los niños y lo que pasa a los adultos. Pero desde una mirada que va y viene, porque si bien hay adultos tontos y torpes (padres y superiores), también los hay sensibles, afectivos, creíbles. Y también porque ningún niño es “bueno” o “malo”, y porque todas esas categorías habrán de ser inculcadas desde el mundo adulto. En última instancia, y también, porque Wes Anderson se sabe adulto, se recuerda cuando niño, y enhebra todo ello en una película deliciosa. Tan refrescante para la memoria como lo era para el viejito protagonista de un cuento de Ray Bradbury encerrarse en su altillo de recuerdos, convencido como estaba de que era una máquina del tiempo.
¿Hay alguien a quien no le guste viajar en el tiempo? 

Un reino bajo la luna
(Moonrise Kingdom) EE.UU., 2012. Dirección: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson, Roman Coppola. Fotografía: Robert D. Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Montaje: Andrew Weisblum. Intérpretes: Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jard Gilman, Kara Hayward. Duración: 94 minutos.
9 (nueve) puntos


Warrior (2011, Gaviin O'Connor)


Violencia social y espectáculo


Por Leandro Arteaga 
Rosario/12, 19/11/2012

“Go to war!” (¡A la guerra!), dice el referí en todos y cada uno de los combates de Sparta, megaencuentro mundial de artes marciales mixtas. Pero para llegar a este punto, así como al momento donde los hermanos habrán de batirse, “ir a la guerra” adquirirá semánticas múltiples, que rebotan entre los personajes, mientras el público –ciudadanía, al fin y al cabo- arenga desde la platea y sus hogares la masacre.
La última pelea es también la historia del padre y dos hijos, separados por el tiempo, el alcohol, Medio Oriente. Distantes todos, con la cifra de los días sin beber con la que el padre (Nick Nolte) mide el tiempo sucedido. A la vez, escucha un Moby Dick recitado que le sirve de salmo bíblico, de ira contenida entre la dualidad supuesta entre Ishmael y Ahab.
Uno de estos hijos (Joel Edgerton), profesor de física, ve su casa peligrar ante la amenaza de los bancos, queda sin empleo, y decanta por la solución que provee Sparta. El otro (Tom Hardy), ha vuelto de la guerra, guarda secretos y misterio, mientras le pide al padre detestado que lo vuelva a entrenar. Si hay afecto, éste descansa allí debajo, bastante alejado de lo que debe suceder primero: golpes, muchos golpes.
Acá lo más interesante: porque La última pelea es y no es una película de box y/o artes marciales. Tiene un parentesco obligado con Operación Dragón así como con Rocky IV. Toca situaciones que el espectador devoto de estos films sabrá reconocer para el disfrute, pero desde un trasfondo que desarma mientras enuncia. Porque si bien hay travesía heroica –contenida desde el título original: Warrior/Guerrero-, ésta sabrá desnudarse de manera trágica, amarga, desde esa habilidad extraña –pero cierta- que el cine norteamericano –a veces- todavía tiene: mirarse críticamente y desde la óptica de los géneros.
Vale decir: hay obviedad de situaciones –el avance dramática de las peleas, el encuentro final/bestial entre hermanos-, pero es éste el cariz que acompaña a relatos similares. Y es por su mirada introspectiva, de relaciones familiares y sociales que se carcomen, que La última pelea se sitúa también de manera próxima al enunciado de otros títulos como La conspiración (2007, Paul Haggis) o Hermanos (2009, Jim Sheridan). Además, está Nick Nolte, que es estupendo y fue nominado al Oscar por su caracterización.
Los gritos de furor crecen con la progresión; sobre todo los que son de compañía “a la victoria” porque, a no olvidar, se trata de ir a la guerra. No importa que el protagonista sea un docente o un ex-marine, es más, poco se valida a uno o a otro como no sea desde el costado más bestial. Cámaras de televisión, estudiantes y superiores, coincidirán en esto, mientras corean a “espartanos” financiados por un megaempresario. Planteo no muy lejano, también, del que ya presentara “distópicamente” Rollerball (1975).
Un paralelo griego, de filosofía roída, es lo que queda ante el deslumbrante show de carnicería con el que los televisores disparan, con el que los ciudadanos vociferan, que los grupos económicos inspiran.


La última pelea
(Warrior) EE.UU., 2011. Dirección: Gavin O’Connor. Guión: Gavin O’Connor, Anthony Tambakis, Cliff Dorfman. Fotografía: Masanobu Takayanagi. Música: Mark Isham. Montaje: Sean Albertson, Matt Chesse, John Gilroy, Aaron Marshall. Intérpretes: Joel Edgerton, Tom Hardy, Nick Nolte, Jennifer Morrison, Frank Grillo, Kevin Dunn, Maximiliano Hernández. Duración: 140 minutos.
Sólo disponible en DVD
7 (siete) puntos