viernes, 26 de diciembre de 2014

Walter Operto: San Perón (1973). Entrevista


El documental que quema en las manos

 El documental, rescatado por la Televisión Pública, ilumina un capítulo de cine y política. Uno de sus realizadores fue Walter Operto, de tarea teatral incansable. Los recuerdos de la primavera camporista a partir de San Perón.


Por Leandro Arteaga

La noticia, veloz, no tardó en dar con los responsables de San Perón (1973), el documental inédito que Fernando Martín Peña diera a conocer a través de Filmoteca, temas de cine (Televisión Pública), el viernes 21 de noviembre. “Al día siguiente de la emisión, por Twitter, alguien me dice: ‘Peña te está buscando por la historia de la madre de los 17 hijos’. Yo no recordaba qué era esa nota. Le escribí a Peña, pero no sabía de qué se trataba. Esa misma noche, veo que en Facebook había una movida donde me nombraban. Finalmente me entero, y con una gran emoción entro en un túnel del tiempo hacia el pasado”, explica el dramaturgo, director teatral y periodista de la ciudad, Walter Operto, co-director con Héctor Aure de San Perón.
La historia de Norma Cuevas de Aresta y sus diecisiete hijos le ha hecho exclamar al conductor de Filmoteca una máxima que ha quedado adherida a la película: “Si no se emocionaron, perdónenme, pero es porque están muertos”. La anécdota del hallazgo ha sido variadamente relatada: “Fue un amigo de Carlos Müller (programador del Cineclub Dynamo) quien lo encontró en Córdoba en una lata, con la inscripción ‘San Perón’. Lo que todavía no se dice es cómo ese material, que tendría que haber estado en los archivos de Canal 7, llegó a Córdoba, quién lo sacó del canal y por qué. Eso todavía es una incógnita. Müller me dijo ‘el documental me quemaba las manos, por eso fui a verlo a Peña’. Fijate que por suerte llegó a manos de una persona que lo valorizó, porque qué hubiera ocurrido si esa lata llegaba a manos de, por dar un nombre, Alfredo Leuco; seguramente, al descubrir de qué se trataba, ¡lo tiraban a la basura o lo guardaban bajo siete llaves!”
 “Durante lo que llamamos la ‘primavera camporista’, aquellos casi cincuenta días en los que el tío (Héctor) Campora fue presidente, se vivió una primavera también en lo cultural, donde tuvimos los espacios necesarios para realizar cosas distintas a las que se estaban haciendo. El documental fue posible porque a la dirección de Canal 7 llegó Juan Carlos Gené, y convocó a compañeros con los que veníamos trabajando en cultura y teatro. Traigan ideas, nos dijo. Yo recuerdo haberle llevado la propuesta de una serie de documentales sobre historias de vidas. La primera fue ésta, la de Norma Cuevas, a quien había conocido un par de años antes a partir de una nota para la revista Así. Aquella nota era sobre lo mismo, sobre los sueños y deseos de Norma, acerca de cómo vivía, de cómo podía seguir adelante con sus hijos y su marido enfermo, postrado, con esa misma dignidad con la que aparece en el documental, desde su rol de madre. A Juan Carlos le pareció interesante. En Canal 7 estaba trabajando otro compañero, Héctor Aure, quien fue el encargado de la imagen. Lo mío fue la idea, el reportaje –esa tercera voz que aparece en off relatando–, y la construcción del guión en el lugar”, agrega Operto.

-¿Cuáles iban a ser los documentales siguientes?
-El segundo iba a continuar en Entre Ríos. Ella me dijo que lo que soñaba era volver allí, de donde había venido soltera, por la falta de trabajo. Quería volver a su provincia a trabajar la tierra, con sus hijos, decía que había muchos brazos para trabajar la tierra. Yo no le prometí nada, pero llamé al gobernador de Entre Ríos, Enrique Tomás Cresto. Recuerdo haber hablado con alguien de su secretaría, a quien puse al tanto de la situación. A los dos o tres días me llamaron y me dijeron que el gobernador había decidido ir a buscarlos y darles una tierra. La segunda parte del documental iba a dar cuenta de los Aresta volviendo a su tierra natal, dignificados, saliendo del cirujeo y del “barro”, como dice Norma. Pero el gobierno de Cámpora duró lo que duró, con él también se fue este proyecto. Nos fuimos de canal 7, donde entró una línea peronista de derecha, que no quería saber nada con esto.

-¿Cómo llegaste a conocer a Norma Cuevas?
-No puedo recordarlo, pero no me sorprende haberla conocido. Porque en el periodismo elegí ocuparme de historias de los sectores más populares, más necesitados. Recuerdo una de ellas, que también iba a ser un documental, se llamaba La mujer más pobre de Chumbicha, una localidad de Catamarca en la que encontré en pleno desierto y en un ranchito, a una viejita con siete, ocho, críos, con el braserito encendido. Lo primero que me pregunté fue cómo hacía esta mujer para sobrevivir y mantener a los chicos. Ella me dio el título de la nota: cuando me acerqué al alambrado y golpeamos las manos, se presentó como “la mujer más pobre de Chumbicha”. Los chiquitos que estaban a su alrededor eran nietos, de dos hijas con trabajo de empleadas domésticas, y como con hijos no las tomaban se los traían a la abuela. Los chicos, me entero, no sobrevivían por la abuela, sino la abuela por los chicos; eran ellos los que salían a la calle, a la ruta, a detener los autos y a pedir ayuda.

-Así como esta mujer, Norma también se sabe pobre y digna, si bien es algo que no quiere.
-En aquellos años creíamos que la pobreza era un lugar de paso, las villas eran entendidas así. En nuestra provincia tenemos el caso de la película Tire dié, de Fernando Birri, que retrata el paso del tren que atravesaba El Salado, y cuando pasaba por la villa iba a paso de hombre y los chicos corrían y pedían. Pasado el tiempo, y vuelto Birri a Santa Fe, la Universidad del Litoral le rinde un homenaje y él acepta con la condición de estar junto a los chicos con los que hizo Tire dié. Así que los buscaron y los encontraron, uno llegó a ser contador, la mayoría trabajaba en el estado provincial, pero todos pudieron salir de ese estado de pobreza. Si hoy te proponés hacer un Tire dié en cualquiera de las villas y dentro de quince, veinte años, tratás de buscar a los chicos no los vas a encontrar, o fueron muertos por el gatillo fácil, o terminaron como delincuentes o los mató la droga. De alguna manera, San Perón nos interpela sobre eso, como sociedad. Creo que esos sueños, los deseos y la fe que muestra Norma, son lo que le da sentido a un movimiento popular como el peronismo; si el peronismo no sirve para eso, entonces es un partido liberal como cualquier otro.

-De hecho, Norma expresa esa adhesión en la película.
-Su esperanza era Perón, ella no tenía ninguna duda de que Perón no la iba a engañar. La cámara no entra en su casa, ella lo pidió porque no quería mostrar al marido convaleciente, pero dentro de la vivienda tenía dos retratos, el de Perón y el de Evita. En esos días de la elección, tenía una vela encendida a Perón; de ahí viene el nombre “San Perón”, que lo anoté en los borradores, en un cuaderno.

-¿El trabajo no se llamaba San Perón?
-No. En el canal le pusieron a la lata “San Perón”, pero todavía no estaban ni los créditos. Héctor Aure, a partir del descubrimiento, estuvo de acuerdo en dejarle el título con el que se encontró. Ni siquiera pusimos que fuimos autores y creo que tiene que seguir siendo así, porque la verdadera autora del trabajo es Norma. Nosotros fuimos un puente, ella es la protagonista de todo.



Acopiador de historias

Operto está rodeado de historias. Además de las fotografías que muestra al cronista –en una de ellas, en el contingente que acompañara al presidente Cámpora, a punto de salir de Aeroparque: “yo hacía la crónica de todos los actos”; en otra, junto a María Elena Walsh: “cuando era peronista”- destacan las anécdotas de trabajo y las numerosas notas de prensa que bien merecen un rescate: entre ellas, el reportaje a José Rucci (en revista Así), cuatro días antes de su muerte. “En esa misma época también trabajaba en un radioteatro que había dirigido y escrito: Para que se cumplan los sueños, que se emitía por Radio Argentina, con Jorge Salcedo como protagonista. Y una obra de teatro que es emblemática, Ceremonia al pie del obelisco, que cuenta la historia del país a partir de la inauguración del obelisco hasta la aparición de las formaciones armadas; estaba relatada por los locos del Melchor Romero, pero entre ellos había un lúcido, en quien puse textos de Perón. Raúl Serrano, que fue quien agarró este proyecto, me decía hace unos meses, ‘¿sabés que fuimos los primeros en poner textos de Perón en una obra de teatro?’” (risas). El loco en cuestión, de nombre Novoa, no era nada inventado, sino uno de los muchos personajes retratados por Operto durante su ejercicio periodístico: “Era una historia bárbara, se trataba de un anarquista que en los años ‘30 había puesto un par de bombas en Buenos Aires. El abogado, muy hábil, lo hizo pasar por loco, lo sacó de la cárcel y lo llevó al Melchor Romero. Pero luego lo olvidaron. Y quedó allí, cebando mate, totalmente lúcido."
 

Quimera #2 - Términus #7


Esas novedades que son historietas

Dos nuevos números para las revistas Términus y Quimera. Variedad de estilos, dibujantes consagrados, otros en ascenso. Las historietas buscan de a poco su lugar dentro del panorama de la producción local.

Por Leandro Arteag

Dos revistas de historietas y todavía más por venir. En todo caso, la consolidación progresiva de Quimera con su segundo número y el pulso certero de Términus con el ¡número 7! De a poco, más cuadritos se suman a bateas donde encontrar, de a poco, contacto con el lector. Por eso, los emprendimientos editoriales, respectivamente, de César Libardi (Rabdomantes Ediciones) y la dupla Bruno Chiroleu/Gastón Flores, con la consecución de dos publicaciones de producción local –junto a invitados nacionales y extranjeros, tal la costumbre de Términus- en donde la presencia de aventuras se perfila con la puesta a punto de lápices variados.
Con Quimera la apuesta suma a la preferencia por historias en germen, a las que continuar de aquí en más. De esta manera, surgen entre sus páginas dos primeros capítulos con foco en la ciencia ficción; se trata de Planeta 59 y Newman. La primera es obra íntegra de Javier Galimany, preocupado por introducir al lector en este planeta al que su protagonista, parece, no conoce demasiado bien. Al menos, es esto lo que concluye la viñeta final, al tiempo que abre los puntos suspensivos. Newman (Leonel Palermo/guión y Pablo Ayala/dibujo), en tanto, perfila un personaje que mira mientras es visto, que sueña mientras cree descubrir algo; situado o sitiado entre un laboratorio y su hogar, Newman apela a aires que recuerdan la Matrix de los Wachowski.
Destaca, por su parte, el relato de Mauro Bueno en Johnny siempre encuentra su hombre, con coda irónica y negra; así como el despliegue narrador, de vértigo en automóvil, a cargo de Zorro Re: un furry a todo motor que ratifica al prolífico dibujante como referente en el género de los animales antropomorfizados. Y eso no es todo, porque Quimera también guarda lugar al western con El último tren a Tucson, donde los dibujos de Pablo De Bonis delinean tren, atraco y confusiones, a partir del guión de Esteban Tolj, el notable dibujante de El Pollo Palacios, a quien felizmente se le recupera en estas páginas.
En otro orden, el caso de Términus es un logro que no se detiene, sus siete números ya permiten historias continuadas y completas, con la presentación al público local de algunos de los notables (y desconocidos) artistas de la ciudad; tal es el caso de Damián Couceiro –luminaria en EE.UU. con cómics de franquicias como El Planeta de los Simios y Sons of Anarchy-, acá en dupla con Gonzalo Duarte (guión) en W, un relato de tinte lovecraftiano, con sospecha de reflejo con vida propia. La misma temática asoma en Doppelgänger, en donde Iñaqui Aragón (guión) y Patricio Delpeche (dibujo) trazan el entuerto alucinado de un despertar repetido.
El último tren a Tucson-Tolj y De Bonis
El unitario que funciona de modo contundente, sea por su resolución pero sobre todo por el trazo violento de Juan Pablo Vaccaro, es El botín, con guión de Francisco Zamora. La acción se traza de forma progresiva, envolvente, pretendidamente confusa, hasta resolverse de una manera que recuerda, como reverso, el final del film Niños del hombre, de Alfonso Cuarón. Esa misma “incorrección” –que escapa a moralismos y patologías similares– da vueltas en la nueva entrega de Blas, la serie que Chiroleu alimenta con secretos inconfesables, experimentos científicos y una narración impecable; a ver, ser crucificada por una monja fanática en un patio de juegos es motivo suficiente para su lectura.
La dependencia tecnológica o el amor se parecen bastante, esto es lo que más o menos está implícito en el guión que Gastón Flores ofrece a los dibujos de Sergio Tarquini en Azar. Más esas páginas de espadas y hechicería que Juan Manuel Frigeri sabe cómo rodear de un clima de angustia y resolución maldita, a partir del guión de Fede Sartori en Sacrificio. Vale decir, es mucho y muy bueno lo que está produciendo Términus; a esta altura, hay un perfil que le define, que le otorga identidad y abre camino a más desafíos.
Porque las sorpresas no terminan, y para eso están las páginas impecables de Como una y avanzo veinte, a partir del dibujo de Sergio Joaquín Martínez y el guión del español Xavier González, con un montaje alterno que se juega desde la integridad de la viñeta, disuelta entre lo que se dice, lo que se ve, lo que parece ser.
Como siempre, la perla favorita de este cronista es Rip Van Hellsing, de Enrique Barreiro-Hernán Ferrúa (guión) y Enri Santana, dibujante que fuera colaborador de Carlos Meglia, acá en ejercicio brillante de sus facultades: un cómic profusamente divertido, de dinámica ubicada entre el placer narrador y los vericuetos de sus argumentos breves e irónicos, con complicidad hacia el lector en los guiños de sesgo terrorífico.
W-Duarte y Couceiro
Tal su costumbre, Términus ofrece una serie de ilustraciones que funcionan de manera independiente, como una sección más, repartida entre los cómics. De entre ellas, Sebastián Cabrol sobresale con su secreto en forma femenina, de vigilia sin tiempo, como si de un sacrificio sin nombre se tratase. Quimera, en tanto, ofrece otra entrevista, en este caso a Javier Rovella a propósito de Cándido, su western noir recientemente recuperado en un libro imperdible por Rabdomantes.
Y por último el principio. O también, las portadas. Nicolás Zuliani para el caso de Quimera, en donde el rojo predomina en una guerrera capaz de someter, ella sola, lo que desee. Germán Peralta y su brillo cada vez mayor destila en Términus: el actual asistente de Eduardo Risso -ahora también fichado por Marvel-, en una ilustración que conjuga arrojo hacia lo desconocido, desde el punto de vista del propio lector, arrojado a las fauces de un monstruo de hambre milenaria, en el espacio profundo.
¿Cómo no querer leer?

lunes, 1 de diciembre de 2014

RompeCortázar en el ECU


Caleidoscopio Cortázar en cuadritos


Con RompeCortázar, el ECU expone ocho historietas sobre relatos del escritor. Desprejuicio, desazón, tinte fantástico y música jazz, para recrear un mundo que no es sólo literario.

Por Leandro Arteaga

Julio Cortázar en historietas es placer que rebota. Cada cuadrito como pieza que encastrar en relatos que son, cada uno, tantas piezas más. Hasta conformar ese mapa donde continuar y completar –sin final– desde la lectura personal. Esto es, apenas, algo de lo mucho más que desprenden las ocho versiones presentes en RompeCortázar. Relatos para armar, muestra inaugurada en Espacio Cultural Universitario (San Martín 750) el pasado viernes, con cierre previsto el 20 de diciembre.
La curaduría es de Juan Sasturain, y las páginas en cuestión –en paneles impresos de tamaño generoso, donde leer es gusto máximo– suman a la conmemoración de los cien años del nacimiento del escritor, con organización que el ECU comparte con el Ministerio de Cultura de la Nación y Radio Nacional.
El vínculo entre Cortázar y las historietas tiene, de hecho, un precedente que es rara avis: Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), cuya edición fiable debe rastrearse en el librito que Doedytores publicara en 1995. Allí aparece la réplica verdadera de las páginas del Fantomas mexicano (de ediciones Novaro), con participaciones estelares de Susan Sontag, Julio Cortázar, Alberto Moravia, entre otros. Esa fue la historieta disparadora del libro, verdadero metatexto.
De manera tal que, se intuye, si Cortázar viese estos espléndidos trabajos quizás se detendría en algún rasgo casi huidizo, así como lo sugiriera al momento de ver Blowup (1966), de Antonioni (basado en “Las babas del diablo”). En todo caso, de lo que se trata es de encontrar esa afinidad que el lector sabe porque, justamente, ha leído. Y si también lo ha hecho con los historietistas en cuestión, ¿cómo resistir la tentación?
El recorrido comienza de manera superlativa. Con la obra maestra que la dupla Carlos Sampayo (guión) y Carlos Nine (dibujo) logran a partir de “La noche boca arriba”. Es demasiado extraordinario. Se trata de uno de los más grandes guionistas y de uno de los más grandes dibujantes. La fusión entre ambos altera todavía más la percepción del relato original, al hacer de su trama espejada una excusa desde la cual practicar otras variaciones. Más la pizca siempre exultante, de desliz semántico, que Nine sabe dibujar. Un mundo propio donde hacer comulgar ese otro mundo –por lo visto, tan parecido– que es Cortázar. Podría también pensarse en el propio Julio como paciente al que operar en este hospital demente, con bisturís en manos de Sampayo y Nine. Tan frenética es la acción, tan desencajada pero tan orgánica, que ya quisiera cualquier amante del género tenerla bien impresa en un álbum para su biblioteca.
Como si fuese un efecto más de este disparador, el recorrido continúa con otra versión del mismo cuento, ahora en manos de Salvador Sanz, quien impone un relato en blanco y negro, donde practica un montaje por asociación que es transposición eficaz de ese filo de espejo original. Sanz puede, con una precisión que le es aspecto ya reconocible, amalgamar situaciones históricas distintas por parecidas, sintetizadas en elementos casi idénticos, a partir de su disposición simétrica en la página.
Con “Carta a una señorita en París”, Diego Agrimbau (guión) y Lucas Varela (dibujo) resultan encantadoramente sombríos. Esos conejitos de pelaje suave que acarician la garganta, en el lápiz de Varela son, precisamente, adorables y siniestros. Todo muy simpático, todo muy deprimente. Saltarines, trozados y suicidas. Junto al naranja predominante que tiñe de frenesí leve cada una de las acciones.
Por su parte, el gran Enrique Breccia practica con “Reunión” una mirada de mundo que es, también, reencuentro con su primera tarea profesional: Vida del Che (1968), junto a su padre Alberto, con guión de Héctor Oesterheld. Leer a Enrique es leer un historietista depurado, artesanal, capaz de confluir con Cortázar desde un sueño en forma de estrella. La propuesta más provocadora viene de la mano de Esteban Podetti (guión) y Diego Parés (dibujo) con “Ómnibus”. En clave relato de horror, con puesta en página similar a la paradigmática Tales from the Crypt, Parés-Podetti colocan a Cortázar en mismo rol que el Guardián de la Cripta, para dar rienda suelta a su historia macabra. Así como Varela, pero desde una raigambre gráfica distinta, con asidero en Fola (Pelopincho y Cachirula), Parés puede hacer del espanto algo gracioso y nunca perder foco. Así como lograr una página admirable provista de un maremoto de ojos vigías.
Con “Axolotl” (guión de Jorge Zentner), Pablo Túnica trabaja cada página a partir de dos viñetas horizontales. Una equidad en la distribución del espacio que es confluencia de espíritu con el relato de origen. Sus pinceladas, de ánimo oscuro, logran momentos extrañamente hermosos, perturbadores, en donde el propio lector queda contagiado del borde de su reflejo. El caso de “La autopista al Sur” (guión de Pablo De Santis) es excusa bella para perderse en los dibujos de Ignacio Minaverry, cuya paleta saturada de verde, amarillo y naranja, puede transportar al lector de manera afín a un ensueño sixtie, en donde también evocar el plano secuencia esencial que Godard plasmara en Week End (1967).
El desenlace viene de la mano de “La señorita Cora” (guión de Lautaro Ortiz), para que los dibujos de El Tomi empañen al que mira de recuerdos de infancia pegajosa, con historietas por el suelo y jadeos de enfermera de ensueño. Un montaje yuxtapuesto, donde palabras y dibujos dicen de modo encontrado, permite a los autores recrear la vivencia alucinada de un personaje que es, por extensión, la definición misma de todo lector cortazariano.


Mauricio Riccio (ADF): entrevista


Director de luces y sombras


Director de fotografía en numerosos largometrajes, la trayectoria de Mauricio Riccio inicia en Rosario y alcanza a México. Uno de los referentes del trabajo con la luz en el cine.

Por Leandro Arteaga

La trayectoria de Mauricio Riccio (Rosario, 1970) marca un lugar de referencia específico en el desarrollo cinematográfico de la ciudad. Se trata de alguien que ha volcado su vida y pasión a la dirección fotográfica, con un despliegue profesional que le ha llevado a trabajar y vivir en México y Buenos Aires.
De visita en su ciudad, a partir del dictado de un taller intensivo de tres jornadas, Riccio (miembro de la ADF) sabe explicar de manera precisa a Rosario/12 su profesión, al decir que el director de fotografía “son los ojos del director, es quien con la cámara compone el cuadro y con las luces crea los climas de cada escena”.
Esta vocación por la composición y el trabajo con la luz le llevó a cursar la carrera de Director de Fotografía y Cámara en el Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina, y a participar, hasta la fecha, en once largometrajes (entre ellos, Homero Manzi, un poeta en la tormenta, La infinita distancia, Tiempos menos modernos), además de un centenar de comerciales.
“Tardé mucho en poder decir que soy director de fotografía. Tengo veinticinco años trabajando pero hace diez que puedo decir que lo soy. Porque para mí era como un honor, algo muy grande, inalcanzable, no me lo creía”, comenta Riccio, quien cuenta entre sus referentes al inglés Roger Deakins (Sueños de libertad, Sin lugar para los débiles), el mexicano Emmanuel Lubezki –“mi maestro”, dice-, y a Félix Monti (La historia oficial, La niña santa), “quien me apadrinó para entrar a la Asociación Argentina de Directores de Fotografía”.

-¿Tuviste siempre claro que era ésta tu área profesional?
-Desde chiquito siempre jugué con cosas de cine, con proyectores de juguete como el Golstar y el Cine Graf. Me compraban pelotas de fútbol y camisetas, pero yo no quería saber nada con todo eso (risas). Cuando comencé a estudiar, en la Escuela Provincial de Cine y Televisión, quería ser director, como la mayoría. Con el compañero con el que armaba los equipos para trabajar, hicimos un guión que íbamos a codirigir. Pero al momento de empezar a filmar, alguien se tuvo que hacer responsable de la cámara, de medir la luz. Así que el primer día de rodaje tomé la posta, pero sin saber que se trataba del área del director de fotografía, porque en ese entonces en la escuela no nos enseñaban el trabajo por roles. Ése fue mi primer acercamiento. Y descubrí que ahí me sentía cómodo, que podía expresar mucho.

-¿Ese corto fue el que te llevó a México?
-Con este mismo ejercicio, el primero en 16 mm hecho por estudiantes en la escuela de cine en Rosario, fuimos con mi compañero a México a un festival. Solíamos comer en los Estudios Churubusco, y mientras caminaba por ahí, me topaba con los decorados de películas como Querida, encogí a los niños, El vengador del futuro, Duna; entraba en el depósito de vestuarios y veía el de Conan, el bárbaro. De repente, me meto en un estudio y veo una especie de barco pirata que estaban armando, impresionante, pensé que era de otra película gringa. Cuando me entero de que era mexicana, y que iba a ser la producción más grande en los últimos treinta años, no me la quise perder [NdR: Ámbar (1994), de Luis Estrada]. Esa fue la única vez que busqué trabajo en México. Me contacté con la productora, me preguntaron qué quería hacer y dije que pizarrista, para poder estar en el set todo el tiempo. Pasaron cinco días y me dieron el puesto. Hablé con la productora, y me presentó al director y al director de fotografía, porque también participé como segundo de cámara.

-Te referís a Emmanuel Lubezki.
-Sí. Es el fotógrafo de películas como La leyenda del jinete sin cabeza, Niños del hombre, El árbol de la vida, y de Gravedad, por la que ganó el Oscar. 

-Intuyo que vivir en México te impregnó de una sensibilidad particular, que sólo allí podías experimentar.
-Filmar en México por primera vez era distinto. No en cuestiones técnicas, sino en la percepción de la realidad. Por ejemplo, en el Distrito Federal, en los años ‘90, el cielo nunca era azul sino gris, debido a la contaminación, algo que ahora está bastante controlado. Sólo los fines de semana el cielo se veía azul. Cuando quería encuadrar con la cámara y filmaba en el centro, descubría que las puertas y las ventanas están totalmente fuera de escuadra; es decir, al componer con una puerta, una ventana te sale chueca, y al revés (risas). El centro de la ciudad de México está construido sobre un gran lago, además es una zona sísmica muy activa, prácticamente hay un sismo por semana.

-¿Cuándo te volvés y por qué?
-Estuve en dos etapas en México, del ‘92 al ’96 fue la primera, y regresé porque extrañaba. En el 2000 fui a recibir el Año Nuevo allá, y sin buscarlo me salió otra vez trabajo. Me terminé quedando cuatro años más. Después empecé a fotografiar publicidades con un amigo rosarino, a través de una productora de Miami que cada tanto, por cuestiones de costo, filmaba en México. Pasé a fotografiar publicidades en las grandes ligas, pero a nivel contenido todo era muy vacío, artificial y plástico. Por más que estaba muy bien económicamente, había algo que no me llenaba. Sentí que no iba a poder fotografiar ningún largo. A partir del 2001, acá se empezó a filmar muchísimo y ya tenía ganas de volverme, de estar acá y de fotografiar películas argentinas, con actores con nuestro acento, nuestras costumbres.

-De tus trabajos más recientes, destacan Socios por accidentes y la serie televisiva ¿Quién mató al Bebe Uriarte? ¿Cómo te resultaron estas experiencias?
-Siempre tuve ganas de fotografiar una serie televisiva, porque siempre quise que se viera como una película, así como las series gringas. Me llamaron para esta serie y los directores (Gastón del Porto, Alejandro Carreras y Juan Pablo Arroyo) también tenían la misma idea. Tuvimos que lograr una imagen cinematográfica en tiempo récord, había días que rodábamos diecisiete escenas por día y cada una con diez planos aproximadamente, con muchas locaciones, mucho ritmo. Me sirvió para aprender a manejarme con prisa, también para saber delegar, ya que tenía otra unidad de trabajo bajo mis indicaciones. En el caso de Socios por accidente, ya venía trabajando con Fabián Forte (uno de sus directores, junto a Nicanor Loreti). Fabián es también asistente de dirección, y habíamos coincidido en otras películas. Con él hicimos también La corporación (2012), que para mí es una de las mejores películas que he hecho.