miércoles, 26 de junio de 2013

Guerra mundial Z (2013, Marc Forster)


El remedio contra las epidemias

 
Por Leandro Arteaga

Si caminaban lento o con poco maquillaje, entonces hacerlos más rápidos, digitales, y de a montones. Guerra mundial Z es: montañas de zombies que fluyen por la pantalla como si de un río brutal se tratase. Es eso y no sólo eso.
Por un lado -y de manera acorde a la invasión demente, por los cuatro costados de la pantalla, de una epidemia imparable, de vértigo, en medio de Filadelfia, pero también en todo el mundo-, un montaje acelerado, que inmediatamente lleva a la acción, sin necesidad de presentar demasiado sus personajes, estipulados desde pautas claras, asumidas en el espectador por tantas más películas similares: el héroe/padre de familia (Brad Pitt), que es una especie de ex-agente de algún “grupo de tareas” de la ONU, dedicado ahora a sus hijas y esposa, pero obligado a rescatar al mundo por entero.
Por el otro, la construcción discursiva que la acción –se repite, sin freno, de impactos rápidos, sin lugar para el respiro- propone. En este sentido, también sumar a Guerra mundial Z a la mirada política que los zombies han propuesto desde la figura raíz del cineasta George Romero. Pero, mientras que en Romero hay espíritu B, mirada desde el margen y zombies corrosivos, a Guerra mundial Z le interesa el ritmo trepidante, los muertos-vivos de a millares, y las balaceras sin escrúpulos por “justificadas”.
Tampoco pensar con espanto nada de lo expuesto, que los zombies en tanto encarnaciones variables habilitan a catarsis de todo tipo. Eso sí, resumida a su quintaesencia, Guerra mundial Z es la historia del padre que salva a la familia, y en este tipo de “aventura”, se sabe, el héroe se sale siempre con la suya (preocupaciones que, para el caso, nunca interesaron más que desde su transgresión al gran Romero).
A la par, el contexto discursivo que moviliza al héroe se tiñe de correcciones y manipulaciones. De esta manera, Jerusalén aparecerá como tierra prometida y de misericordia, de puertas abiertas para todo el que quiera ingresar, mientras una muralla la cierra de manera medieval (niñas cabizbajas, mujeres con turbante, tendrán allí asilo). Por otro lado, un plano puntual –sobre el cierre del film- dialoga, desde su gigantismo de cadáveres arrastrados por una pala mecánica, con aquellas mismas películas testigo del Holocausto. Así resumido, el film de Brad Pitt corroe las molestias de cualquiera de las historietas del periodista Joe Sacco.
De acuerdo con la frase “es una película para ver en el cine”, Guerra mundial Z sería título indicado. Siempre y cuando se entienda que el cine es sólo espectacularidad, consejo que el dictamen mercantil ha estipulado de manera fuerte. Así y todo –y sin acuerdo con semejante falta de juicio-, siempre habrá construcción discursiva. El gran cine de géneros se construyó de esa manera, ahora devenido cáscara grandilocuente, pero nunca sin mirada ideológica: tan conservadora como el más “banal” de los entretenimientos.

Guerra mundial Z
(World War Z)
EE.UU., 2013. Dirección: Marc Forster. Guión: J. Michael Straczynski, Matthew Carnahan, Drew Goddard, Damon Lindelof, basado en la novela de Max Brooks. Fotografía: Ben Seresin. Música: Marco Beltrami. Montaje: Roger Barton, Matt Chesse. Reparto: Brad Pitt, Mireille Enos, Daniella Kertesz, James Badge Dale, Fana Mokoena, David Morse. Duración: 116 minutos.
6 (seis) puntos

viernes, 21 de junio de 2013

Alexander Panizza. Sólo piano (Pablo Romano)+entrevista


La música como ballena blanca

Alexander Panizza. Sólo piano se proyecta en El Cairo. Una inmersión pasional, obsesiva, en el mundo de la música y de un pianista extraordinario. “Me interesaba mucho el retrato, casi como de un testigo” dice Pablo Romano, el realizador.


Alexander Panizza. Sólo piano
Argentina, 2012
Dirección y guión: Pablo Romano.
Duración: 55 minutos.
Sala y horarios: El Cairo. Sábado a las 18. Domingo a las 22.15
10 (diez) puntos

Por Leandro Arteaga

Entre la variada programación semanal de El Cairo Cine Público, destaca la segunda semana de exhibición de Alexander Panizza. Sólo piano, de Pablo Romano; ganador en el último Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales Rosario en los rubros mejor video rosarino y mejor fotografía (Romano y Arturo Marinho), así como título programado durante la edición 2012 del Bafici.
Romano posee una trayectoria dilatada, de búsqueda permanente, ya situado como nombre de referencia para el ámbito audiovisual, cuya presencia será justamente homenajeada durante la programación de la próxima “Conecta.02, Muestra de Cine Interdisciplinaria” (del 4 al 9 de julio), en donde se proyectarán El tenedor de R. (1997) y Una mancha en el agua (2005). Otra buena oportunidad para visitar sus trabajos.
Alexander Panizza. Sólo piano acompaña -también intuye, descubre, fisgonea- la intimidad del pianista durante su preparación para los conciertos de la temporada 2010 que en el Teatro Príncipe de Asturias del Centro Cultural Parque de España tuvieran a las Sonatas de Beethoven como protagonistas. En este sentido, el recorrido del argumento señala al piano como aspecto nodal –en tanto objeto, no sólo musical-, porque la historia arrancará allí cuando el instrumento arribe al domicilio del músico, mientras éste lo espera con una calma intensa, que desmiente tranquilidad, apenas un manto sobre lo insondable. Allí es donde la cámara de Romano se sumerge.
Ahora bien, lo que aparece cuando Panizza se desoculta es, justamente, la música. Y el cine, como ninguna otra arte, está allí para presenciarlo: acto de milagro, que sucede como si de una explosión mágica se tratase. Que evidentemente está ocurriendo en toda oportunidad: mientras Panizza lee/mira las partituras en sus manos –y las notas suenan en él-, cuando dialoga y fuerza en palabras insuficientes lo que sólo la música permite, cuando apela al misterio de un casete negro que guarda en la memoria pero no sabe en cuál cajón ha quedado entre tantas mudanzas.
Allí, también la artesanía del realizador: el casete como MacGuffin hitchcockiano, que prende en el espectador para una develación posible pero en todo caso posterior. Entre tanto, los campos y contracampos de diálogo entre Panizza y su esposa, o de réplica docente entre Panizza y alumno, así como el montaje paralelo entre la música que se enseña y los juegos del niño (en primer o segundo plano, el piano siempre suena y transita los lugares diferentes de la casa y, claro, la vida de quienes allí habitan), o la toma cenital que permite al teclado ser un recorrido de horizonte blanco/negro, sobre el que los dedos del músico saben cómo y cuándo y dónde pulsar. Tanta belleza, que en tanto sucesión de tiempo ininterrumpido, es también suspensión misma de lo temporal: allí cuando cine y música saben cómo –paradoja esencial- coincidir. Es por eso que cuando en la película la música es, el montaje de planos se ausenta; por eso, el cine filma –como nadie más puede- la música.
“Él parece que lo hace todo muy simple –dice Romano a Rosario/12-, pero detrás de eso hay una gran construcción, un trabajo cotidiano, de todos lo días, de una persona obsesionada con una pasión por la interpretación. Me interesaba también ver el diálogo que se entabla con unas partituras que tienen más de doscientos años, ver cómo ese lenguaje del romanticismo se hacía presente hoy, en Rosario”.
-Visto que Panizza es un obsesivo, ¿cómo recibió el músico la propuesta de ser filmado desde la intimidad?
-Es un obsesivo, pero lo es con su trabajo. Es alguien que no toma a la música clásica como algo que está por arriba de otras cosas, sino que es bastante desenfadada su visión de la interpretación de este tipo de música. Cuando le hice la propuesta, le interesó muchísimo, porque coincidíamos en muchos aspectos desde nuestras miradas. Si bien en ese momento pensé “o me insulta o acuerda”. Yo le dije que con él sentía que su relación con las partituras y la interpretación era la del capitán Ahab con Moby Dick, un monomaníaco que persigue a la ballena blanca, a la que no va a poder atrapar nunca. Pero allí es donde está la punción, en el recorrido, en el viaje, no en el final. Y eso yo lo veo mucho en él, en tratar de encontrar el sonido justo; es muy hermoso, me conmueve mucho.
Si la película de Romano se adentra en el mundo Panizza desde el arribo del piano; la secuencia final tendrá que ver con salir de allí –del hogar íntimo- para ir al encuentro, precisamente, de otro piano. El del escenario. Pero para llegar, primero toda una sucesión de escenas y situaciones donde el tiempo se extraña, el comportamiento físico y emocional progresivamente comulgan, y la cámara se vuelve casi invisible, fantasma, hasta estar ausente para quien en ese momento está por salir a escena a tocar una vez más, pero como ninguna otra vez será.

martes, 18 de junio de 2013

Man of Steel (2013, Zack Snyder)


Héroe de pedantería ideológica


Por Leandro Arteaga

“Este hombre no es enemigo” dice el militar, y por fin Superman respira aliviado. Porque lo que durante toda la película este alienígena ha perseguido estaba allí, en este reconocimiento.
Como si de un espejo extraño se tratase, el guión de Christopher Nolan y David Goyer reitera lo que su triada sobre Batman hubo de exponer, donde The Dark Knight ofrecía una construcción formal precisa: así como el dueto Joker/Batman o las dos caras de Harvey Dent, el film mismo se partía al medio entre dos argumentos. En El hombre de acero, la dualidad aparece entre Krypton y la Tierra, con Superman (Kal-El/Clark Kent) como bisagra entre los mundos.
Si Krypton conoce su caída, la Tierra abraza el nacimiento del héroe. Si la Tierra (Estados Unidos, se entiende) posee militares abnegados, Krypton sucumbe ante la figura despótica del General Zod. Luz y noche como juego de tablero que nada tiene de angustia expresionista (el Batman de Nolan lejos está de esta dolencia metafísica). El Superman de Zack Snyder se asume como arquetipo platónico -una de las lecturas, de hecho, del joven Clark-, venido de los cielos, con dudas en el confesionario, mientras un cristo de vitraux destella por detrás. Envuelto en su manto rojo y azul, el héroe sabrá cuándo caer crucificado desde el espacio.
Las lecturas religiosas en Superman han sido referidas siempre, pero nunca de manera tan obvia, como también lo es su sujeción voluntaria a las fuerzas de seguridad del gobierno norteamericano. Tampoco sorprenderse tanto, el Batman de Nolan ya hacía explícita, en su último film, su predilección por la policía mientras elegía bombardear a la gente.
Lo que ha quedado por el camino es, justamente, la raíz misma del personaje. Expresión de un mito judeo-cristiano que, en todo caso, podría pensarse desde las figuras de dos jóvenes hijos de judíos inmigrantes: Jerry Siegel y Joe Shuster. Superman, circa 1938, antes que preocuparse por la simpatía militar, supo ser justicia de cómic para las víctimas de la Gran Depresión, mirada gráfica futurista (Metrópolis, trenes, velocidad, rascacielos), y placer lector de pocos centavos.
Pero la diversión parece ya no tener lugar en el mundo de Superman, rasgo que es marca de rutina en el cine de Nolan y también en el de Snyder, tan afecto a los espartanos-maniquíes de 300 o a su almibarada, nada ácida, Watchmen. Superman ya no juega su magia desde el desafío del vuelo, sino que ahora se ha vuelto solemne, rígido, estatuario. Bien lejos de los gags lunáticos de Richard Lester o de la caracterización encantadora de Christopher Reeve.
Cuando el alto mando lo acepta, la bandera con barras y estrellas flamea por detrás, así como el cristo del vitraux. Prólogo para el despliegue de unos efectos especiales devastadores. Edificios como dominó para el Superman de los nuevos tiempos, asumido vértice de fundamento junto con Dios y la Patria. Espectacularidad visual que no esconde su pedantería ideológica.

El hombre de acero
(Man of Steel)
Estados Unidos/Canadá/Reino Unido,2013. Dirección: Zack Snyder. Guión: David Goyer, Christopher Nolan. Fotografía: Amir Mokri. Montaje: David Brenner. Música: Hans Zimmer. Reparto: Henry Cavill, Amy Adams, Michael Shannon, Diane Lane, Russell Crowe, Kevin Costner, Ayelet Zurer, Laurence Fishburne, Antje Traue, Harry Lennix, Richard Schiff, Christopher Meloni. Duración: 143 minutos
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
5 (cinco) puntos

jueves, 13 de junio de 2013

Gaspar Scheuer (Samurái): entrevista


Entrevista a Gaspar Scheuer  
sobre Samurái,
premio DAC 
en el último Festival 
de Cine de 
Mar del Plata.


Linterna Mágica 
(07-06-2013)
Descargar

martes, 11 de junio de 2013

Samurái (2012, Gaspar Scheuer)


Entre la figuración y el extrañamiento


Por Leandro Arteaga

Ya en El desierto negro (2007), Gaspar Scheuer delineaba un espacio insondable, cubierto de abismo, desde un gaucho fugitivo: a la manera de un no-lugar, cuyos límites refractaban en las asociaciones múltiples provocadas por el montaje. Así, las imágenes evocaban un cruce extraño entre la figuración y su extrañamiento, como si se tratase por momentos de texturas, de abstracciones paisajísticas o mentales.
Un recorrido similar es el que el realizador propone ahora con Samurái, a través de la amistad entre un gaucho rechazado y un samurai inexperto. El primero (Alejandro Awada) responde a un nombre que ya le cifra interés de leyenda: Poncho Negro, sobreviviente de la guerra del Paraguay, portador de una cicatriz que es el cuerpo todo; el otro, Takeo (Nicolás Nakayama), hijo de una familia inmigrante, heredará del abuelo samurai la katana para persistir en la búsqueda de Saigo: líder samurai de la revuelta derrotada, escondido quizás en Argentina.
Entre los datos ciertos, el enfoque histórico y los trazos de leyenda, Scheuer embarca a sus personajes en un periplo hipnótico, a través de un campo que metamorfosea lugares, temperaturas, tonos, días, noches. El color y el blanco y negro podrán convivir en un mismo plano-secuencia. Tal como en su film anterior, lo espacial existe más allá de lo visto, sobre todo a partir de lo oído: aquí la artesanía particular de Scheuer, sonidista que ha participado en más de cuarenta títulos. En este sentido, es un clima sensorial el que Samurái propone: la película como experiencia vital, donde arrojarse junto a sus personajes para dejarse embriagar por una atmósfera sonámbula.
En contacto con los elementos, el gaucho y el samurai se mixturan con el medio, capaces de encontrar la pequeña brasa aún humeante o de confundirse entre la lluvia que arrecia. El contraste con estas maneras vitales, con esta forma de vivir el cine, aparece en las caracterizaciones del terrateniente, de la clase gobernante, de la fuerza militar: donde antes no había necesidad de parlamentos, aquí surgen palabras y retórica, compañía para los gestos impostados, sean aristócratas o de rango bélico.
Como si un trompo fuese el recorrido enhebrado, habrá el film de encontrarse consigo mismo hacia su desenlace. Gaucho y samurai sabrán mirarse el uno en el otro, a la manera de un espejo difuso. Guerras, intereses económicos, aristocracia, no parecen ser privilegio de país alguno, así como tampoco la condición de parias de otros. En ese lugar, mejor situar la mirada de Poncho Negro, gracias a su actor insustituible: todo está en esa manera torva, en la que se dice con los ojos. Algunas palabras agregarán más o menos datos, pero ninguna podrá –ni querrá- explicar lo que ahí se esconde.

Samurái
(Argentina/Francia, 2012) 
Dirección: Gaspar Scheuer. Guión: Gaspar Scheuer, Fernando Regueira. Fotografía: Jorge Crespo. Montaje: Eduardo López López. Música: Ezequiel Menalled. Reparto: Alejandro Awada, Nicolás Nakayama, Jorge Takashima, Miki Kawashima, Graciela Nakasone, Kazuomi Takagi, Agustina Muñoz. Duración: 96 minutos.
Sala: El Cairo.
8 (ocho) puntos

sábado, 8 de junio de 2013

En trance (Trance, 2013, Danny Boyle)


Una única imagen hipnótica


Por Leandro Arteaga

O Danny Boyle se ha vuelto poco cineasta o quizás nunca lo fue demasiado. Nada raro pasa en sus últimas películas, tan conformistas, tan pendientes del gusto mediático. Quizás el momento bisagra –si es que algo así es pensable- lo ofrezca Slumdog millionaire ¿Quién quiere ser millonario?, con sus piruetas hindúes coloridas, tan turísticas como oscarizadas. Después, 127 horas, llena de buenas intenciones, aleccionadora, moralista. Posteriormente, el nombre de Boyle como atracción de marquesina para la puesta en escena de los juegos olímpicos en Londres. Y ahora: En trance.
El devenir expuesto ya prefigura algo; sintéticamente: pirotecnias varias para entrelazar juegos mentales que den con el escondite de la famosa pintura robada. A ver: James McAvoy es empleado en subastas de arte, acuerda con el malandra de Vincent Cassel un robo perfecto, pero un golpe en su cabeza termina por inutilizarle los recuerdos. Finalmente, la experta en hipnosis Rosario Dawson (o hipnótica, lo que es más cierto) es contactada para dar con el recoveco mental, allí donde McAvoy guarda su celoso secreto.
Hasta ahí, todo bien. Es más, el gusto por lo que sucederá prende de inmediato. Las secuencias iniciales son elípticas, con un montaje a veces caprichoso, sin raccord necesario, lo que permite entrever alguna falta de lógica que, en todo caso, augura una explicación mayor, para la que habrá que saber esperar (allí la trampa o, mejor, la sinceridad del film, porque no habrán más que sorpresas falsas). Además, la acción se plantea de forma brusca, desde un plan cuya ejecución es una suma de engranajes. Y también porque Cassel está justo, tiene el rostro más curtido en años, afilado y bien demarcado, como si lo hubiese dibujado Chester Gould (el creador de Dick Tracy).
Ahora bien, cuando el viaje de recuerdos comienza y el entrevero de memorias sucede, la película se vuelve más y más falsamente abstracta (acá la pseudo-sorpresa). Allí lo que no puede aceptarse, porque si de sustraerse a lo figurativo se trata, permitiendo al montaje procurar sinsentidos o resoluciones fortuitas, nada que hacer tienen las voces normalizadoras. Entre todas ellas, una se erigirá gradualmente, como voz total que será explicación final, razón para lo sucedido. Cuando se arribe a la conclusión, el espectador sabrá que nada de lo visto estuvo por fuera de otro plan tan premeditado como el del robo primero. Y lo que es peor, desde una justificación que -en teoría bienpensante- debiera ser atendible, de no ser porque se escuda en su corrección política.
Tan correcto es el planteo que asoma que la banalidad de su abordaje vuelve fácilmente olvidable cierta aparición de la Dawson: primero difusa en su reflejo, luego tan nítida como para cortar el aliento, dualidad que mezcla un mismo movimiento de cámara. (En verdad, ella no es nada olvidable, aún cuando la película no la merezca.)

En trance
(Trance) Gran Bretaña, 2013. Dirección: Danny Boyle. Guión: Joe Ahearne y John Hodge. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Rick Smith. Montaje: Jon Harris. Reparto: James McAvoy, Vincent Cassel, Rosario Dawson, Danny Sapani, Matt Cross, Wahab Sheikh. Duración: 101 minutos.
4 (cuatro) puntos