domingo, 28 de marzo de 2010

Número 9 (2009, Shane Acker)


Sombras de un mundo oxidado


Número 9
(9) EE.UU., 2009. Dirección: Shane Acker. Guión: Shane Acker, Pamela Pettler. Música: Deborah Lurie, Danny Elfman. Montaje: Nick Kenway. Voces: Elijah Wood, Christopher Plummer, Martin Landau, John C. Reilly, Crispin Glover, Jennifer Connelly. Duración: 79 minutos.





En el cortometraje origen, de 2005 -aquél que suscitara muchos premios, una nominación al Oscar, y el interés de Tim Burton para la producción del largometraje-, el particular homúnculo con el número 9 encuentra, con la ayuda de número 5, la forma de recrear una antorcha eléctrica. Quita, para ello, el foco de luz de una lámpara de pie, idéntica a la del signo identitario de los estudios Pixar. Aún cuando la referencia pueda parecer forzada, nada impide pensar en cierta deuda de admiración hacia el mejor sello animado de los últimos tiempos.
En este sentido, Número 9 comparte con Pixar inteligencia narrativa, pero prefiere –aquí sí la diferencia nodal- otros rumbos estéticos. Si la primera aparición de 9 nos recuerda el mismo clima melancólico del pequeño robot Wall-E (2008) y su mundo desolado, rápidamente la melancolía se vuelve mayor y más pesada. El mundo apocalíptico-industrial que el realizador Shane Acker delinea para sus pequeñas creaturas se nutre de tintes frankensteinianos, de toques burtonianos, de la leyenda del Golem, y del hacer pesadillesco y expresionista de animadores maestros como el checo Jan Svankmajer y los hermanos norteamericanos Timothy y Stephen Quay.
En otras palabras, el planeta que habita 9 –último de una serie, que deberá encontrar a los números precedentes- es consecuencia de un proceder humano victoriosamente fascista. La máquina ha pisado, finalmente, al hombre. Queda 9, con sus ojitos de obturador, como depositario de algún resquicio pensante, en un mundo que se ha poblado de seres monstruosos, posibles a partir de los restos de esa misma humanidad olvidada: muñecas tuertas, cabezas plásticas, cráneos rotos, garras de metal, huesos desarticulados, monumentos fabriles.
El recorrido de 9 no sólo explicará lo que hubo de ocurrir –aquello que el cortometraje supo tan bien esquivar-, sino que también le significará un descubrimiento gradual y personal. No podrá evitar errores, algunos de ellos fatales. Lo que equivale a pensar Número 9 como un film atípico, donde la muerte juega un rol fundamental, con una presencia que no duda en ser terrible, tan ajena de esta manera a tanta película infantil que se asume y define desde este mismo adjetivo.
Sólo molestan, apenas, ciertos momentos de acción rápida, de piruetas de héroes acrobáticos, que desentonan con el espíritu del film. Pero no logran, de todos modos, interferir con el clima general de lluvia oxidada. Número 9, en este sentido, es sorprendentemente oscura, mucho más cercana –paradójicamente- al mundo burtoniano que lo que supone la reciente y fallida Alicia en el país de las maravillas.
La gratitud del realizador hacia Burton, el productor, se manifiesta de un modo explícito en la participación musical de Danny Elfman, en la escritura del guión (Pamela Pettler es también guionista de El cadáver de la novia), y desde un lugar particular en la confección de uno de sus personajes, adicto a las descargas eléctricas y tan gratamente parecido al Oogie-Boogie de El extraño mundo de Jack.

martes, 23 de marzo de 2010

Un maldito policía en Nueva Orleans (2009, Werner Herzog)


El hombre de la
joroba bendita


Un maldito policía en Nueva Orleans
(The Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans)
EE.UU., 2009. Dirección: Werner Herzog. Guión: William M. Finkelstein a partir de Un maldito policía, de Abel Ferrara. Fotografía: Peter Zeitlinger. Montaje: Joe Bini. Música: Mark Isham. Intérpretes: Nicolas Cage, Eva Mendes, Val Kilmer, Xzibit, Fairuza Balk, Brad Dourif. Duración: 122 minutos.



Rara avis por donde se la mire. Un maldito policía es mixtura salvaje entre el desenfreno de Abel Ferrara -cuyo film de 1992 sirve de “excusa”-, el oportunismo del actor y productor Nicolas Cage, y la visión surreal/grotesca del realizador Werner Herzog. Un cóctel semejante e impensable que, sin embargo, ha sido posible.
Si, por un lado, se recurre a la película original, no se puede dudar de su carácter de remake imposible. Sólo Ferrara pudo haber filmado algo semejante. Sólo él es capaz de marcar a fuego en el recuerdo uno de las personajes más crudos del último cine. (No habrá quien olvide la famosa escena masturbatoria del derruido lieutenant Harvey Keitel). Por parte de Herzog, otro carácter tanto o más indomable e inclasificable, sólo decir que hace lo que debe: una película propia e imposible; vale decir: un falso remake, con Cage de protagonista, y en tono policial noir.
New Orleans es el ámbito elegido. Los efectos del huracán Katrina muestran sus huellas, mientras una víbora de agua serpentea los barrotes de una cárcel inundada. La naturaleza ha hecho escuchar su rugir y, como se sabe, en el cine de Herzog sólo un espíritu animal como el de Klaus Kinski (Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo) puede aceptar el desafío. Nada de ciudad carnaval o cuna mítica de jazz, sino restos de un hábitat inundado donde prolifera una fauna desbordada.
Si Cage no puede ser, nunca, Kinski, que se transforme. Si en Aguirre (1972) el actor desenfrenado utilizó un arnés para sumar una joroba, aquí Cage deberá cargar con otro peso. Un golpe en la columna lo deja retorcido para siempre, con un hombro más alto que el otro. Cage se vuelve caricatura de sí mismo. Si su perfil es impensable para el de un policía maldito, mutará entonces en ánima renacida de la ciudad selvática y delirante de Herzog.
Como si se tratase –y tal vez lo sea- de un guiño alla Dirty Harry, o a tanto cowboy de gatillo rápido, el lieutenant de Cage se pasea con su Magnum 44 gigante aferrada a la cintura. Una imagen grotesca, que comienza a extrañar cada vez más el entorno de disparate dark que le rodea. Drogas, alucinaciones, corrupción, medallas y ascensos, hasta un paroxismo burlón, a partir del cual se le pide al espectador que se crea todo lo que ve, como si de un mal chiste se tratase.
¿Qué es lo que queda entonces? Queda un film atípico, por fuera del canon hollywoodense –afín, así, al espíritu de Ferrara (quien, como se debe, ha hablado pestes de Herzog)-, proclive a ser vilipendiado: porque no se trata de otra cosa más que de la mueca bruta de tanto film policial reaccionario.
Desde un límite a veces tambaleante, el policía maldito de Herzog manifiesta la artesanía de un realizador que, con la gracia de tanto cine sobre sus espaldas, sabe cómo manejar su joroba, tan deforme y desconcertante como las mismas risas drogadas de Cage, mientras observa bailar las almas de los difuntos.

martes, 16 de marzo de 2010

Shutter Island (2010, Martin Scorsese)


El últim
o gran hallazgo de Scorsese


Por Emilio Bellon
Publicado en Rosario/12 (15/03/2010)


La isla siniestra
(Shutter Island)
EEUU, 2010.
Dirección: Martin Scorsese. Guión: Laeta Kalogridis, según la novela de Dennis Lehane. Fotografía: Robert RichardsonMúsica: fragmentos de György Ligeti, John Adams, John Cage, Krzysztof Penderecki, Brian Eno, etc. Montaje: Thelma Schoonmaker. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Mark Ruffalo, Ben Kingsley, Patricia Clarkson, Emily Mortimer, Max Von Sydow, Michelle Williams. Duración: 138 minutos.




Tal vez para poder comenzar a transitar el accidentado periplo que nos propone este último film del tan personal realizador Martin Scorsese, presentado en el último Festival de Berlín hace tres semanas, sea necesario ubicarse en algún punto del camino descendente, espiralado, que nos mostraba su realización de 1991, Cabo de miedo; no sólo de este en su carácter de remake, sino de aquella primera versión de principios de los '60, dirigida por J. Lee Thompson.
Desde Cabo de miedo, interpretada por Robert De Niro, Nick Nolte y Jessica Lange, entre otros, Scorsese, desde mi punto de vista, no había logrado transmitir un relato tan afiebrado ni tan compulsivo. En La isla siniestra, cuya novela original de Dennis Lehane ansío leer, Martin Scorsese nos propone atravesar una historia huracanada, modelada como una creciente pesadilla, que llega a borrar los límites y los marcos de una supuesta y omnipresente realidad.
A sus sesenta y siete años, con una trayectoria que parte de mediados de los '60, Scorsese nos hace llegar una alucinatoria obra que saluda de igual manera, y hace suya, al melodrama, el thriller del cine negro con elementos del suspense psicológico, categorías y géneros que apuntan a este caso a volver a poner en escena aquellos principios del cine de Fritz Lang y de Alfred Hitchcock en el que "nada es lo que parece ser".
Desde La isla siniestra, film decididamente claustrofóbico, en los que la sombra de una amenaza se va desplegando silenciosamente sobre nosotros, los espectadores, Scorsese, desde ese guión sin fisuras que despierta nuestros propios terrores, se conecta con los asfixiantes espacios de un mundo kafkiano, autor que se cita en un relevante pasaje. Y es admirable ver cómo desde la situación personal de un alguacil federal, que junto con su reciente compañero de investigación llega a Shutter Island, logra abrirse a la memoria histórica, en lo que compete a las acciones y genocidios en los años de la Segunda Guerra Mundial y a las operaciones manipuladas por la política del macarthysmo.
En este sentido, que el film se abra en el año 1954 no es sólo una cuestión de ambientación: todo el clima de persecución, espionaje y chantaje se respira en una sociedad que busca aniquilar las diferencias y que intenta expulsar todo indicio de ideología ajena al sistema, mediante la degradante política de interrogatorios y delaciones.
Y, simultáneamente, Scorsese nos coloca a través de repetidos flashbacks en la piel de quien ahora, en una situación abismal, debió matar a su enemigo, en tanto el personaje que asume de manera adulta Leonardo DiCaprio formaba parte del ejército de los aliados y en algún momento él también, en una situación límite y terminal, como lo plantea la guerra, se vio obligado a matar.
En numerosos reportajes, Scorsese, desde una reconocible humildad, señaló numerosos films que se pueden visualizar, desde algunas huellas, en La isla siniestra, cuyo título original remite a ese espacio que se define como una fortaleza presidiaria psiquiátrica. Entre otros nombres, Scorsese citó a Otto Preminger y Jacques Tourneur, a Orson Welles, Roman Polanski, Edward Dymitryk, y fundamentalmente dos documentales censurados: de John Huston: Let There Be Night, sobre los efectos de la guerra en la conducta humana, como asimismo Titicu Follies, de Frederick Wiseman sobre un Hospital psiquiátrico para enfermos mentales de Massachusetts, Vértigo, de Alfred Hitchcock y Shock Corridor, de Samuel Fuller. Comentó que varios films de estos directores fueron analizados por todo su grupo de trabajo.
Estimo que el film merece verse más de una vez. En tanto la ambigüedad queda en pie al final del relato, tal vez sea oportuno ir revisando de qué manera se van construyendo ciertos interrogantes y desde qué aspectos, desde qué marcas que van hiriendo la inicial lógica se van, al mismo tiempo, desvaneciendo algunas certezas, a partir de un número. Desde la torturada mente de un individuo dominado por la culpa y el miedo, La isla siniestra nos enfrenta a miradas, gestos, de los otros, que van generando sospechas y que nos lleva a internarnos a pasadizos y laberintos, pabellones en los que anidan tenebrosos secretos, terrenos escarpados, visiones borrosas y siluetas confundidas y allí, un faro que no arroja precisamente una luz orientadora.
Desde el momento inicial, la partitura musical del film nos instala en la senda de lo incierto y lo desconocido, y así, desde el primer momento, en un cuidado y atractivo jardín el horror ante rostros desencajados comienza a emerger. Del mismo modo, el rostro del personaje central, que en tantos aspectos nos lleva a evocar a los detectives del cine negro de los años '40, acusa una permanente tristeza, lo que va señalando que, nosotros como espectadores, debemos comenzar a mirar hacia otros ángulos.
Metáfora de tormentas interiores, de recuerdos propios y delirios construidos, de golpeante paranoia, sin que haya una definición al respecto, Scorsese logra en La isla siniestra despertar nuestros propios miedos, desde este film que se va siguiendo con ese ritmo programado de un azote que no cesa, con esa frecuencia que comienza a horadar y agrietar todo indicio de aparente seguridad, que nos podría llevar a alcanzar el próximo transbordador.
Juegos de tiempos y visiones de espanto, La isla siniestra se va extendiendo frente a nuestra mirada desde una progresiva sospecha, que se multiplica y que nos asalta. Con un elenco acorde a lo planteado por el guión, que recupera para nosotros al bergmaniano Max Von Sydow y a un polifacético Ben Kingsley, con una destacada actuación de DiCaprio y de su compañero Mark Ruffalo, y la siempre notable Patricia Clarkson, La isla siniestra es, para quien escribe esta nota, uno de los últimos grandes hallazgos del cine de hoy.

domingo, 14 de marzo de 2010

The Imaginarium of Doctor Parnassus (2009, Terry Gilliam)


La magia sin tiempo de quien sabe encantar

El imaginario mundo del Doctor Parnassus
(The Imaginarium of Doctor Parnassus)
Gran Bretaña/Canadá/Francia, 2009. Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry Gilliam, Charles McKeown. Fotografía: Nicola Pecorini. Música: Mychael y Jeff Danna. Montaje: Mick Audsley. Intérpretes: Christopher Plummer, Heath Ledger, Lily Cole, Verne Troyer, Andrew Garfield, Tom Waits, Johnny Depp, Colin Farrell, Jude Law. Duración: 123 minutos.



Cuando las esperanzas se difuminaban, y el nonsense carrolliano se perdía en la cobertura de torta de casamiento que es la Alicia de Tim Burton, aparece el Dr. Parnassus. Lo que equivale a decir Terry Gilliam. Lewis Carroll y Terry Gilliam. Sí, siempre, desde la primera de sus películas. Por las dudas, recordemos su título, prueba suficiente: Jabberwocky (1977).
Todavía más, porque el sinsentido, la ironía, la burla majestuosa, ya estaban en los Monty Python, con Gilliam como miembro sobreviviente y norteamericano del grupo inglés e incomparable. Luego sus films en solitario, con el espíritu de Alicia como guía, con la confianza en la fabulación, con el saber necesario como para poetizar de forma lumínica y tantas veces oscurísima. Tierra de pesadillas (Tideland, 2005) es expresión última.
Entre momentos pendulares de plenitud alegre o depresiva, aparece el mundo de imaginaciones del Dr. Parnassus. Apenado y sufriente, Parnassus acarrea el mal de la vida eterna. El Diablo me engañó, se queja. Me dejó ganar la apuesta y la vida eterna porque sabía que el mundo cambiaría. Ya nadie gusta de escuchar historias, de dejarse encantar por el “había una vez”, de perderse en laberintos imaginarios. Los labios de Parnassus continúan el periplo del juglar que narra pero a oídos ahora sordos, abordo de su escenario rodante, con una hija adolescente, un chico de la calle, y un enano que es su voz lúcida y conciente.
Entre Parnassus y el Diablo se juega el destino del mundo. Y los dos, que quede claro, aman el mundo. En otras palabras, entre Christopher Plummer y Tom Waits. ¿Qué más decir? Decir que el film está dedicado a Heath Ledger, dada su muerte prematura, a sólo un mes de rodaje. Los rostros de Colin Farrell, Johnny Depp y Jude Law cubren las otras caras del actor, todas y cada una expresiones del espejo que deforma y revela. El espejo que habrá de atravesarse para el ingreso en los mundos imaginados. Algunos de riqueza bellísima, otros de estupidez consumista.
No hace falta a Gilliam dar lecciones de panfletería, sino sólo plasmar sus no-lugares de ensueño, en el seno mismo de tanto shopping carcelario. A través, por ejemplo, de su coreografía –tan, pero tan alla Monty Python- de policías afeminados, donde las rayas de las pantymedias saben dar textura al culo de la ley.
El imaginario mundo del Doctor Parnassus es tan melancólica que juega sus cartas para un desenlace de desencanto, con interrogantes que persisten sobre los personajes, sin respuestas tontamente claras. Parnassus tiene tantas caras como el espectador quiera o se atreva. Miembro de honor de la estirpe mágica de seres extraordinarios como el Dr. Lao, el de las siete caras, en aquel film bello de George Pal (1964). Depositario de los misterios que viene de un más allá remoto y oriental, soñado y misterioso. Quizás la realidad que quepa hoy a su magia sea la del homeless que mendiga palabras. Todo ello como parte de un mundo cuya imaginación parece derruirse, tal vez reconstruirse.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Richard Stark's Parker: The Hunter (2009, Darwyn Cooke)


Crónica del desalmado
(Westlake es Parker es Cooke)


Richard Stark’s Park
er: The Hunter
Guión y dibujos: Darwyn Cooke,
a partir del libro de Donald Westlake.

Hardcover, 144 pages.
IDW, July 2009.
u$s 24.99





Cualquier obra con el nombre de Darwyn Cooke es impaciencia lectora. Aún más cuando su nuevo trabajo es declarada y afectivamente noir. Rasgo que continúa un periplo gráfico y estilístico que nos remonta a su paso por Catwoman o, mejor todavía, por The Spirit. Cooke es hermano de lápices de Bruce Timm desde los buenos tiempos de Batman: The Animated Series. El mismo medio animado, circularmente, llevará a la pantalla uno de sus mejores y más premiados trabajos en comics: The New Frontier (2003-04).
Darwyn Cooke es grande. Y puesto a hacer lo que le gusta, todavía más.
Porque es su idolatría por Donald Westlake (1933-2008) la que ha terminado por hacer germinar a The Hunter (1962) en formato novela gráfica: primer libro de una serie de cuatro, protagonizados por Parker, el desalmado personaje delineado por Richard Stark (seudónimo de Westlake).
Donald Westlake escribió las andanzas de su personaje durante veinticinco libros, además de una obra profusa, que suma guiones de cine (entre los que sobresale The Grifters, de Stephen Frears) y, justamente, traslaciones a la gran pantalla. Parker, de hecho, ha sido encarnado por Jim Brown (The Split, 1968, G. Flemyng), Mel Gibson (Payback, 1999, B. Helgeland), Robert Duvall (The Outfit, 1973, John Flynn) y el incomparable Lee Marvin (Point Blank, 1967, John Boorman). El propio Jean-Luc Godard ha visitado el mundo Westlake a través de su Made in U.S.A. (1966), sobre la novela The Jugger (1965).
Puesto a la tarea, Darwyn Cooke se contactó con el propio escritor y, desde un ida y vuelto ameno, atento a sugerencias compartidas (Westlake veía a Parker como un Jack Palance joven), The Hunter es el fruto. Además de ser lamento del historietista, dado el fallecimiento de Westlake poco tiempo antes de la finalización del libro.
Las primeras páginas son magistrales, de inevitable marca Cooke. El Book One de The Hunter es narrativa pura, sólo un “go to hell” de boca del protagonista que marcará el inicio y descenso al averno. Viñetas -cada vez más cerradas- siguen el deambular de Parker, sin mostrar su cara, desde el puente de Brooklyn hacia el interior de la ciudad. De lo general a lo pequeño. Con indicios breves que no revelan nada, que culminan con su rostro, odioso, enmarcado por la página y un espejo. Después, el encuentro con la rubia hermosa, una relación que se intuye de a poco, a través de la cual Parker busca a alguien. Ese nombre es el que guarda el porqué, el que anuda todo el embrollo, el que significa la meta mortal de Parker o de todo aquel que se atreva a cruzársele. Así de contundente es el inicio de The Hunter.
Y pareciera que es esta agilidad la que habilita luego a la explicación prolongada, de muchos párrafos. No hay primera persona, no puede haber manera que explique la subjetividad de alguien que, por lo que parece, no la tiene. Sólo un distanciamiento que lo relate de modo sobrio: quién es, qué trabajos hace, qué le pasó, qué hizo. De acuerdo con el propio Cooke: “(Westlake) me escribió que la serie, en un principio, consistió en un ejercicio de escritura sobre un personaje completamente interno. Donde el contenido emocional estuviese sumergido de tal forma que la única indicación que permitiera sugerirlo fuese el comportamiento físico.” (1)
De esta manera, el Parker de Cooke es siempre igual, nunca cansado o alterado o sorprendido o dolorido o excitado. Su desenvolvimiento es el de un autómata, de ceño fruncido, más el encanto de la iconografía circa ’60. New York, autos grandes, barrios bajos, trajes, corbatas y sombreros. Y un blanco y negro y gris que oscilan entre el cine noir ’40-’50 y la violencia icónica posterior. El accionar del Parker de Cooke se asemeja a aquellos momentos estatuarios y terribles de Lee Marvin en A quemarropa. En otras palabras, Cooke se lo pasa en grande.
En otras palabras, quizá Parker no sea quien es de no ser por quienes le rodean. Es desde la caracterización de cada uno de estos personajes donde afloran, justamente, los muchos rostros de Parker. A medida que avanza y mata y pega y ahorca y desfigura, quienes asumen su falta de emoción son los demás. Allí es donde hay que prestar atención. Porque Parker existe desde ellos y desde uno. Desde ese espejo inicial que devuelve al lector la imagen de Parker como si fuese la propia.
Para el verano de 2010, Darwyn Cooke promete el regreso de Parker. El ánima maldita de una ciudad que se sabe alfombra grande que esconde tierra. Una basura de persona. Parker como equivalente de lo que anida bajo la alfombra. La imagen, en suma, que el espejo nos devuelve. Desafío que el dibujante enfrentó desde idénticas premisas westlakeianas. Cooke, decíamos, se lo pasa en grande. El lector todavía más.

Notas:
(1) ComicsReporter (10/05/2009)

lunes, 8 de marzo de 2010

Alice in Wonderland (2010, Tim Burton)


Con toda la magia ahogada por Disney
(Alice I)

Alicia en el País de las Maravillas
(Alice in Wonderland)
EE.UU., 2010. Dirección: Tim Burton. Guión: Linda Woolverton, basado en los libros de Lewis Carroll. Fotografía: Dariusz Wolski. Música: Danny Elfman. Edición: Chris Lebenzon. Intépretes: Johnny Depp, Mia Wasikowska, Helena Bonham-Carter, Anne Hathaway, Crispin Glover, Matt Lucas, Stephen Fry, Michael Sheen, Alan Rickman, Barbara Windsor, Paul Whitehouse, Imelda Staunton, Christopher Lee y Timothy Spall. Duración: 108 minutos.



Por Emilio Bellon

Desde hace más de medio año diferentes medios periodísticos comenzaron a abrir secciones especiales para marcar, con crecientes expectativas, el anticipo de lo que iba a acontecer en los primeros días de marzo en todo el mundo: el estreno del nuevo film de Tim Burton, sobre el que el consagrado director, que ya había logrado todo un círculo de fans, ofrecía reservada información. El anuncio de que su próximo film sería la traslación de aquellas dos obras ya clásicas, que hoy están siempre presente en incontables bibliotecas y en tantas noches de desvelos, del siempre enigmático Lewis Carroll: Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, publicadas ambas entre 1865 y 1871.
Desde el primer día, filas de seguidores de los films de Burton se acercaron para dejarse sorprender por esta nueva obra, que ahora se exhibe, entre otros sistemas de formatos, en el hoy tan prometedor 3 D. Algo comenzaba ya a sonar extraño en esta nueva adaptación del director. Y esta primera sospecha nos llevaba entonces a ciertas exigencias de los mismos estudios Disney para su efectiva comercialización. Pero no fue la única, desde mi punto de vista, sino sólo una de las tantas concesiones que Tim Burton -a quien siempre agradeceré por films tales como El joven manos de tijera, Ed Wood y El gran pez, fundamentalmente-, debió acatar.
Frente al mundo de los personajes de Lewis Carroll, que se enfrentan a enigmas, a interrogantes, a aquello que ha sido subrayado tantas veces en el texto, el non sense, el personaje de Alicia en el film de Tim Burton no experimenta inquietudes ni ese deseo de querer saber. Desde el principio, ahora esta joven que cuenta con diecinueve años, que decide huir de los formalismos y presiones de la sociedad victoriana, tras haber experimentado caer al pozo (secuencia clave de la lectura del original) pasa a transformarse en una heroína que finalmente adoptará las vestiduras de una nueva Juana de Arco que, en su regreso del mundo real, adoptará un rol de empresaria con los nuevos circuitos de Oriente.
Alguna vez la obra de Carroll fue definida como una puesta en espejo del propio juego del lenguaje, un espacio en el que nada es lo que parece ser y donde se representa el absurdo de un universo reglado por insostenibles mandatos. El film de Burton simplifica desde el enfrentamiento entre las fuerzas del bien y del mal el camino y las pruebas del héroe clásico, sosteniéndose en fórmulas ya repetidas y hoy engalanadas y maquilladas por una artillería tecnológica de efectos digitalizados que han llevado a una estandarización aquellos clásicos, que alguna vez alimentaron el misterio, la sospecha, la intriga.
Que el espectador reconozca algunos de los personajes que pueblan el universo del original, del fascinante e hipnótico mundo de Carroll, esto no habilita a pensar, así lo creo, que haya captado la profundidad de los encuentros, de los parlamentos que han alcanzado un ejercicio del pensamiento de los lectores de todas las edades, según sus propias inquietudes. Galería de personajes mostrados desde un esteticismo visual aplastante, desfilan (sí, sólo desfilan) de manera urgente por una pasarela que olvida la humanidad de sus criaturas. Pieza de repostería, el último film de Burton seguramente será motivo de admiración y deleite oportunista para los fabricantes de souvenirs y juguetes.
Pero el film de Burton es sobre todo un film con Johnny Depp. Y aquí no hay engaño posible. La mayor parte de los afiches que se exhiben en cartelera lo muestran a él, con su nueva caracterización de uno de los personajes que, desde la publicación del libro, mayores interrogantes ha despertado: el del Sombrerero Loco. Pasaje inolvidable, así lo recuerdo, el de la hora del té, que ha abierto a tantas lecturas, junto a la Libre de Marzo, en el que el tiempo pasa a ser otro protagonista, aquí sólo se reduce a una presencia megalómana del actor.
Ante esto, una gran lectora y creativa adolescente como Julia Coca, de dieciocho años, ingresante de la carrera de Psicología, nos hace llegar su comentario: "Más que sobre Alicia esta película es un film sobre Johnny Depp. Si bien el libro y la película parten de denuncias diferentes de la sociedad victoriana, Lewis Carroll provocaba en mí, como lectora, ese sentimiento impredecible frente a lo que podía suceder, permitiéndonos ciertas sorpresas y dudas. Pero en el film de Burton todo es tan obvio que va dejando de lado, desde su heroína, el incomprensible mundo de ese sueño que Alicia ahora protagoniza y que en el libro la llevara a preguntarse de sí misma. Desde el sueño, algo que ahora no ocurre, Alicia aprende a ser crítica, viendo como se mueven los hilos de esa realidad que se debate entre el conformismo y la locura".
No voy a citar aquí a las criaturas que acompañan a Alicia en su trayectoria ni los equivalentes en el mundo de su vigilia. Creo que el estreno del film puede llevar a nuevas motivaciones para la lectura o relectura del libro, no sólo con el ánimo de establecer comparaciones (algo inmediato) sino de ver cómo un director que alguna vez fue tan personal como Tim Burton olvidó ahora sombríos pasajes, mundos secretos, espacios clausurados para crear su obra.
Desde los inicios del cine, allá en los años del cine silente, encontramos ya algunas versiones de Alicia y en varias oportunidades numerosos directores han tomado el libro como punto de partida y metáfora de los viajes de sus protagonistas. Julia recuerda la versión Disney de 1951: "Y si la prefiero es por su simpleza y porque podía escuchar ciertos diálogos que aquí no están presentes. En tal caso, el personaje creado por Burton muestra a una Alicia lineal que no tiene ni participa de conductas que en principio pueden ser contradictorias. Recuerdo que en el film de Disney Alicia podía ser no sólo inocente sino también astuta".
De los personajes tan digitalizados, que llegan a perder su humanidad, sus variados costados, tal vez sea el de la Reina Roja el que nos devuelve ciertas voces del texto. En este festival sobrecargado de derroche visual no hay espacio para la reflexión, para el tema de la identidad y para escuchar los interrogantes de la conciencia. Todo aparece y desaparece porque sí, para dar lugar al poderío del imperio Disney de hoy.


Elogio de la locura (Alice II)


Por Leandro Arteaga

“Era un tipo pálido, de aspecto frágil, de ojos tristes, con un pelo en mucho peor estado que el que podría haber dejado la lucha con la almohada de la noche anterior (…) los ojos ferozmente abiertos y desorbitados, curiosos, ojos que habían visto mucho pero aún devoraban todo. Este lunático hipersensible es Edward Scissorhands”, supo decir acerca de Tim Burton el actor Johnny Depp.
El relato se vincula al recuerdo del primer encuentro entre ambos, cuando Burton lo entrevista para el film que marcaría, por un lado, el inicio de una relación cinematográfica que todavía les une y, por el otro, para decidir a Depp a continuar en la actuación, hastiado como estaba de ser el “chico de la tele” y el “ídolo juvenil”: “aturdido, perdido, empujado hacia las entrañas de América disfrazado de joven republicano”, hubo de señalar.
El joven manos de tijera (1990) prolongaría la galería freak que el realizador ya comenzara a cimentar con otros personajes igual de marginales y desclasados como Beetlejuice, Batman y Pee-wee Herman. Pero en Depp encontrará el alter-ego justo, el espejamiento ideal. Así como el actor reconociera al personaje de las tijeras en la figura del propio director, el mismo Burton dirá de Depp que “es un tipo normal –al menos según mi interpretación de normal-, pero se lo percibe como oscuro, raro y difícil. Y es juzgado por su apariencia aunque es completamente lo contrario. Al igual que Edward Scissorhands.”
Máscaras más, disfraces menos, el rostro de Johnny Depp encarnará una vez y otra las distintas facetas del prisma Burton. Las máscaras de los personajes como si de un caleidoscopio se tratara: Ed Wood, Ichabod Crane, Willy Wonka, Victor Van Dort, Sweeney Todd y, ahora, Mad Hatter/El sombrerero loco. Cada una de las caracterizaciones, un mundo aparte y, a la vez, el mismo lugar de siempre. Depp es Burton y Burton es Depp: “Tim sólo necesita decir unas pocas palabras inconexas, sacudir la cabeza, ponerse bizco o mirarme de cierta manera para que yo sepa exactamente lo que tengo que hacer en una escena.”
Mad Hatter aparece, así, como otra de las encarnaciones de este espejo compartido y, a su vez, como uno de los mejores recuerdos para el film en cuestión. Porque la Alicia de Burton se encuentra a medio camino entre los animalitos alla Disney y su mundo dark y noir. (El castillo de la malvada Reina de Corazones, tan parecido al de Disneylandia, es el mejor guiño ¿pero suficiente?).
El Sombrerero (última mutación de Edward), con su equilibrio precario, trata de sobrevivir a la experiencia. Uno de sus ojos mira para un lado, el otro no se sabe hacia dónde. Hay algo de molestia, de enfado, en su andar. También un poco de desconcierto (¿por qué ese baile de alegría, tan inconsecuente con él?). De todas maneras, y dando tumbos, el Sombrerero (o Edward, o Depp, o Burton) sobrevive a la experiencia en tierra Disney. Su afección queda retenida, desde una última imagen, entre brumas de medianoche, a la espera pronta de un despertar nuevo y más frankensteiniano.

Publicado en Rosario/12 (08/03/2010)


La simplificación de Alicia (Alice III)

Por lokacomotumadre

Alicia siempre fue la sorpresa, el absurdo, la confusión y la magia de descubrir un mundo paralelo, demente y absolutamente real en el hueco que deja un conejo blanco en el jardín. Aquel jardín lleno de cuidadas rosas, barrocas enrredaderas y sombríos rincones donde el sol no alcanza para espantar los temores que anidan en un niña y luego, en una joven mujer, quedó relegado a la formalidad de la belleza visual y la simplificación de Alicia en una heroína clásica, fácil de encasillar para dejarnos más tranquilo. Los chicos a la hora de la siesta corrían aventuras prohibidas por los mayores, aquí el rol de Papá Disney se deja ver como un dedo rector que nos dice dónde ir si encotramos un cartel en donde se bifurcan los caminos, pero gracias a Dios, los ojos del Sombrerero Loco nos devuelven la esperanza de perdermos algún día en aquel mundo de palabras espejadas y espejismo que nos dejó Lewis Carroll. Una decepción, con algunos momentos mágicos.