sábado, 26 de noviembre de 2011

Jorge Morhain: entrevista


Todos somos hijos de Héctor Oesterheld



Dos Seminarios intensivos sobre historieta tuvieron como protagonistas a Horacio Lalia y a Jorge Morhain: “Todo lo que se podía hacer con la máquina de escribir lo hice”.

Por Leandro Arteaga
(en Rosario/12 el 16/11/2011)

Atención degustadores y profesionales –potenciales y activos- de las historietas, porque viernes y sábado próximos serán dos las jornadas de encuentro, con las categorías de guión y de dibujo como protagonistas, que la Asociación de Dibujantes del Litoral (ADL) aporta dentro de sus Seminarios Intensivos de Capacitación. A saber, y en el Colegio de Martilleros como lugar elegido (Moreno 1546), el viernes de 17 a 21, una charla a cargo del guionista Jorge Morhain, y el sábado de 8.30 a 13.30, el gran Horacio Lalia hará lo suyo desde el dibujo, así como también observará carpetas.
Se trata de dos nombres que han enaltecido, desde sus disciplinas, a uno de los más bellos medios de la narrativa. Horacio Lalia ha transitado por tantas páginas y editoriales así como Jorge Morhain desde la escritura. Frontera, Columba, Skorpio, Europa y Estados Unidos, han visto páginas del uno y/o del otro. Con la noticia bienvenida de la reedición de Krantz, obra de ambos artistas, “una historieta de culto, que se publicó hace veinte años en Skorpio, pero sólo tres episodios”. “Ahora, Lalia redibujó esos capítulos y la estamos continuando. Es un personaje de ciencia ficción, pero la acción transcurre en el siglo XVI francés, algo que me cuesta un gran trabajo de lectura e investigación” apunta Morhain a Rosario/12.

-¿Cómo piensa abordar el Seminario del viernes?

-Voy a contar un poco sobre lo que yo pienso que tiene que hacer un guionista de historietas, que es lo que más o menos intuitivamente he hecho durante los largos años de profesión. Empecé a publicar en 1960 y terminé en 2002.

-Su trayectoria es extraordinaria, no hay manera de no haber leído alguna de sus historias entre las tantas revistas en las que participó.

-En realidad somos un grupo de guionistas que no tenemos mucha prensa, como Alfredo Grassi, Eugenio Zapietro, Ray Collins, Armando Fernández, todos ellos han recorrido un largo camino, han transitado por todas las editoriales, y han conocido -algunos más, otros menos- a los mismos maestros. Es algo que se compartió durante muchos años, pero con el cese de la actividad nos hemos ido separando o dedicando a otra cosa.

-Noto una revisión editorial de muchas obras clásicas de la historieta argentina, lo que no dejaría de incidir en una nueva generación.


-Las dos cosas son ciertas. Por un lado, sería también interesante que hubiera un lugar donde los jóvenes pudiesen leer aquellas cosas extraordinarias que nosotros leíamos cuando empezábamos; por otro lado, es cierto que falta una técnica de guión, pero es algo que falta en todos los niveles, no solamente en la historieta, me refiero a la habilidad para contar historias en el medio donde uno se encuentra. Es eso lo que voy a tratar de contar a los chicos. ¡A ver si sale alguno bueno! En estos momentos, Rosario es un semillero, un foco de la historieta argentina que, lamentablemente, no se hace para Argentina.

-Usted se ha referido a la intuición, pero hay un desarrollo profesional, ¿por dónde pasó, en su caso, esta formación?

-Todos los de mi edad, también muchos de los siguientes, somos hijos de (Héctor) Oesterheld. Hemos crecido leyéndolo y aprendiendo de él. Y después se aprendió del cine y de la muchísima literatura que uno ha leído, en mi caso también de la mucha Historia que he tenido que leer para escribir personajes como El Cabo Savino o Pehuén Curá.

-¿Nos recuerda alguna anécdota de editorial Columba y su “manual para guionistas”?

-Eran muy estrictos, pero no lo era solamente Columba, he sido periodista en varios medios y sabíamos muy bien qué cosas se podían y no decir, lo que ocurría era que en Columba se las explicitaba. Por ejemplo, hasta antes de Malvinas por lo menos, todo uniformado debía ser “bueno” por definición. ¡Incluso un cartero!
El otro hijo “directo” de Oesterheld es también Horacio Lalia. No sólo dibujó para el maestro al querido demonio Nekrodamus, sino que ha sido su rostro la fuente gráfica –famosa anécdota- para esa obra maestra que es el Mort Cinder de Oesterheld y Alberto Breccia, de quien era entonces su ayudante gráfico. Gran dibujante del terror, Lalia ha plasmado horrores venidos de las plumas de Poe, Lovecraft y Stevenson.


viernes, 25 de noviembre de 2011

Verdades verdaderas, la vida de Estela (2011, Nicolás Gil Lavedra)


Por muchos finales felices más

Verdades verdaderas, la vida de Estela
(Argentina/2011)
Dirección: Nicolás Gil Lavedra. Guión: María Laura Gargarella, Jorge Maestro. Fotografía: Hugo Colace. Montaje: Alberto Ponce. Intépretes: Susú Pecoraro, Alejandro Awada, Laura Novoa, Fernán Miras, Inés Efrón, Carlos Portaluppi, Rita Cortese, Guadalupe Docampo. Duracion: 99 Minutos.


Por Leandro Arteaga


De qué manera decir tanto, de qué forma abordar lo mucho. Porque el cariño y respeto hacia la tarea de Abuelas de Plaza de Mayo, cuya figura emblema es una mujer extraordinaria, puede ser lugar seductor para una transposición fílmica pero también origen de dudas narrativas. En ese tránsito que se juega desde la Historia con mayúscula hacia el guión de cine el camino a seguir habrá de ser estudiado y pormenorizado, así como guiado por una confianza intuitiva.
Se señala esto porque a criterio de quien firma esta nota seguramente deba haber primado el buen impulso de un espíritu confiado, así como descansado en la admiración moral y cívica que despierta la retratada. La ópera prima de Nicolás Gil Lavedra, así como demuestra soltura narrativa, quizás haya seguido algunos de estos parámetros, así como lo que refiere a la tarea de sus guionistas: María Laura Gargarella y Jorge Maestro.
En otras palabras, Verdades verdaderas es una muy buena película, atenta con su figura/personaje elegida, rebosante de cariño, ausente de golpes de efecto. La personificación de Susú Pecoraro en el papel de Estela de Carlotto es digna de la gran actriz que es, y mucho más se disfruta cuando espectador y actriz se olvidan del gesto mimético y se asumen como reelaboración; es decir, allí cuando la película toma conciencia de que es un homenaje de cine y de amor hacia quienes hubieron de hacer primar un principio de razón y de estado allí donde no había ni uno ni otro.
Si Pecoraro es guía irreemplazable para el film –como si le supusiera una continuidad respecto de esa otra madre admirable que compusiera en Roma (2004), de Adolfo Aristarain-, lo es también por el soporte exacto que le supone Alejandro Awada, marido y hombre de palabras cada vez más apagadas, así como de principios inquebrantables y momentos límites. Quienes sí se quiebran, por momentos, pero con la paz interior de saberse amparados por abuelas tan bellas, son los mismos espectadores. Es a ellos a quienes los testimonios a cámara van dirigidos, con el nombre de Guido –nieto sin recuperar de Estela de Carlotto- como palabra digna, de restitución familiar, moral, social.
Uno de los momentos más impactantes de Verdades verdaderas estará apuntado por el llanto de felicidad y tristeza con el que Estela recibe la aseveración de que es, efectivamente, abuela. En ese rito de exhumación y renacimiento se juega no sólo la historia de vida de la protagonista, sino el devenir de una sociedad entera.
Verdades verdaderas encuentra, también, la mejor manera de hacer entender que el cine no tiene por qué prescindir de un final feliz. Es más, son muchos –y varios más por venir- los finales felices que la película elige y promete.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Silvio Rodríguez (Hipódromo Rosario, 12/11/2011)


Una pequeña luz de esperanza



Por Leandro Arteaga

No hubo momento que no incluyera amistad. Entre la gente, los intérpretes. Ininterrumpidamente, durante tres horas, Silvio Rodríguez hizo amistad con todos. La misma disposición sobre el escenario predisponía tal situación: músicos como medialuna, en un semicírculo desde el cual las canciones desprendían su armonía. Círculo completo con el público. Y el cubano como imposible punto medio matemático, ya que era uno más en la medialuna de seis. Tan importante como cualquiera. Vaya generosidad.
Guitarra Tres (Maykel Elizarde), Guitarra (Rachid López), Flauta/Clarinete (Niurka González Núñez), Voz/Guitarra (Silvio Rodríguez), Bajo Acústico (César Bacaró), Batería/Percusión (Oliver Valdés). En ese orden, de izquierda a derecha y como abanico abierto, prestando sonidos entre sí, con la voz que canta y aúna, que va y viene junto al público.
Muchos más se repartían también desde las afueras de la noche de sábado del Hipódromo –de viento fresco, de luna recortada-, sobre enrejados y alambrados, viendo apenas, escuchando atentos, en silencio. Como si no existiera –y no existía– el ruido sordo de pocas cuadras más allá. El propio viento transportaba el cantar del músico. Situación que hacía del parque Independencia una imagen de noche sin tiempo. Gota suspendida, con luz blancoamarilla llena de luna. Melodía de viento.
Luz que es también resquicio por el cual escuchar/mirar. Grieta visible, de profundidad mucha, que comunica hacia lo vivido, con la melodía de canciones presentes que, al borrar distancias, hilvanan y zurcen el tiempo. Maneras del recuerdo, del devenir. Hay muchas edades dispersas y juntas entre los asistentes. Cuántos son los que ensimismados y jóvenes cantan o escuchan sin haber estado antes. Pero estarán después. Nada hay como el arte.
Allí, claro, Cuba. Lugar de encuentro, isla idílica/real. Sueños pasados, algo de herrumbre. Todo lo que ha sido, lo que es y será. “A desencanto, opóngase deseo / Superen la erre de revolución / Restauren lo decrépito que veo” dice Sea Señora, composición reciente (Segunda Cita, 2010). Mientras de viva voz el cantautor señala sobre los cambios que atraviesa la isla, así como advierte sobre sus “inclaudicables principios”.
Músico de ánimo sereno y pausado, sólo cuando las cuerdas suenan afinadas inician entonces las canciones. Se despliegan de a poco, desde matices distintos. El público atiende a lo que dice –si bien poco, apenas- el propio Silvio antes de ellas, a los acordes iniciales que parecen ser, a las ganas de que se interprete alguna predilección, al escuchar las letras nuevas. Además del disfrute mismo que significan tantos arreglos bellos, con la sorpresa de pases de jazz, blues o música clásica, dentro de ese repertorio inagotable que significa por sí misma la música cubana.
En tal sentido, la participación de la flauta de Niurka González Núñez, compañía notable y de apoyo sensible para todo el grupo. Pero sobre todo la velocidad de dedos de Maykel Elizarde en su guitarra tres. Las imágenes ampliadas de este negro vital y alegre llegaban siempre tarde al sonido de su rapidez. Tan talentoso, tan aplaudido.
Fueron más de veinte canciones. Con dos bises. Un total de treinta. Junto con muchas de las letras que ya son diálogos de décadas, que incluyeron El reparador de sueños (Tríptico II, 1984, “en Cuba la cantan los niños”), La era está pariendo un corazón (sentimiento-canción compuesto un día después de la muerte de Che Guevara, compilado en Al final de este viaje, 1978), La maza (Unicornio, 1982), Ojalá (Cuando digo futuro, 1977), Casiopea (Rodríguez, 1994), entre tantas más.
Con detenimientos algunos como el pedido de justicia hacia los Cinco cubanos antiterroristas, que cumplen condena en Estados Unidos desde hace diez años –señalamiento también hecho desde suelo norteamericano, hace un año, e interrumpido por la CNN–; el agradecimiento desde el “cantar más” hacia su distinción como Visitante Ilustre de la Ciudad de Rosario, realizada por el Concejo Municipal durante el recital; los homenajes a Violeta Parra y a “quien naciera aquí y nos inspirara”, en alusión a Guevara; o la visita musical de los también cantautores cubanos Amaury Pérez (en dupla con Silvio en Amigos como tú y yo, más su explicación semántico-cubana del título de su canción Te haré venir: “no se trata de pedirle que vuelva, no puedo ser más explícito…”) y Santiago Feliú (“¡Viva Cuba, carajo!”, fiel a su estilo directo y, habrá de sincerarse el cronista, sin poesía).
El hiato de tanto tiempo hubo de solventarse. Tantos años sin Silvio Rodríguez en Rosario. “Algún tiempo” según él, aunque motivo de conjeturas desde las voces de la noche. Es curioso cómo el tiempo se dice de tantas maneras, como desde dónde y cuándo se lo escuchó por primera o última vez al músico, en cuáles circunstancias, con cuánta pregnancia de recuerdo, o quiénes me llevaron a verlo y me hicieron escuchar tal o cuál vinilo. Y ahora, de pronto y hace sólo pocas horas, otra vez estuvo por aquí. Habrá de pasar sólo un corto tiempo más, y las voces volverán a su desacuerdo natural.
Sobre el cierre, los celulares tratan de rescatar algunas imágenes para un después indefinido. Nada hay que hacer. Poca, nula importancia para tales procederes. Los que miraron con los oídos y escucharon con la vista habrán guardado mejores sensaciones.
El viento, mientras tanto, sigue y seguirá haciendo circular la música.

En Rosario/12 (14/11/2011)

El estudiante (2011, Santiago Mitre)


Mundo político en clave universitaria

El estudiante
Argentina, 2011
Dirección: Santiago Mitre. Guión: Santiago Mitre, Mariano Llinás. Fotografía: Gustavo Biazzi, Soledad Rodriguez, Federico Cantini, Alejo Maglio. Edición: Delfina Castagnino. Música: Los Natas. Intérpretes: Esteban Lamothe, Romina Paula, Ricardo Felix, Valeria Correa. Duración: 110 minutos.


Por Leandro Arteaga


Habrán de ser muchos los lugares desde los cuales abordar la ópera prima de Santiago Mitre (guionista de Leonera y de Carancho, de Pablo Trapero), pero primero mejor detenerse, por regocijo de espectador, en su puesta en escena, en sus planos cerrados, opresivos, de dislocación espacial. Es decir, El estudiante transcurre en la UBA o en lo que se intuye como un espacio público, universitario, politizado, y laberíntico.
Más importa saber que es la tercera vez de Roque (Esteban Lamothe) en Buenos Aires. Que viene de Ameghino. Más tantos otros datos que la voz en off ofrecerá como ilación necesaria, desde un fuera de campo de reminiscencia literaria. Mejor estos datos sueltos, justos, que un saber convencional, que poco agregaría mientras mucho se lo escucha en tanto otro cine.
Roque ingresa al microcosmos que componen docentes, aulas y estudiantes. Entra y sale de los diálogos de clase, entre las paredes atestadas de carteles y consignas, con la mirada puesta en otra parte, en consecuencias previstas, como piezas de un ajedrez en el que él, por lo pronto, inicia como peón, después como alfil, y quizás mucho más. Como si encontrara, por fin, un lugar donde –él sabe- puede y sabe manejarse.
Hay una mujer –varias más también- que será lugar de encuentro afectivo, de decisión personal. Es docente y participa de manera activa en los procesos eleccionarios de la Universidad. A través de ella, Roque conocerá otros peldaños, que le llevarán hacia un “arriba” o hacia un “abajo”. En fin, todo es relativo, dependerá de las consecuencias aludidas, de los acuerdos pautados, de los diálogos elípticos.
Es por eso que todo lo que suceda habrá de ser comprendido y aprendido como parte del denominado juego de la política. Y sólo cuando asuma tal lección, será entonces que el estudiante pueda graduarse hacia rumbos sólo sospechados. Es en ese punto donde la película de Mitre se distingue como conflicto, como momento fusible entre dos generaciones, entre dos miradas.
Es por eso también que, puede señalarse, El estudiante transcurre de veras en ese hiato, en ese momento suspendido al que finalmente el espectador es arrojado. En ese posible reordenamiento de piezas o de cambio de fisonomía. Poco importa saber más, sino mucho mejor sentirlo. Momento esencial, se diría, dentro del film todo.
A destacar, por fin, los gestos de un guión seguro de sí. Tal como lo señala el propio Roque al cebar mate, durante ese momento suspendido, pero con pleno dominio de la situación.
Los galardones, respuestas bienvenidas, vienen acompañando El estudiante desde rubros tales como Premio Especial del Jurado, Premio ADF Mejor Fotografía, Premio FEISAL (BAFICI), y Premio Especial del Jurado (Festival de Locarno).

Entrevista con Santiago Mitre y Goyo Anchou (La peli de Batato)
Linterna Mágica (26/08/2011)
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domingo, 13 de noviembre de 2011

Contagion (Steven Soderbergh, 2011)


Corrección política y virósica


Contagio
(Contagion)
EE.UU./Emiratos Árabes, 2011. Dirección: Steven Soderbergh. Guión: Scott Z. Burns. Música: Cliff Martínez. Fotografía: Steven Soderbergh. Montaje: Stephen Mirrione. Intérpretes: Jude Law, Gwyneth Paltrow, Matt Damon, Kate Winslet, Laurence Fishburne, Marion Cotillard, Duración: 106 minutos.



Por Leandro Arteaga

La corrección política es el virus letal. Ha afectado también, ya sin novedad, al cine de Steven Soderbergh. Se la respiraba en títulos como Erin Brokovich (2000) o a través del ejercicio de estilo vacío que suponen sus “grandes estafas” (Ocean’s Eleven y secuelas). De todas maneras y cuando quiere, Soderbergh sabe brillar. Como es el caso de su díptico sobre Che Guevara o con dos de sus últimos y mejores títulos: El desinformante y Confesiones de una prostituta de lujo (ambos de 2009).
Pero también hay momentos donde cae en lo banal. Merced a ello, quizás Traffic (2000) sea su peor película. Algo de este sesgo reaccionario se nota también en Contagio, desde el mismo inicio de la epidemia. Allí cuando la situación de adulterio sea la encargada de traer la enfermedad a la familia, a través de Gwyneth Paltrow y su aventura con un hongkonés. Inmediatamente, microfísicamente, el virus se expande y con él la paranoia y, más letal aún –el mismo film así lo enuncia-, el propio miedo.
No tocarse el rostro, lavarse, no sociabilizar, acunarse en celdas virtuales, etc., todas maneras de tratar de paliar lo que no se puede frenar, mientras científicos estudian vacunas y otros divulgan curas milagrosas. La población, en tanto, sigue decreciendo de una manera que, matemáticamente, será grave.
Lo que podría ser escenario de mirada desolada, despiadada (como mejor ejemplo bastará cualquiera de las películas de George Romero y sus zombies), se vuelve aquí, por un lado y otra vez, ejercicio narrativo a la Soderbergh (se disfruta, pero…), y por otro, atención precisa hacia la mencionada corrección. Si el escenario mediático es el lugar que inmediatamente cualquiera y desde un sano juicio relacionaría con el miedo y su difusión, Soderbergh lo sintetiza en la sola figura del blogger que interpreta Jude Law, un oportunista que mezcla denuncias con falsa información.
Aquí, dos instancias. Por un lado, la aseveración de Law al sentenciar la muerte rápida del periodismo convencional y corporativo –reticente a publicar, por “prudencia”, lo que sabe-, y por otro la frase lapidaria que Elliot Gould, científico soderberghiano, le refiere: los blogs son “graffitis con signos de puntuación”. El virus social, el virus informático, asociaciones en verdad fáciles, que en verdad nada dicen de lo aparentemente mucho que el film pretende.
Es por esto que Contagio se queda en un mero juego de apariencias, las cuales culminan por asumirse como tales y necesarias al todo social. Como si el registro pretendidamente realista que Soderbergh imprime, liberara al film de segundas intenciones. La develación final del “Día 1” dará por tierra la hipótesis del adulterio virósico, no sin antes remedar a la nueva generación desde mismos patrones rituales y moralistas (el baile de la hija y su novio ante la mirada del padre).
Mejor cualquiera de los episodios de la serie The Walking Dead o del cómic, afortunadamente comprable en cualquier local de historietas.

The Ward (John Carpenter, 2010)


La cordura de vivir dentro del cine

Atrapada
(The Ward)
EE.UU., 2010. Dirección: John Carpenter. Guión: Michael y Shawn Rasmussen. Fotografía: Yaron Orbach. Música: Mark Kilian. Montaje: Patrick McMahon. Intérpretes: Amber Heard, Mamie Gummer, Danielle Panabaker, Laura Leigh, Lyndsy Fonseca, Jared Harris. Duración: 88 minutos.



La vuelta de John Carpenter es siempre bienvenida. Hace mucho de su última película, aún cuando diera buena cuenta de su saber hacer en dos de los episodios televisivos de Masters of Horrors, la serie de Mick Garris, cuyo Cigarette Burns (2005) supo ser celebrado por Elvio Gandolfo como prólogo de su Libro de los géneros (Norma, 2007).
Desde el cine, el último Carpenter brilló en Fantasmas de Marte (2001), mezcla vívida entre una low sci-fi y el mejor western. ¡Cómo no disfrutar de su cine si, justamente, es en este cruce de géneros, en su explotación y manipulación, donde radica uno de sus encantos! Y entre ellos, el más cultivado, el terror: recurrencia que desde Noche de brujas (1978) hubo de transitar por títulos maestros como Príncipe de las tinieblas (1987) y Vampiros (1998).
Atrapada constituye otro de estos mismos aleteos nocturnos, a partir de un proyecto televisivo que, para mejor fortuna, decantara en el cine. El último film de Carpenter encuentra en un asilo mental para niñas bonitas una de sus excusas. Podrá decirse, y con razón, que argucia semejante es moneda corriente para tanto cine torpe. Y es cierto. Lo que ocurre es que aquí nada de torpeza sino, antes bien, mucha ironía.
Si los lugares comunes del género, que nombres ilustres como Carpenter o Romero reformularan, han devenido simples astucias de efecto, aquí el realizador se aprovecha de ellas para, por un lado, atraer al espectador habitual y, por el otro, distraerlo de tanta tontería. Porque lo que está en juego es el cine. Así como la cordura de quienes lo habitan, sea tanto en el manicomio como en las plateas.
Es así que el personaje de Atrapada nos arrojará al submundo interno de una locura carcelaria, dentro de un establecimiento de paredes frías. Tantas habitaciones como sean necesarias para el prisma femenino que allí habita. Además de un fantasma que parece reunir todos los miedos en un solo grito, mientras la custodia de esta razón alterada encarna en la estatua corpulenta de la enfermera (tan parecida, en este sentido, a la que vigilara a Jack Nicholson en Atrapado sin salida, de Milos Forman).
Carpenter tensa los hilos y lleva al espectador al límite difuso entre el tratamiento médico y el proceder sádico. Destaca, de esta manera, la artesanía de un relato sin fisuras, donde los lugares comunes se explican, se potencian, con el resultado de un film tan sólido como lo sigue siendo el resto de su obra. Con John Carpenter el cine se respira. Así como una metafísica de ambigüedades, tan cara al cine de Alfred Hitchcock, pero bajo el mirar, aquí, de alguien apasionado por el western. Un duelo de cowboys que el gran realizador supiera recrear desde un pleito inmemorial sostenido entre ladrones y policías, vampiros y mercenarios, astronautas y alienígenas.
El dictamen final no repara en certezas, sino que ratifica al conflicto, irreconciliable por naturaleza. Carpenter sitúa allí, en el límite raro de la frontera moral, a todos sus antihéroes, a todos sus espectadores.

Dream House (Jim Sheridan, 2011)


La familia y sus fantasmas


Detrás de las paredes
(Dream House)
EE.UU., 2011.Dirección: Jim Sheridan. Guión: David Loucka. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: John Debney. Montaje: Glen Scantlebury, Barbara Tulliver. Intérpretes: Daniel Craig, Naomi Watts, Rachel Weisz, Elias Koteas, Marton Csocas, Taylor Geare. Duración: 92 minutos.



Por Leandro Arteaga

El motivo primero, que lleva a querer ver un film de trailer tan obvio como Detrás de las paredes, es su realizador: Jim Sheridan, responsable de títulos como Mi pie izquierdo (1989), En el nombre del padre (1993), y Hermanos (2009). Respecto del trailer, decir que sintetiza –de manera explícita- el nudo argumental: el inquilino y su familia viven en una casa donde, dicen los demás, él está solo; es decir, no hay familia, solo ilusión de ella.
La curiosidad, entonces, en relación a qué es lo que más tiene para contar el film. Sea porque se trata, evidentemente, de un relato de género, vinculado con el terror; o porque quien mira a través de esta lente es un realizador de ojo crítico y de buen pulso narrador. Algo de todo esto hay, pero lo cierto es que no alcanza de modo suficiente.
Es decir, la construcción de Detrás de las paredes atiende a fórmulas que se conocen por haber sido vistas en tantas películas: casa poseída, alertas y silencios cómplices, familia en peligro, maldición descubierta, vuelta de tuerca final. Quizá, y por no caer en la mera convención, el avance del film ya delata la que sería su “revelación”, rasgo que, por sí solo, no debiera ser sostén de ninguna película.
Puesto que el espectador ya sabe, o intuye rápidamente, el devenir de la historia, lo que más importa será lo que pase entre sus personajes, qué es lo que se cifra en ellos. Allí, entonces, Daniel Craig como el atribulado padre de una familia fantasma, esquizofrénico y querido por dos mujeres diferentes (Rachel Weisz/Naomi Watts). En él se empeña el silencio que todo un pueblo guarda. Sobre él, de esta manera, el peso de una carga que es murmullo y condena, así como desdén.
Es por eso que el título mejor para la película será el original (Dream House), es decir, el de una casa que, alguna vez, supo guardar sueños felices, vueltos ahora pesadillas recurrentes. Los fantasmas parecen estar dentro de la cabeza como también por fuera, en la búsqueda de una solución para quien se quiere y se extraña, sea desde el más aquí, sea desde el más allá.
Sin olvidar que se trata de una película de terror, Detrás de las paredes sale indemne del conflicto que presenta, pero sin el aura suficiente de mirada personal que, merced a su realizador, el espectador podría suponer. No deja de ser, en parte, una radiografía despiadada sobre vínculos sociales y familiares, pero desde un prisma bastante alejado del que otras películas de Sheridan, como Tierra de sueños (2002), supieran proponer.
De todos modos, el carril por el cual transita la historia funciona bien. Dentro de la casa, las puertas esconden siempre otras, a la vez que dibujan la suficiente cantidad de grietas como para que las paredes, al fin, se derrumben. Salir de allí a tiempo será el desenlace. Más la restitución final del orden alterado. En suma, y por ello, nada que sorprenda demasiado.

Medianeras (Gustavo Taretto, 2010)


Derribar muros y fobias


Medianeras
Argentina/España/Alemania, 2010. Dirección y Guión: Gustavo Taretto. Fotografía: Leandro Martínez. Montaje: Pablo Mari, Rosario Suarez. Música: Gabriel Chwojnik. Intépretes: Pilar López de Ayala, Javier Drolas, Inés Efron, Carla Peterson, Adrián Navarro, Rafael Ferro, Alan Pauls, Romina Paula. Duración: 95 min.



Por Leandro Arteaga


No es posible no referir al cortometraje que Gustavo Taretto realizara en 2005 y con mismo título, que le sirviera de estímulo a la realización de su primer largo. Entre aquella fecha y la presente hay rasgos que han cambiado, momentos políticos distintos, aún cuando fobias iguales. Desde este lugar último, Medianeras, el largometraje, encuentra su mejor sostén, a partir de la no-relación (dadas las historias paralelas) entre Martín (Javier Drolas) y Mariana (Pilar López de Ayala).
Las medianeras, en tal sentido, entre ellos. Rozándose sin verse, tratando de hacer y de resistir desde tanta ciudad viciada, Martín y Mariana casi no se encuentran. A la manera de buscando a Wally, pero sin remera con rallas que ver. Aspectos que ya estaban presentes en el corto original, a la vez que constituían un relato justo y condensado, sin ramificaciones inoportunas.
Pero acá se trata de un largometraje, y es por eso que entrarán y saldrán muchos otros personajes, algunos con el aval de la interpretación de rostros conocidos (suerte de guiño que no lleva más que a la sorpresa del espectador). Mariana y Martín van y vienen, y una voz en off, que parece estar por fuera y por dentro de la cabeza de los protagonistas, guía un relato que, por momentos, se empantana y no termina por encontrar su solución de página; esto es: la del libro de Wally que Mariana sigue sin lograr entender, año tras año.
Voz en off que, a veces, moraliza al decir, mientras sentencia, por ejemplo, que el mensaje de texto vía celular ha reducido lamentablemente el uso del idioma. Alegato que, en verdad, parece un juzgamiento de cara al espectador, más una veracidad cuanto menos dudable. Lo cierto es que el tema de Medianeras es atractivo, pero allí cuando no se habla para declamar ni explicar.
También algo del encanto que el cortometraje supo tener queda fuera de época, con referencias a aquél 2001 tan nefasto. Allí aparecía el encuentro azaroso –quizás no- entre dos personas como manera de resolver, por qué no, el mundo. Acá también, aunque se demora mucho en su resolución, con situaciones que ya no resultan tan espontáneas como sí lo eran en su ejemplo previo.
Sí queda clara la manera impersonal desde la que tantas personas se miran y cruzan entre sí, alelados entre medianeras de tanto cemento absurdo: estéticamente mixturadas, sin nociones previas, inundadas de prédicas publicitarias. Allí y entre tanta maraña habrán de abrirse pequeños recuadros de oxígeno. Cuando las señales por fin encuentren correlato, desaparecerán todas y cualquiera de las medianeras posibles. Ése es el momento desde donde el film de Taretto mejor se disfruta.

Das räuber (Benjamin Heisenberg, 2010)


Tan rápido que nadie lo percibe


Sin escape
(Das räuber)
Alemania/Austria, 2010. Dirección: Benjamin Heisenberg. Guión: Benjamin Heisenberg, Martin Prinz. Música: Lorenz Dangel. Fotografía: Reinhold Vorschneider. Intérpretes: Adreas Lust, Franziska Weisz, Markus Schleinzer, Florian Wotruba, Peter Vilnai. Duración: 96 minutos.



Por Leandro Arteaga

Basada en la historia de vida del ladrón y maratonista Johann Kastenberger –así como en el libro escrito por Martin Prinz- Sin escape encontró una recepción de relieve por parte del público y la crítica internacionales, amén de haber conocido su primer contacto con el público argentino en el Bafici 2010.
El film de Benjamin Heisenberg recrea, desde la Viena actual, el ir y venir esquizofrénico de Johann (Andreas Lust): un rumbo de carrera constante y velocidad creciente entre la prisión y el huir, entre el amor y la soledad, entre la vida y la muerte. A días de salir de su celda es cuando el film inicia. Una ventana desde la cual llueve anuncia el devenir de Johann, signado por el saberse solo, sin ayuda, así como –él dice- durante los seis últimos años.
Qué es lo que lo ha llevado allí, será algo que se intuya y sepa sin demasiados datos. Qué es lo que esconde la mirada cómplice de Erika (Franziska Weisz), se descubrirá de a poco, así como algunas referencias a un pasado –hace tantos años atrás- compartido. Pero Johann no la esperaba al salir, he allí también el problema. De modo tal que su conducta observada, junto con sus maratones ganadas y robos perpetrados, habrán de intentar conciliarse a su vez con el afecto de Erika.
Uno de los momentos más perfectos que tiene el film es cuando desde uno de sus travellings observa a Johann correr entre la gente, desde un plano abierto, general. La velocidad del personaje y la de la cámara –que sigue a Johann por detrás- son la misma. Lo que permite la impresión de que quienes se mueven, a sus costados, sean los demás. Como si la velocidad de Johann fuese tan rápida que ya nadie le percibiera.
Es éste, justamente, uno de los rasgos salientes de Sin escape. Cuando Johann roba y corre por la ciudad con su máscara puesta –de una goma sin gestos- pocos parecen alterarse, todo continúa como de costumbre. Los automóviles se roban pero se sabe que serán rescatados. El dinero, en última instancia, es retirado de las arcas de bancos o lugares similares. Así como poca es la diferencia que separa estas huidas rápidas de las carreras de maratón, donde allí el público sí habrá de participar, desde el aliento a un corredor que bate récords y es tapa de revistas.
Lo que se cuela entre estas aristas será la verdad que implica la casi nula reincorporación laboral y social para ex-convictos. Lo dice el mismo agente de policía. Mientras tanto Johann corre, se enamora, roba. Habrá una muerte. En una carrera sin frenos. Hasta una última meta que intente reparar, desde un mismo lugar, tantas facetas aparentemente escindidas.
Quizás sólo sea esa voz de compañía final la que se resuelva como pieza faltante, voz que dice amar y que, al hacerlo, pueda reemplazar la soledad que Johann decía ser parte suya.