Lo
que vale es la sonrisa estúpida
La
televisión como espectáculo grotesco, de responsabilidades escondidas. Con
humoradas y diálogos sesgados. Junto a la presencia de Raphael, de talante
enorme, gigante y lúdico. Una película redonda, que toca la realidad argentina.
Mi
gran noche
(España, 2015)
Dirección: Álex de la Iglesia. Guión: Jorge Guerricaechevarría, Álex de la Iglesia. Fotografía: Ángel Amorós. Música: Joan Valent. Reparto:
Raphael, Mario Casas, Pepón Nieto, Blanca Suárez, Carlos Areces, Carmen Machi,
Carolina Bang, Santiago Segura. Duración: 100 minutos.
8
(ocho) puntos
Por
Leandro Arteaga
¡Como si revivieran los
recuerdos televisivos de los años horribles de la dictadura! Con una pseudo Raffaella
Carrà, de calzas y movimientos rubios, en coreografía amontonada, con papelitos
y brillos, para hacer de la vida esa fiesta en la que nada importa porque, lo
que vale, es mantener una sonrisa estúpida, siempre.
Tal es el mandato de ciertos
espectáculos televisivos: estar prestos a la cámara, aun cuando sea el mismo
artefacto el que procure la herida mortal, a través de un operario descuidado que
mira estupefacto los cuerpos de las beldades que van y vienen, del escenario a
los camerinos. ¡Paf! Golpe y sangre. No importa, acá no paso nada, ¿está claro?
Con Mi gran noche, Álex de la Iglesia plantea un programa sin fin, durante una
noche que ha durado más de una semana, en un falso vivo que emula la llegada
del año nuevo. Como si el tiempo se detuviera, la televisión borra toda
referencia –temporal o espacial-, suspende sonrisas en muecas y vuelve basura
lo que toca: en todo caso, cuando lo que la guía es la estupidez calculada (e
ideológica), aunque por fuera de las paredes del estudio el mundo explote.
Con guión de De la Iglesia y Jorge
Guerricaechevarría, el realizador español introduce al espectador en una fiesta
sin límites, entre vértigo y esplendor, para de a poco comenzar a descascarar
el asunto. Una vez se desnude la cuestión, tras el mucho ruido, los gritos y aplausos
fingidos, lo que aparece es la desgracia que viven cientos de trabajadores que reclaman
por sus despidos. Pero no importa, la policía nos protege, dicen en el estudio.
Así que más vale estar guarnecido entre sus paredes insonorizadas o dentro del verosímil
marchito de los shows hogareños.
La televisión, no hay caso,
sigue ocupando el centro del escenario. A cuestionar ese podio se atreve De la Igleia, y no es la primera
vez. Ya lo había hecho, por ejemplo, con Muertos
de risa (título de argumento literal, de dupla que se odia pero se requiere)
y La chispa de la vida, cuya puesta
en escena actualiza la obra maestra de Billy Wilder: Cadenas de roca (1951), una de las más impiadosas películas sobre
el mundo del espectáculo periodístico. Estas alusiones está claro que no son
gratuitas, sino dardos que se clavan con énfasis, con el fin de desestabilizar
lo que tan atento está a logísticas y comportamientos de consumo: herramientas
políticas, al fin y al cabo.
Entre los momentos febriles
de Mi gran noche, De la Iglesia es capaz de
dialogar, entre otras referencias, con el cine de Blake Edwards; por un lado, a
través de una secuencia de baile y coreografía con música a la Henry Mancini, mientras varias
acciones se resuelven con recursos de pantomima; por otro, a partir de una
estructura argumental que recuerda, por su devenir ascendente, sin freno y con
espuma, a La fiesta inolvidable. La
explosión final de Mi gran noche –inevitable
en todo título del realizador, tan afecto a la desmesura- tiene también punto
de contacto con Los amantes pasajeros,
de Almodóvar; allí había mucha espuma, pero de extinguidores de fuego, en
procura de aliviar una tensión para la cual el mejor remedio continuaba siendo
el cine. La misma urgencia que respiraban las películas de Fellini; entre
ellas, Ginger e Fred, con su galería
de fenómenos alienados, protagonistas de un mundo estrambótico, enclaustrado en
programas televisivos que han mancillado las capacidades del sueño, ésas que sí
sabían componer Giulietta Masina y Marcello Mastroianni.
En todo este desbarajuste
que Mi gran noche provoca, que no es
otra cosa que el resultado de una mirada lúcida, la participación de Raphael (Alphonso,
su personaje) suma un elemento estético que habla por sí solo, como
significante suficiente. El cantante es capaz de mirarse lúdicamente,
paródicamente, sin perder altura ni talento sino, antes bien, procurar por ello
un altar mayor. Tanto es lo que lo cuida De la Iglesia, tanto es lo que
le admira. Queda rubricado en el título del film, deudor, en este sentido, de Balada triste de trompeta; es más, entre
estas dos películas se conforma un díptico, en donde Raphael aparece como la
voz capaz de articular lo que la guerra civil española ha escindido, con
canciones sobrevivientes, entre cruces y políticas de derecha. La televisión
aparece aquí como continuidad de un mismo proceso, responsable de lo que sucede
pero acrítica consigo misma, tal su costumbre. Algo que se subraya desde la
composición que de Benítez, empresario corrupto, lleva a cabo Santiago Segura,
ese otro maestro de la desmesura.
Ahora bien, el caso de
Raphael es festivo en todo sentido. No sólo por los prolegómenos mismos de su
show, sino por la manera desde la cual elabora un personaje impiadoso, seductor,
de gestos exagerados y decires premeditados. Entre él y un supuesto sucesor,
con rictus de Adonis despistado, De la Iglesia juega un contrapunto que se completa con
la adhesión misma de muchos otros. En todo caso, no hay personaje que no guarde
algo de complicidad con lo que sucede. Sea por corrupción o por necesidad. El
dinero es lo que guía y por lo que se sostiene este andamiaje. La televisión
basura lo es también porque hay multitudes de adeptos. En este sentido, una de
ellos se aferra a lo largo del film a una cruz gigante, correlato justo de la
adoración por la caja boba.
Entre las situaciones
innumerables que pueblan este relato coral, vale destacar la del complot para
matar a Alphonso. Acá se traban cuestiones tales como la admiración, la
paternidad, los celos, y la posibilidad imprevista de cantar esa canción por la
que la vida vale la pena, ante la cámara y con el dios admirado como
espectador. Es un momento superlativo, que tiene el pulso justo del director.
En donde conjuga lo que sucede de manera acorde con una película que es, toda,
grotesca. Aspecto que se condice, por supuesto, con una realidad que estaría a
punto de serlo también, de no ser por ese ímpetu con el que el televisor podría
ser reventado.
El cine, como siempre, es el
que viene al rescate.
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