La dignidad como el recurso
primero
Desde una puesta en escena
que destila cuidado formal, la película de Stéphane Brize recrea los días en la
vida de un desempleado. La actuación de Vincent Lindon fue premiada en el
Festival de Cannes. La angustia y la dignidad en un film admirable.
El precio de un hombre
(La loi du marché)
Francia, 2015. Dirección: Stéphane Brizé. Guión: Stéphane Brizé, Olivier Gorce. Fotografía: Eric Dumont. Montaje: Anne Klotz. Reparto: Vincent Lindon, Yves Ory, Karine de Mirbeck, Mathieu Schaller. Duración: 94 minutos.
10 (diez) puntos
Por Leandro Arteaga
¿Cómo filmar
los días en la vida de una persona sin trabajo? ¿De qué manera recrear la
cotidianeidad, la relación con los otros, la desesperación apagada? Este último
aspecto se puntualiza, porque El precio de un hombre exhibe un día tras
día de mirada caída, entre las comidas de casa y las entrevistas, sometido como
está su personaje a las instancias mismas de un sistema que también se encarga
de encontrar otras posibilidades, así como de anularlas.
El film de
Stéphane Brizé es admirable. Puede arribar a esta complejidad a partir de la
atención al detalle, desde la construcción pausada de su personaje protagonista.
El relato se detiene en lo particular, en los gestos y las maneras del decir,
para luego expandirse hacia la familia, para adentrarse en aspectos que
permitan atisbar mejor sobre la vida de Thierry, sobre su esposa, sobre el hijo
discapacitado en pronta edad universitaria.
El inicio de El
precio de un hombre –cuyo título de origen habrá que tener presente: La loi
du marché / El precio del mercado- es sintomático: da cuenta de una de las
numerosas entrevistas a las que Thierry asiste, en este caso como consecuencia
de un curso al que le ha dedicado meses infructuosos. El diálogo con el
funcionario es formidable, porque el espectador queda pegado al hecho, al
observar las réplicas desde un plano secuencia que va y viene entre uno y otro,
sin inicio ni final de escena convencionales, un recurso que habrá de
reiterarse en el devenir formal del argumento.
Thierry clama
desesperado por un tiempo que ha perdido, los meses corren ahora de manera
diferente, y los espacios donde insertarse son cada vez menos. Lo predicho, en
todo caso, surge desde la lectura del film, nunca desde la enunciación. Brizé
construye la vida de su personaje al sumar secuencias y escenas como piezas de
encastre, cuyas elipsis bruscas no son anunciadas. Lo que permite una
suspensión temporal que estará lejos de un ordenamiento del día que sea
previsible. Thierry podrá estar limpiando muebles, mirando por la ventana,
presto para la entrevista vía Skype, en el bar con sus compañeros despedidos,
en la clase de baile o manejando su automóvil.
Es admirable
cómo el devenir del guión –que demuestra claridad conceptual, al revelarse como
guía del film, como herramienta destinada a regular los recursos formales que
elige: plano secuencia, actuación fragmentada, elipsis- adentra al espectador
en una realidad densa, que tendrá que ver, claro, con la mirada de alguien
alienado, pero con la suficiente claridad como para encontrar un resquicio
desde el cual recordarse y resguardarse; en este sentido obrarán las pocas
referencias al pasado –el proyecto de una casa propia, por ejemplo- así como la
discusión sobre la venta de una propiedad, ante la cual Thierry se mantendrá
endeble pero firme: es un momento de tensión, donde la angustia se percibe como
un mal trago, también porque la perfidia mayor está enquistada en cualquiera,
en esas aves de rapiña cotidianas que están atentas a la desgracia, que no
dudan en obtener sus beneficios cínicos.
Ahora bien, lo
expuesto lejos estaría de lograrse sin la caracterización excelsa que de
Thierry logra Vincent Lindon, premiado por su tarea en el Festival de Cannes.
Es un ejemplo enorme sobre lo que significa la actuación cinematográfica,
sometido como está a la mirada caída, pero sobre todo al perfil de un rostro
sesgado. La cámara de Brizé rara vez lo muestra de modo frontal, y si lo hace
es porque su mirar le hace hundir el rostro o porque el ángulo adopta una
lejanía atenta, prudente. Cuando Thierry escuche cómo sus compañeros -de algún
curso sobre, por ejemplo, “cómo presentarse en una entrevista”- le obsequien
con sus observaciones -que no se lo ve seguro, que la camisa no está bien
abotonada, que la mirada no es la necesaria, etc.- Brizé deja que sea el rostro
del propio actor el que hable por sí solo, mientras se escuchan las voces.
De esta manera,
Thierry es una construcción compleja, atravesado por el silencio y el rostro
surcado de un actor mayúsculo, en sintonía con el recorte que sobre él realiza
la cámara. Su ensimismamiento no cambiará cuando obtenga, finalmente, un
trabajo. Qué es lo que hará en esta oportunidad laboral, será cuestión de averiguar
de manera paulatina. La película de Brizé propone al espectador una tarea
participativa. Hay que adentrarse en la vida de Thierry, hay que completar los
espacios en blanco que el montaje propone para, justamente, vivir su angustia.
Que el destino
laboral sea el de un supermercado permite encontrar un micromundo perfecto,
alegórico de la sociedad. Cámaras y vigilantes para observar los
comportamientos de consumidores y trabajadores. Ante la mínima sospecha, mejor
denunciar. El propósito es descubrir, incriminar, hacer pagar y despedir.
La construcción
visual sesgada de Thierry, en este sentido, ofrece la necesidad de la duda. Las
entrevistas con las que buscaba trabajo son ahora interrogatorios. Con él como
factor determinante, cuyo puesto dependerá del logro de la confesión del
inculpado. Cada situación es una puesta a prueba, para él y para el espectador.
Porque es en quien mira el film donde el trauma finalmente se inserta, donde
debe resolverse.
El precio
de un hombre deja claro, también, la valía personal, y la dignidad como uno de
los lugares desde los cuales confrontar un sistema perverso, que goza de
adalides que saben cuáles palabras decir, retórica mediante, para el logro de
una conciencia limpia y los máximos beneficios. Esa palabrería bañada de
encanto pastoral, con frases imbéciles y fines mercantiles. En esta misma
dirección, es importante recordar Dos
días, una noche, la reciente película de los hermanos Jean-Pierre y Luc
Dardenne, en donde un mismo mecanismo está en ejercicio. Lo único que aparece
como instancia de resistencia es la dignidad. Estas dos películas son, juntas,
dos obras en donde lo que se enaltece ese mismo rasgo. Por otra parte, esos
días que se suceden, sin conciencia de cómo ocurren, sujetos a una reiteración
en donde la angustia es difícil de vencer, remiten también a esa película
notable que es Los lunes al sol, de
Fernando León de Aranoa, con protagónico de Javier Bardem.
Como siempre,
vale apuntar, el cine permite los ejemplos mejores, que bien vienen contrastar
con la práctica bastarda que en casos similares practica la televisión, desde
esa caja de resonancia ombliguista y pérfida que suelen ser sus noticieros, con
sus zooms destinados a indagar en planos detalles y lágrimas que
permitan el dolor mayor, incapaces de practicar un distanciamiento crítico.
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