Un
encierro que permanece
La
vida de una mujer secuestrada. El hijo y las vejaciones. Una película de
construcción simétrica, entre el adentro y el afuera, la madre y su hijo. Interpretaciones
brillantes y nominaciones al Oscar.
La
habitación
(Room)
Irlanda/Canadá, 2015
Dirección: Lenny Abrahamson. Guión: Emma Donoghue, basado en su novela. Fotografía: Danny Cohen. Música: Stephen Rennicks. Montaje: Nathan Nugent. Reparto: Brie Larson, Jacob Tremblay, Joan Allen,
Sean Bridgers, Tom McCamus, William H Macy. Duración: 118 minutos.
8
(ocho) puntos
Por
Leandro Arteaga
Hay varios niveles desde los
cuales reparar en La habitación. Uno
de ellos se impone, remite a su temática, de sostén verídico, de acuerdo con
las reminiscencias asociadas al caso del austríaco Josef Fritzl. El film
trabaja sobre el cautiverio de una mujer durante siete años, violada
sistemáticamente y vuelta madre.
La
habitación –quinto largometraje del dublinés Lenny Abrahamson– transpone,
recrea, lo que la literatura dijo antes, a través del libro homónimo de Emma
Donoghue, aquí guionista. En este sentido, la película de Abrahamson puede
pensarse desde ese vínculo problemático que ofrece la relación cine-literatura.
Con una escritora vuelta guionista y un realizador atento a sus motivaciones
personales, surgidas de esa lectura que, ha señalado, tanto le impactara.
Entre tantas posibilidades, habrá
que pensar que La habitación puede
ser mucho más que el ámbito de encierro aludido, también es el lugar de la
infancia, el vínculo estrecho entre un niño y su madre (y a la inversa), la
presencia fantasmal del padre (mitad real-mitad imaginado, según el niño), la
espía del acto sexual, o el reclamo por la falta de trabajo al “marido” (tal
como se lee). Desde el aspecto temporal, el espectador se encuentra con una
situación ya consumada, con siete años vividos y cifrados en un comportamiento
cotidiano, confinado a la reiteración de actos que las paredes contienen.
El acontecimiento con el que
la película inicia no es menor, es el quinto cumpleaños de Jack, cuyo cabello
es tan largo como su tiempo de vida. Apenas cinco años y un pelo que recuerda el
encierro. Así, Abrahamson distribuye el film desde una mirada compartida y
contradictoria, a partir de las percepciones superpuestas de madre e hijo. Con
la sensibilidad suficiente como para situar la cámara en el punto de vista del
niño y mirar como él, para expandir esos límites materiales hacia confines que
sólo la imaginación infantil conoce. La mirada de la madre, en tanto, está sitiada.
El adentro y el afuera serán,
también, el equilibrio que comulgue con las miradas entrelazadas de los dos
protagonistas. ¿Cuándo salir? ¿Todavía quedarse? El niño no quiere, la madre
sí. ¿Quién de los dos debe conocer el afuera? ¿Volverán a verse? ¿Quién sabe? De
este modo, La habitación dice sobre
la relación filial mucho más que tantas otras películas sobre el tema.
A su vez, adentro y afuera
son las instancias cuya frontera permite al film su estructura narrativa. (De
hecho, es algo que de manera muy gráfica, la propia madre explicará al hijo.) De
manera acorde, el espectador permanece confinado, hasta que se produce la
posibilidad de la salida. Una vez ocurrida, la película se transforma y juega
un vaivén simétrico. Dada la situación de encierro, las visitas periódicas del
padre violador, el amor cuidadoso de la madre, la ternura de piel blanca del
pequeño, la manera desde la cual narrar esta vía de escape no puede menos que
ser vivida desde el suspense.
El suspense funciona por
situarse en el lugar en la piel del protagonista y por hacer del espectador un
personaje más. La incertidumbre sobre lo que sucederá está puesta en la cámara
subjetiva, en la mirada de Jack, cuya borrosidad de cielo inmenso expande lo que
el pequeño tragaluz permitía. ¿Cómo responder al plan trazado cuando no se sabe
cómo es el afuera?
Traspuesto el límite, con la
película ahora en condiciones de abrirse hacia horizontes, lo que parece
inagotable se achata de a poco. Es extraordinario cómo el film logra expandirse
mientras se encuentra encerrado entre cuatro paredes, y cómo provoca lo opuesto
cuando respira aire exterior. La simultaneidad adentro-afuera juega, de este
modo, una relación recíproca, en donde una de las instancias no desaparece
nunca y acciona sobre la otra.
Abrahamson lo logra desde
una puesta en escena que nunca deja de acompañar a sus protagonistas. Siempre
son ellos (y el espectador, repartido entre las dos miradas y teñido de sus
angustias). Es cierto que las caracterizaciones son brillantes, que Brie
Larson, en el papel de la madre, conjuga en su mirada el dolor reprimido y la
alegría de una torta para el cumpleaños del hijo; y que Jacob Tremblay (Jack)
es el pequeño salvaje de pisar débil, tan encantador como sumido en una voz que
se le apaga al salir, incapaz de gritar.
Pero lo mucho más cierto es
que tales interpretaciones, magnificas, lo son porque hay un pulso justo que
les dirige, que les conjuga con los espacios donde el montaje les hace
interactuar: un espacio mínimo y expandido, otro extenso y reprimido. Entre
madre e hijo se produce una construcción mutua que también es, necesariamente,
una deconstrucción y reconstrucción posteriores.
Cada elemento en juego,
distribuidos entre decorado y dirección artística, repercute en función de esta
premisa. Durante el encierro, hay dos ventanitas que comunican hacia algo más.
Una es la del tragaluz, de una luminosidad borrosa. La otra es la del
televisor, sus imágenes son algo que la mente del niño resuelve con explicaciones
maternas: figuras chatas, que sólo existen allí.
Que entre tragaluz y
televisor se produzca una asociación de mirada desviada, trunca, no es casual.
Una vez afuera, esas figuritas chatas se hacen realidad en tanto aves de rapiña,
que esperan el momento mejor para atacar y juzgar. El dinero, los abogados, los
secundan.
Que La habitación tenga un final redentor no la hace menor ni
efectista. En todo caso, procura poner en escena el trauma inevitable de la
relación materno-filial. De acuerdo con su mirada estética, de disposición
simétrica, procura un equilibrio que no prescinde, antes bien lo contrario, de
abismos difíciles de tolerar.
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