La atracción de los esperpentos
En la mente del asesino
(Solace)
EE.UU., 2015. Dirección: Afonso Poyart. Guión: Sean Bailey, Ted Griffin. Fotografía: Brendan Galvin. Música: BT. Montaje: Lucas Gonzaga. Reparto: Anthony Hopkins, Colin Farrell, Jeffrey Dean Morgan,
Abbie Cornish, Marley Shelton. Duración: 101 minutos.
Salas: Del
Centro, Monumental, Showcase, Village, Hoyts.
2 (dos) puntos
Por Leandro Arteaga
Se
la mire desde donde se quiera, En la
mente del asesino es uno de esos adefesios cuya atracción podría radicar en
su carácter de esperpento. Por ejemplo: su guión parte del tratamiento de una insólita
secuela de Pecados capitales. Puesto
que involucra también un serial killer, pero de huellas inhallables, la
necesidad hace recalar en el retirado John Clancy, interpretado por Anthony
Hopkins. Ahora sí, Pecados capitales
y El silencio de los inocentes, con
Hopkins en rol similar pero situado en el lado policial.
A la
dupla “mente buena-mente mala”, la secunda o acompaña la formada por los
agentes que interpretan Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish. La pareja con
menos carisma del planeta. Y eso que hay películas. Él es quien recurre al
antiguo camarada –que vive un autoexilio doloroso, por la muerte de su hija-,
ella es el cerebrito que no cree en habilidades inexplicables. Porque Clancy,
acá la cuestión, es capaz de leer la escena del crimen así como a las personas:
basta que alguien le toque para que él sepa de quién se trata, y qué podría
sucederle.
El
disparate que es Clancy –cuyas acciones comienzan a sumar habilidades ridículas-
desde ya que es pasible de referencias mejores. Por eso, más vale el Frank
Black de Lance Henriksen en la serie Millennium.
Pero de tal antihéroe ejemplar nada hay en lo compuesto por Hopkins, cuya
presencia ante la cámara, siempre sólida, sólo opaca más las de Cornish y Dean
Morgan, tan caricaturescos, tan burdos. En todo caso, la propuesta del director
brasileño Afonso Poyart se asemeja, por momentos, a la bobería de El vidente, con Nicolas Cage en plan fastforward, con ínfulas de cine basado
en Philip Dick, nada más lejos.
Que
la némesis de Clancy sea interpretada por Colin Farrell es como la guinda
absurda del pastel. Atrapado por gestos de preocupación existencial –si es que
algo semejante sea posible-, Farrell no puede contener sus ganas de matar
porque, tal su razonamiento y desesperación, es lo que debe. Parece que Clancy
lo entiende porque, así las cosas, el asesino lo entiende a él. Un yin-yang
pedestre, que encuentra su momento cúlmine en la articulación horaria final, de
cronología precisa, que ensaya la mente asesina, capaz de hacer comulgar tiros,
trenes, videos. (A propósito, la tarea de Farrell parece conciente de lo
ridícula que es, preocupada por finalizar cuanto antes su labor en la
película.)
De
todos modos, a no desesperar, porque si la cosa se pone turbia, Clancy/Hopkins es
capaz de mirar hacia delante y elegir el mejor final. Que el argumento guarde
cierta tragedia no hace mella al asunto. Esta capacidad de rebobinar también la
practicó el alemán Michael Haneke, en Fanny
Games. Pero eso es cine.
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