Hombre negro,
infierno blanco
Con una puesta en escena de frío glacial, entre
personajes ruines, la octava película de Tarantino ofrece odios compartidos,
revanchas y una ética maleable. Una obra molesta, que dispara sin aviso sobre
sus personajes y logra fascinar.
Los 8 más odiados
(The
Hateful Eight)
EE.UU.,
2015)
Dirección y guión: Quentin Tarantino.
Fotografía: Robert Richardson.
Música: Ennio Morricone.
Montaje: Fred Raskin.
Reparto: Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins,
Demián Bichir, Tim Roth, Michael Madsen, Bruce Dern, James Parks, Dana Gourrier,
Zoë Bell.
Duración: 167 minutos.
Salas:
Cines del Centro, Monumental, Hoyts, Showcase, Village.
10
(diez) puntos
Por
Leandro Arteaga
Si todavía quedan dudas
sobre si el cine de Quentin Tarantino es copiar y pegar o cita y homenaje; pues
bien, nada de eso. O todo eso pero más. En todo caso, difícilmente pueda
entenderse de esta manera simplista el cine de alguien que ya ha imbricado su
hacer en la historia fílmica. Tarantino tiene conciencia de montaje, sabe de timing, dónde cortar, cuándo referenciar
o parodiar, para finalmente apropiarse de lo ya hecho –en esa larga lista de
películas que el rótulo “historia del cine” identifica- y hacer lo suyo.
Los
8 más odiados rubrica lo que se señala y le consolida como autor. Su cine puede
gustar, también no. Provoca discusiones, adhesiones y rechazos. (Rasgo que ya
quisieran tantos otros realizadores). Hay una sapiencia que le distingue, que
hace que en sus imágenes convivan tantas películas como sea posible. Pero no desde
la mera mímesis –que puede albergar referencias que van del western spaghetti
al cine de artes marciales- sino a partir de la imbricación discursiva en la
que se insertan.
Cuando Django sin cadenas tuvo estreno, y en entrevistas Tarantino acusó y
discutió al cine de David Griffith y John Ford por igual, la importancia no
estuvo en sus dichos sino en la película conseguida, en cómo su Django asumía el legado complejo de un
cine grandioso, al hacer comulgar y pelear categorías presumiblemente antitéticas
como Ford con Sergio Corbucci. Una provocación que no es menor, que le
distingue como un cineasta cuya obsesión por filmar en celuloide es esencial –Los 8 más odiados lo hace, y en 70mm-, a
diferencia del oportunismo de J.J. Abrams con su remozada Star Wars.
En Tarantino el celuloide se
respira. La pulsión está presente ya desde los títulos que Los 8 más odiados elige, de una tipografía con memoria seventy, en compañía de Ennio Morricone.
Acá, por las dudas, poco importa si el gran compositor reutiliza una partitura
previa, si no hubiese sido así, ¿cambiaría algo?, ¿por qué? También, por si
acaso, Tarantino hace participar canciones de épocas actuales, descoyuntadas
del momento histórico que recrea. Es decir, se trata de cine. Esa otra realidad
en la que habitar. Una vez dentro, hasta Hitler puede ser masacrado, con Emil
Jannings como espectador del estrago. (Tal como sucede en Bastardos sin gloria: el hecho histórico es falso, pero el
colaboracionismo del actor alemán con el régimen nazi es absolutamente cierto; Tarantino
nunca miente cuando se trata de cine.)
Así que, una vez en la
diligencia –esa referencia intrínseca a Ford y al cine todo-, en compañía de
los lobos que son los caza recompensas Ruth y Warren (Kurt Russell y Samuel L.
Jackson), el viaje a Red Rock promete tropiezos, diálogos extensos y de filo
sinuoso, dedicados a encubrir propósitos, tendientes a dar una pátina maleable
al hecho horrible que supone la guerra de Secesión. El escenario estará servido
una vez alcanzada la mercería de Minnie, con un reparto de cuerpos en pose,
cada uno una historia para oír; todos, eso sí, aspectos que destilan de esa
guerra reciente, entre blancos y negros: contrapunto acromático que define,
como raíz y justificación estética del plano/contraplano, al cine
norteamericano; su película célebre, por eso, es El nacimiento de una nación, de Griffith.
Ruth y Warren son, en este
sentido, el pivote que se repele, mientras cargan con sus cadáveres por cobrar.
El devenir del argumento les obliga a reunirse, a pactar. Signo inequívoco de
una sociedad donde convivir, pero con el negro situado en igualdad de
condiciones, dentro de un género –el western: génesis de cine y mitología
estadounidense- en el que tradicionalmente ha sido relegado o ignorado. Tarantino
dedica al Mayor Warren de Samuel Jackson una importancia formal que equivale a
la de cualquiera de los demás personajes. Dada la igualdad, cuidado, porque
ninguno es digno de confianza. Todos, también ella, son ruines.
Ella es Daisy Domergue, la asesina
capturada por Ruth, a quien el caza recompensa mantiene esposada mientras le
propina golpes terribles. Por esto solo, Los
8 más odiados dice más sobre la violencia de género que cualquier otra película.
No necesita de corrección ni de moralinas, simplemente muestra cómo el macho
bravío –blanco y bruto, en la piel del gran Russell- la revienta a golpes. Es
desagradable, no puede ser de otra manera.
El repertorio de personajes
se completa, entre otros, con un cowboy taciturno (Michael Madsen), un posible
sheriff (Walton Goggins), el verdugo Oswaldo (Tim Roth), el solícito –y mexicano-
Bob (Demian Bichir), y el general sureño Sandy Smithers (a cargo del gran, pero
gran, Bruce Dern, quien le compone como si de una estatua de cera se tratase).
La mercería de Minnie les ofrece cobijo, a la espera del final de la tormenta
de nieve. Pero adentro, el clima se acentúa de manera densa, a través de un
relato que Tarantino puntúa en capítulos. Sus diálogos extensos son, como se
debe, consecuentes con los ángulos de cámara, cuya composición del grupo hace
que ninguno sobresalga porque todos buscan su rédito. Cuando lo necesite, el
relato volverá sobre sí, como una espiral que muerde su cola para volver a
contar. El recurso, se sabe, lo utilizó Ford con Un tiro en la noche. Nada es lo que parece, entre las verdades y
las leyendas, hay mentiras funcionales.
De esta manera, como nexo
dramático, figura la carta imbatible de Abraham Lincoln, que descansa en la
chaqueta del negro Warren. Hasta con referencias conyugales. ¿Cómo no creer en
la palabra, de puño y letra, de Lincoln? El recurso preexiste en Rescatando al soldado Ryan. Allí, en un
cajón “omnipresente”, la papeleta aparecía para hacer oír un discurso de
obligación moral, que Steven Spielberg utiliza como justificación estética y
bélica. Pero Tarantino no es Spielberg, nada hay de adorable en sus personajes aborrecibles.
Todos, en suma, partes de un mismo grupo social. Leída y releída la palabra
lincolniana, a ver quién se queda con la carta. De esta manera, Tarantino
extrema lo que ya hiciera con Django,
para ofrecer con el desenlace de Los 8
más odiados una de las mejores imágenes de su filmografía.
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