Miradas cómplices y justicieras
Con un recorrido que alterna flashbacks, la remake
de la película de Campanella es una película previsible, de final consensuado.
La justicia por mano propia y su legitimación.
Secretos de una obsesión
(Secret in Their Eyes)
(Estados
Unidos/2015) Dirección: Billy Ray. Guión: Billy Ray, basado en El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Fotografía: Danny Moder. Montaje: Jim Page. Música: Emilio Kauderer. Reparto: Chiwetel Ejiofor, Nicole Kidman, Julia Roberts, Dean
Norris, Michael Kelly, Joe Cole, Zoe Graham, Alfred Molina. Duración: 111 minutos.
4 (cuatro) puntos
Por Leandro Arteaga
La
demorada remake de la argentina El secreto de sus ojos se estrena con
mismo título en inglés y nombre parecido al de otras películas. El film de Juan
José Campanella se suma, así, a otros que han dado este salto raro, supuesto
por el reconocimiento tácito que implica, hacia el público (no sólo)
norteamericano, una película “extranjera”.
De
todos modos, El secreto de sus ojos
tenía valuarte distintivo para este interés potencial: intriga, golpes de
efecto, un amor desencontrado, vueltas de tuerca, dupla investigadora. El Oscar
se ocupó de rotularlo.
Está
claro que la versión nueva debe ser pensada desde el paradigma supuesto por el
cine estadounidense, con sus códigos, valores morales, formas estéticas. Las remakes, por eso, son parte intrínseca
al cine de Hollywood, desde siempre. Igualmente, el vínculo con la película
precedente es acá menester porque, inversamente pensado, es el cine de
Campanella el que se sitúa de modo cercano, afín, al de Hollywood. No es una
apreciación que haga mella en sus películas. Lo corrobora su trayectoria de
trabajo, en una y otra cinematografías.
Lo
que ofrece Secretos de una obsesión, mutatis mutandis, es una historia de
suspenso de raigambre similar a la de tantas otras, pero con foco en la cacería
terrorista desatada tras el 11-S. La triada la componen dos policías del FBI
(Chiwetel Ejiofor y Julia Roberts) y una fiscal (Nicole Kidman), trenzados en la
vigilancia de una mezquita, donde aparecerá el cadáver de la hija de la
oficial. A partir de allí, la bisagra estará dada por la revelación que
circunda al sospechoso principal, capaz de poner en jaque el funcionamiento
mismo de esta agencia, dedicada a sostener la seguridad ciudadana.
El
devenir del film lo sitúa de manera inmediatamente mediocre. Sus primeros
minutos bastan para caracterizar de modo superficial sus personajes. El montaje
los organiza entre flashbacks que “explican” lo que pasó trece años antes. Todo
es tan previsible. Con planos correctamente encuadrados, sin nada fuera de
lugar. Si hay algo que acá no cabe es la duda. Nada de claroscuros. Podrá ser
un film más o menos policial, pero no tiene nada de cine negro; en otras
palabras, Secretos de una obsesión no
asume al crimen como su esencia.
Aunque
será también justo destacar que algunas grietas hay, y que si la película del
director Billy Ray hubiese elegido descansar en ellas, habría sido algo
diferente. De acuerdo con ello, la “obsesión” elegida para el título aparece de
manera indistinta en los dos agentes del FBI, hasta llevar al bueno de Ray
(Ejiofor) a perpetrar una cacería incansable, tras observar durante días y años
miles de miles de fotografías en las que ubicar al asesino fugitivo.
Pero
este caza-terroristas no es alguien a quien le tiemble el dedo ni la pericia en
cuanto a equívocos. Si algo así sucede en la película, inmediatamente será
remendado. El contrapunto lo aporta el agente Bumpy (Francella en versión Dean
Norris), con algunos chascarrillos, buenazo como pocos. A la par del otro eje
fundamental que significa la relación entre Ray y Claire (Kidman), si bien incapaz
de despertar un mínimo de atracción mutua, tan frígidos como se muestran ambos
personajes.
En
última instancia, la fricción mayor estriba entre el proceder burocrático de
una agencia gubernamental –supeditada a la caza del terrorista- y la obsesión
de un policía que la contradice. Si la película lo hubiese profundizado, habría
sido otra. Lo único que hace es mencionarlo a la manera de un problema
operativo.
Pero
mejor pasar rápido al desenlace, que es allí donde se rubrica el asunto, ya que
todo aquel que haya visto el film original lo sabe. Antes bien, será mejor
recordar que muy pocos fueron los que prefirieron observar críticamente el film
de Campanella, antes que adherir a la pasión de multitudes y los millones de
espectadores. Lo que se criticó –sin ir más lejos en este propio diario, en la
nota correspondiente de Emilio Bellon– fue la adhesión a una tortura recíproca,
al “ojo por ojo” ante el cual el personaje de Ricardo Darín hacía la vista miope.
Esta
decisión argumental –que oficiaba como vuelta de tuerca– no era menor,
tratándose de un hecho vinculado con el terrorismo de estado argentino. Algo
que terminó por emparentar la película con la mirada exótica que el actor
Robert Duvall practicara en su Assassination Tango (2002), donde un hitman era contratado para liquidar a un
militar local. Ahora bien, mientras en el desenlace de Campanella, Darín elige
“no mirar”, en la película reciente son todos los protagonistas los que se
miran y deciden que sí, que está bien, que hay que darle un final al asunto.
Estas miradas cómplices, que encubren, podrían
recordar otras, como las de la ejemplar Río
místico (2003), de Clint Eastwood: luego del crimen, los implicados se
confirman en un secreto compartido, que es la tierra bajo la alfombra de los
desfiles patriotas y los fuegos artificiales. A diferencia de esta mirada
irónica, que bebe del mejor cine negro (porque asume, justamente, al crimen
como esencia de una sociedad caída), en Secretos
de una obsesión hay una legitimación del hecho, una necesidad inmanente que
lleva a los personajes a su consumación.
Este clímax inevitable, que el cine norteamericano
enseña desde el western para acá, no
es necesariamente reaccionario. La cuestión está en cuál es la mirada puesta en
juego, en cómo se articulan las piezas para el logro de esta totalidad que la
película es. En este sentido, todo lo que sucede en Secretos de una obsesión está orientado hacia la justificación de su
desenlace. Cuando se dispara la bala final, el espectador ha sido informado y
convencido de que el proceder de los personajes es el que debe ser.
Por las dudas, prestar atención a Reg (Michael
Kelly), el policía que sabe cómo ser odioso, el que oculta las pistas que
incriminan, el que entenderá cuándo y cómo –vía guión– ser redimido. Porque, se
decía, esto no es cine negro. Si fuera cine negro, la policía sería corrupta. Y
que quede claro, el cine negro tiene su origen y grandes ejemplos en Hollywood.
No se trata de buscar rencilla con películas de otra procedencia.
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