El barro primario y el rey
De manera sobria, con acento en la violencia, el director australiano
recrea la obra de Shakespeare. Visiones, asesinatos y guerra. El dominio
necesita de secretos, pero Macbeth no los soporta.
Macbeth
(Gran Bretaña/Francia/EE.UU., 2015)
Dirección: Justin Kurzel. Guión: Todd Louiso, Jacob Koskoff, Michael Lesslie, sobre
la obra de William Shakespeare. Fotografía: Adam Arkapaw. Montaje: Chris Dickens. Música: Jed Kurzel. Reparto: Michael Fassbender, Marion Cotillard, Paddy Considine, Sean Harris, Jack
Reynor, Elizabeth Debicki, David Thewlis, David Hayman. Duración: 113 minutos
8
(ocho) puntos
Por
Leandro Arteaga
Rosario/12 (28/12/2015)
¿Qué es lo que Macbeth tiene para decir ahora, hoy,
embadurnado de un barro primario, tal vez permanente? Realizadores eclécticos
le filmaron, desde registros epocales cambiantes. Todos propicios para la
tragedia que persigue a este rey alucinado. Así, Roman Polanski y Akira
Kurosawa, a partir de la sombra ejemplar, que crece siempre más, de Orson
Welles.
En esta nómina ilustre se inscribe la versión del
australiano Justin Kurzel, que actualiza un relato de personajes alienados, en
trance, caídos en esa vorágine que tiene al poder como horizonte. El “poder” o
aquello que les permita alcanzar un “más allá” indefinido, por encima de lo
predestinado, que sea trascendente. Un “poder” entendido como concepto
maleable, de elucubración y fascinación humanas.
En esta línea fina, que bordea la sinrazón, la nueva
Macbeth se propone abismar a sus
personajes, a partir de un tono dramático sobrio, preocupado por no transgredir
una narración monótona, por fuera de la cual la atmósfera sucumbiría. Los
momentos donde Macbeth se enciende
son los bélicos y en los asesinatos. Planificados desde un horror meticuloso: la
sangre se esparce espesa, los rostros se congelan en espanto, las dagas suenan
al hendir la carne, los gritos rugen. La escena inicial, brutal, se vale a su
vez de la acción rallentada, y no es
una decisión superflua –a riesgo de resultar esteticista-, sino consecuente con
una mirada hundida en ese horror del que ya nunca más se saldrá. Las brujas lo
saben.
Es decir, los rostros de esta Macbeth son vistos desde una construcción del cuadro que es fascinante
pero algo distante. Aun cuando las escenas bélicas sean bestiales, la
fascinación que promueven tiene su respuesta en los primeros planos de seres
humanos raídos, ofuscados en ese mundo y por ese mundo. En todo caso, lo que
oficia sobre ellos como semántica yuxtapuesta es el montaje. Rostros de personajes
que son títeres de una lógica mayor, cinematográfica –el cine es montaje, es
operación intelectual–, que les articula a la manera de las mismas brujas que
observan los hechos en la vida del rey maldito.
El montaje -mirada estética del realizador- recorta
y reformula como el fatum griego lo
hace con sus personajes. Dice Shakespeare en el Acto V de Macbeth (también en el film): “¡La vida no es más que una sombra
que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y
después no se le oye más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y
que nada significa!”. Apenas dos horas que volaron para adherirse al espectador
de manera inevitable, víctima de un mismo hechizo, alucinado también por esas
visiones de brujas y fantasmas que el cine es. (Justamente, es sobre el inicio
de Trono de sangre, el Macbeth de Kurosawa, donde Gilles
Deleuze ubica uno de sus ejemplos de alteridad espacio-temporal cinematográfica,
desde la secuencia siguiente: el blanco de la pantalla, la niebla blanca, la
otra realidad escondida.)
¿Qué es, entonces, lo que Macbeth significa? Antes que dar significado o respuestas –algo que
el cine acarrea como látigo que le hiere–, mejor caer en la vorágine de estos
personajes sin/con corona, a la vez hundidos; mejor caer en esa contradicción
que les debate en un dolor del que pretenden, paradójicamente, estar liberados.
La vista contradice, lo observado se desdobla, el matar deja de ser loable.
Lady Macbeth le susurra al marido, le subyuga con su boca dulce, capaz de
proferir espantos. Él, sonámbulo y venerado. Todos le celebran mientras dice
incoherencias. Por detrás, como abanico, un manto de rostros pétreos,
eclesiásticos (que recuerdan los del cine de Eisenstein) le acompaña. En suma,
un aparato de poder humano, sólo humano, insólitamente respetable. El rey Macbeth
es la cúspide temporal de esta ridiculez. El andamiaje funciona y funcionará
merced a sus cancerberos, esa hilera de tintes dorados, con caras viejas y
cruces.
Si Marion Cotillard es una Lady Macbeth de boca
hermosa –que dice de manera encantadora, con dientes perfectos, mirada en
celeste–, Michael Fassbender compone un cuerpo estatuario, que disimula como
puede lo que sus ojos ven, atravesado por una maldición indoblegable (un cuerpo
que sabe soportar laceraciones, tal como el actor ya lo demostrara en sus
colaboraciones con el director Steve McQueen o a través de su androide en Prometeo). Entre los dos no hay
combustión sexual, sino una operatoria de marionetas sumidas en traición, cómplices
e incapaces de tolerar el tormento invocado, así como la maldición del hijo
perdido, en un recurso reelaborado por la película.
Prueba de la inmersión de ambos en este submundo
atroz, es la extrañeza de la película. A medida que el film se hunde, los espacios
comienzan a perder figuración. Primero serán tiendas de campaña, luego un
castillo, después el ofuscamiento que culminará en un rojo total, a partir de
la tarea magistral del fotógrafo Adam Arkapaw (presente en series como True Detective y Top of the Lake).
El raid de este Macbeth
–presuntamente, el de toda versión sinceramente preocupada– es el de un ciclo
humano, visceral, donde las muertes y venganzas son las promesas de otras
tantas más. Un barro primario que el protagonista no puede lavarse, una vez
sucio de él.
Uno de los planos finales, al detallar la corona con
sus símbolos, prevé la inevitable continuidad de las versiones que sobrevendrán,
así como recuerda esa mirada afiebrada que en cuerpo y alma se debatió con el
cine y desde el cine hacia sus truhanes: allí, entonces, Orson Welles como ese
rey que sabía que lo era, mientras procuraba un enfrentamiento desigual. Sólo
él pudo ocupar esa corona maldita. Su versión, de hecho, tiene lugar en una
época casi prehistórica, entre cavernas. Y mucho barro.
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