El juego y las imágenes
violentas
Si algo se destaca de esta serie fílmica es su
mirada sórdida, desencantada. Los jóvenes, la violencia, y algunas imágenes
insoportables. Lógica de video-juegos como manera de sustraerse a un mundo
adulto y corrupto.
Los juegos del hambre: Sinsajo - El final
(The Hunger Games: Mockingjay
- Part 2)
(EE.UU., 2015) Dirección: Francis Lawrence. Guión: Peter Craig, Danny Strong, Suzanne Collins. Fotografía: Jo Willems. Música: James Newton Howard. Montaje: Jennifer Vecchiarello. Reparto: Jennifer Lawrence, Josh Hutcherson, Liam Hemsworth, Woody Harrelson,
Donald Sutherland, Philip Seymour Hoffman, Julianne Moore. Duración: 137 minutos.
7
(siete) puntos
Por
Leandro Arteaga
La dinámica de Hollywood ha
cambiado, en esta nueva etapa sucede otra manera de mirar y de pensar el cine,
con las series televisivas como nuevo paradigma. Ya no se trata de películas
unívocas, sino de mundos trazados a lo largo de varios títulos –lo demuestra el
caso ejemplar que es Marvel–, así como de historias prolongadas en el tiempo. Los juegos del hambre entra en esta
segunda variante, tampoco es el ejemplo primero.
Por un lado, la serie
literaria de Suzanne Collins salta al cine como consecuencia de otros intentos,
exitosos, con público o géneros narrativos parecidos: El Señor de los Anillos, pero fundamentalmente Harry Potter. Por otra parte, la versión cinematográfica es también
variante de un argumento ya esgrimido en ese otro mundo alterno y japonés que
es Battle Royale, distribuido en
libro, películas y cómic. Eso sí, no tiene demasiado sentido sentenciar el
presunto oportunismo norteamericano desde la comparación y contraste con el
caso japonés, tal vez mejor. En verdad, se trata de algo profundamente distinto,
debido a una narrativa que contiene otros matices, difícilmente equiparables a
la de Los juegos del hambre. Mejor será
pensar esta serie literaria y fílmica como la versión distópica norteamericana
de una problemática violenta que toca a los (muy) jóvenes de cualquier latitud.
Este cronista confiesa que
leyó el primero de los libros de la
Collins porque a Stephen King le había caído en gracia. Si lo
dice King, así sea. Luego el maestro más o menos se desdijo con lo que siguió,
y eso fue suficiente también. Pero pensar la serie fílmica obedece a otros
parámetros, que en todo caso responden a una base literaria que es refundada. Y
lo que surge es un fresco panóptico que en nada desdice la abulia en la que el
mundo pareciera estar sumido, mientras toca con urgencia a ese otro mundo que
son los adolescentes.
La última entrega de Los juegos del hambre viene a concluir una
mirada de enrarecimiento gradual, distribuida en los tres capítulos previos. El
punto más alto, pero en verdad más subterráneo, se había tocado en el título
anterior, cuando a la manera de un reloj de arena el argumento y sus personajes
se invertían para reproducir un mundo que, bajo tierra, se parecía demasiado al
del dictador Snow (Donald Sutherland).
La bisagra entre el arriba y
el abajo la permite Katniss (Jennifer Lawrence), joven destinada a pelear en estos
“Juegos del hambre” que el gobierno organiza ritualmente, con niños y
adolescentes obligados a matarse para lograr el éxito y sobrevivir. Eso sí,
Katniss participa para proteger a su hermana, a la vez que cuida de Peeta,
quien está irremediablemente enamorado de ella. Los dos plots siguen a la joven
a lo largo del guión de las cuatro películas, y se revelan tan fundamentales
para su carácter así como para la delineación de un mundo cínico.
El cinismo tiene eje en la
televisión y sus shows de colores chillones. El juego del hambre es la manera
con la que mantener entretenida a la audiencia, mientras ésta interactúa desde la
comodidad raída de sus casas, con ayudas que sostienen un poco más las vidas de
estos condenados. Katniss, o “Sinsajo”, será la portavoz involuntaria de una
revuelta. La película anterior era el punto límite porque allí cuando ella
ingresaba a este contra-mundo, una reiteración de mismos mecanismos retóricos y
publicitarios la perfilaban como la estrella de una aventura a sus expensas. ¿Dónde
depositar, entonces, la confianza?
Tal vez una de las
impresiones que permanece a lo largo de todas las películas sea la de un mundo
caído en su confianza, donde no existen lazos creíbles. Sin la necesidad de
apelar a una hiper-tecnologización, basta con la televisión como cohorte de
vestuarios ridículos y mentalidades en conserva para dar cuenta de la
homogeneización del carácter social. El valor fotográfico que destilan opta por
privilegiar un estado de ánimo oscuro, muy bajo. A la par de un contraste
escenográfico, sostenido entre la superficie y lo que se esconde, que recuerda
voluntariamente a Metrópolis de Fritz
Lang, y logra una mirada mucho más crítica, por coherente, que la supuesta por V de venganza y su anarquía presunta.
(Vale, eso sí, esta reserva: Si V de
venganza traicionaba, con un final espurio, el espíritu rebelde del cómic
de Alan Moore; Soy leyenda, del mismo
director del film que se comenta, hacía otro tanto con la novela homónima de
Richard Matheson.)
Si a estos films, repartidos
entre los directores Gary Ross y Francis Lawrence, se los abstrae de su
espectacularidad triste, que invariablemente remite a la estructura episódica
de un video juego, lo que se toca es la sonrisa negada de Katniss. Cuando ella
pueda reír, habrá finalmente una luz y algo parecido a un desenlace. Pero para
llegar allí también tendrá que torcerse el derrotero habitual, aquél que sabe
cuándo argumentalmente evitarle angustias al espectador.
En este sentido, hay un
momento que es atroz por quedar clavado en la retina, no tiene resolución y preludia
un sinsabor mayor: Katniss camina escondida entre la multitud, evita la requisa
de los guardias. Una niña, desde los brazos de su madre, parece reconocerla.
Katniss se retrae más en su capucha. La pequeña persiste con su mirada. Un
guardia está a punto de detener a la joven rebelde. Pero una explosión los
sacude. Cientos de piedras caen, y entre lo mucho más que Katniss mira, queda
la imagen de la misma niña, que ahora grita aterrada sobre el cadáver de la
madre.
Cuándo el cine para
adolescentes comenzó a incluir imágenes semejantes sería tarea de observación
más fina. Lo que sí puede aseverarse es que la televisión las cultiva
diariamente, sin reflexión. Los juegos
del hambre no constituye ninguna obra insigne, pero ofrece una mirada
generacional en donde la violencia se manifiesta como parte intrínseca de una
vida cuyos mismos juegos, constructores de infancias, ya la han asimilado.
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