Una cáscara
con forma de película
Con una puesta
en escena frívola, Broken
City es un recitado de lugares comunes
que aleja lo que dice pretender: ser cine negro. El noir como esencia y
pesadilla. Nada de esto en el film.
Rosario/12 (04/03/2013)
¿Será posible el cine negro? ¿Todavía? Esta nota
prefiere creer que sí, que hay maneras formales válidas, que el noir es –antes que una época- una
construcción discursiva y práctica, que permite pensar el cine y que permite al
cine pensarse. Lejos está de agotarse, siempre aparecen variables, grietas,
fisuras por donde la mirada oscura, de tinte neo-expresionista, persiste.
En este sentido, toda una estela de películas se ha
propagado, ramificado, como consecuencia de una fascinación que ha trascendido
su manto epocal. Se trata de los años ’40, con la sabiduría e intuición que
significa situarse entre la
Gran Depresión y el Macarthismo. La Segunda Guerra, el éxodo
europeo, el gran cine de Hollywood, 1944 como cónclave fílmico: Laura (Otto Preminger), Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy
Wilder), El ministerio del miedo
(Ministry of Fear, Fritz Lang), El enigma
del collar (Murder, My Sweet, Edward Dmytryk). Héroes caídos, herrumbre
moral, calles llovidas, luz de luna, cigarrillos, paranoia, alcohol, crisis
institucional (dice Noël Simsolo, teórico en el tema, que una película negra no
puede serlo si habla bien de la policía).
Ocurrido el momento genial, ahogado por el clima de
delación ante el peligro rojo, cuyo signo de ocaso será la cárcel para el
escritor Dashiell Hammett, desprovisto de los derechos sobre su obra (ver: Tiempo de canallas, de Lillian Hellman),
el cine negro -definición francesa para un ánimo fílmico americano, antes que
un género- rubricaría su mundo de películas en el dilema de frontera mexicana,
de falibilidad moral, que entre Shakespeare y Orson Welles propone Sed de mal (Touch of Evil, 1958,
Welles). Hammett, alma y paradigma, moría en 1961.
Excusando las
excepciones (desde Blade Runner a ¿Quién engañó a Roger Rabbit?), decir
que a partir de allí al cine negro le quedaron dos posibilidades, todavía
presentes: remitir a la iconografía pasada o reelaborarse desde otros
contextos. Cualquiera de las dos elecciones tiene ejemplos muy buenos y no. Sin
hacer la lista extensa, sintetizar en la clave maestra que significa Contacto en Francia (1971, William
Friedkin), la implosión de los hermanos Coen en Simplemente sangre (1984), el abismo de David Lynch en Terciopelo azul (1986), la puesta al
día à la Ellroy de Los Angeles al desnudo (1997, Curtis
Hanson), sus variaciones hitchcockianas en La
dalia negra (2006, Brian De Palma), la melancolía solitaria de Drive (2011, Nicolas Winding Refn). Todo
un mundo vuelto a nacer y renacer. Entonces…
Llegar al film en cuestión, estreno local, con
ínfulas de série noir. Algo parecido
promete. Porque su argumento es afín: el alcalde de Nueva York contrata a un
detective para que investigue los amoríos de su mujer. La
tríada es: Russell Crowe, Mark Wahlbert, Catherine Zeta-Jones. Política y policía se dan de
la mano desde la figura de la alfombra que tapa la tierra. El primero ayuda al
segundo para que después la situación se espeje. Porque el detective que encarna
Wahlberg tuvo que dejar el cuerpo policial luego de un asunto que no ha quedado
del todo claro. Pero la memoria persiste en tanto pacto, para reaparecer cuando
corresponda, allí donde puedan devolverse favores pero, argucia de toda trama noir, nada culmine por ser como
aparentaba. Dicho así, parece todo bien. Más el aliciente supuesto por ser la
primera película en solitario de Allen Hughes, hermano de Albert, con quien
dirigiera, entre otras, Desde el infierno
(2001), a partir de la historieta de Alan Moore sobre Jack el Destripador.
Pero, se decía, nada es lo que parece. Porque para
ser noir una película tiene que tener
espíritu noir. No basta con la
neo-oficina de private-eye, la secretaria avispada, el político corrupto, el
alcohólico reincidente, el desamor, las trompadas, y el etc. Todo esto puede
ser no más que un baño de repostería. Lo que importa es que la torta esté
podrida. Que su gusto sea malsano y que la boca hieda luego de escupirla. Para
asumir que el destino será trágico porque lo es. Condena con la que se carga
pero, a pesar de todo, se camina. En víspera de un fantasma fatal que no será,
empero, nadie más que el mismo protagonista. Amanecer de un relato que
desfallece, de sol sin gracia, que anhela una luna de desgarro, que espera como
canto final su lápida olvidada. El cine noir
es estado poético alienado.
Nada de esto en Broken
City. Sino sólo una trama tonta que enuncia al cine negro desde lugares
comunes. El desafío está en asumir lo que se expone. En animarse a caer dentro
del abismo, en bajar una escalera de caracol, en dibujar una sombra insondable.
Puesto que no es éste el propósito, lo que queda es una cáscara más que tiene
forma de película, que responde a los parámetros de una intriga convencional,
para recaer en una resolución con vuelta de tuerca final. Las interpretaciones
son, por eso también, convencionales, sin ganas de ser lo que dicen, puestos a
recrear lo que la letra del guión les pide, sin el alma lo suficientemente
sucia como para quedar atrapados en la vorágine oscura.
No es tarea fácil. Se trata de un estado del alma
hecho cine. Provocarlo voluntariamente es tarea ímproba. Lo constata el cúmulo
de películas de los años ’40, ninguna de ellas desde el rótulo conciente que el
noir habrá de significar. ¿Cómo
entonces conjurarlo? Otra verdad: el alma negra estuvo en la producción B
norteamericana. Esta estela parece que se ha mudado a la televisión, en algunas
series. El alma del cine en la televisión. La pantalla grande queda sin
esencia, se difumina, pero no como un sueño, sino como trivialidad. Pero,
también verdad, la televisión no permite soñar. El cine sí. Es hora de que
vuelva el sueño a las salas de cine. Sueños bellos, también pesadillas. Estas
últimas, el mundo onírico del cine negro. Quizás sea, ésta, una época desalmada.
Sin alma. Sin sueños.
Broken
City
EE.UU.,
2013. Dirección:
Allen Hughes. Guión:
Brian Tucker. Fotografía:
Ben Seresin. Música: Atticus Ross, Leopold Ross, Claudia Sarne. Montaje:
Cindy Mollo. Intérpretes: Mark Whalberg, Russell Crowe, Catherine
Zeta-Jones, Jeffrey Wright, Barry Pepper, Griffin Dunne. Duración:
109 minutos.
Salas:
Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
4
(cuatro) puntos
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