viernes, 28 de agosto de 2009

El Prestigioso Milano #2


Otra dosis musical, especialmente elegida por el mejor de nosotros. Su prestigio le precede...


10/07/09

Come to me – Mark Lanegan Band (Bubble Gum, 2004)
Botines – Tote King (Un tipo cualquiera, 2005)
Hope – Screaming Headless Torsos (Idem, 1995)
Perdido (Perro de casa) – Juan Ravioli (Album para la juventud, vol.2, 2009)
Malediction – Diamanda Galas (You Must Be Certain of the Devil, 1988)
Seven Black Roses – John Martyn (The Tumbler, 1968)
Lust – The Tiger Lillies (Seven Deadly Sins, 2008)


24/07/09

Magic Fingers – Frank Zappa (200 Motels, 1971)
Car Crash – Michael Nyman (A Zed and Two Nougts, 1990)
Goin’ to Cocumbus – Jack Nietzsche (The Indian Runner, 1991)
L’Enfance – Zbigniew Preisner (La double vie de Véronique, 1991)
I Put a Spell on You – Screaming Jay Hawkins (I Put a Spell on You, 1993)
Mo’ Better Blues – Brandford Marsalis Quartet (Mo’ Better Blues, 1990)


31/07/09

Christmas – The Who (Tommy, 1969)
Crossroads – Ry Cooder (Crossroads, 1986)
Black Spider – Mogwai (Zidane. A 21st. Century Portrait, 2007)
We Got the Gun – Clint Mansell (Pi. Original Soundtrack, 1998)
Bad to the Bone – George Thorogood and the Destroyers (Bad to the Bone, 1982)
That´s the Way Love Is – The Commitments (The Commitments, Original Soundrack, 1992)
5:15 – The Who (Quadrophenia, 1973)
Tracks and Lines – Eric Clapton (Rush, Original Soundtrack, 1992)

14/08/09

Extremely Cool – Chuck E. Weiss (Extremely Cool, 1999)
Shake Some Action – Flamin Groovies (Groovies Great Groove, 1989)
Sister Surround – The Soundtrack of our Lives (Behind the Music, 2002)
Doorman’s Sunshine – Donovan (Beat Café, 2004)
Recuerdo cuando eras niño – Enrique Sumns y el niño de los puentes
It’s All a Lie – Keren Ann (Keren Ann, 2007)

miércoles, 26 de agosto de 2009

Jaime Iglesias Gamboa: Robert Aldrich (Cátedra, 2009)


Robert Aldrich, autor bisagra


Robert Aldrich
Jaime Iglesias Ga
mboa
Cátedra, Madrid, 2009
480 páginas
ISBN: 978-84-376-2577-5
16,90 €




Nada como leer un libro dedicado a un cineasta. Sobre todo si se percibe la pasión de la escritura, aquella que nos mueve a recorrer las páginas, a remover la memoria, y a conseguir las películas. El Robert Aldrich de Jaime Iglesias Gamboa es uno de estos casos.
Y viene bien, creo, lo de puntualizar esto de “el Aldrich de Gamboa” porque, inevitablemente, hay una conformación del personaje Aldrich en manos del investigador. Aún cuando los datos biográficos y el anecdotario sean estrictamente fidedignos, sabemos muy bien que es la manera de entramar los elementos –responsabilidad del autor- los que terminan por definir el relato. De manera tal que, luego de leer el libro de Iglesias Gamboa, uno entiende a Robert Aldrich como una suerte de outsider, nunca a gusto con lo que le ocurre, siempre forzando la realidad fílmica que le rodea, de manera frontal y con una personalidad renuente a argumentos banales o a caprichos industriales.
En otro libro reciente, El cine negro (Alianza, 2009), y también excelente, Noël Simsolo deja claro su admiración por Robert Aldrich y cita un diálogo con François Truffaut acerca de la molestia de Aldrich respecto de Kiss me Deadly (Bésame mortalmente, 1955) y su fuente literaria: el “espíritu antidemocrático” (sic, Aldrich) Mickey Spillane. Claro que el film, a diferencia del libro de Spillane, es una obra maestra. Lo que equivale también como habilidad intransigente de un cineasta que reelabora su obra conforme a una mirada personal y políticamente declarada. Situación explosiva, intuye uno (y se corrobora, desde la investigación de Iglesias Gamboa), que se expone de modo cruel en esa obra también maestra, de un barroquismo interpretativo soberbio, que es The Big Knife (1955). Allí, productor y actor –o sus caricaturas endemoniadas, cortesía de Rod Steiger y Jack Palance- se baten a duelo y conocen un único final posible.
Este batirse, este juego o match deportivo, es el telón de fondo sobre el que, nos apunta Iglesias Gamboa, se recorta la dinámica del personaje aldrichiano. Personajes de ambigüedades, porque fuera están del cine de Aldrich los planteos maniqueos. Sus antihéroes tienen de simpático lo mismo que su antítesis. La sociedad es demasiado compleja como para sintetizarla en buenos o malos. Todo film de Aldrich es una destrucción de esta semántica o, en el mejor de los casos, su puesta en duda.
Más lo que significa el abordaje plural de géneros que el autor de Doce del patíbulo (1967) ha llevado a cabo. Policial, bélico, melodrama, western, bíblico, a través de un recorrido a veces errático, a veces europeo, a veces magistral. Una obra que desborda aristas de interés por donde se le mire, y con un nervio propio de aquel que sabe contar historias. Porque habrá que señalar, una vez y otra, que es éste el tipo de cine que tanto extrañamos. Allí donde el disfrute se percibe desde la butaca y desde el que filma. Saber contar una historia, algo que Aldrich supo hacer de modo artesanal y que Hollywood ha olvidado cómo.
Surge en el libro, a medida que las películas avanzan desde la cronología, la intención exitosa y trunca del realizador por independizarse, por lograr su voz fílmica. Está claro que, aún cuando lo haya conseguido algunas veces, el talante autoral de Aldrich emerge por derecho propio desde la totalidad de su obra. Lo que lo sitúa como una suerte de autor bisagra entre el Hollywood dorado y el consecuente cine independiente. Quizá al gran Aldrich le tocó la fortuna de sufrir o de provocar este disenso, este quiebre entre un modelo que conoce su crisis y otra forma de entender el cine. Y sin embargo, en plena faena cinematográfica american indie, su “western” La venganza de Ulzana (1972) es todo un prodigio que conoce mucha más trascendencia que tantos otros films declaradamente antisistema. Su puesta al día del western, con un Burt Lancaster taciturno, que ya ha visto y sabe tanto (como quien le dirige), nos devuelve a un género en declive que desafía lo que acontece por aquellos años convulsivos debido a su incorrección entre blancos e indios (ver en este blog entrevista con el autor), mientras se dispara como una mirada que excede su tiempo. Otro film maestro.
En otras palabras, hay mucho de pasión y admiración en el Robert Aldrich de Iglesias Gamboa. Ingredientes que se palpan de inmediato, porque generan el diálogo con el lector y el espectador, dos caras de esa misma moneda que conocemos como cinefilia.

Jaime Iglesias Gamboa: Robert Aldrich (Cátedra, 2009) (entrevista)


Robert Aldrich: radiografía del director iconoclasta



Porque en España se vivencia una cinefilia editorial que nos causa placer –y envidia también- ocurren cosas gloriosas como ésta: un libro dedicado a la vida y obra del gran Robert Aldrich (1918-1983). Su autor, Jaime Iglesias Gamboa, nos cuenta acerca de su análisis cinematográfico, del film de Aldrich que más le gusta, y nos asegura que “lo bueno de un libro como éste, es que lo cinéfilos “salen del armario””.


Nota emitida por Linterna Mágica el 21/08/2009
(para descargarla, ver al final)


El repaso que realiza sobre vida y obra de Robert Aldrich creo que viene a llenar un hueco bibliográfico sobre el autor, y de una manera elogiable. ¿Por qué elige a Robert Aldrich?

-El interés, en primer lugar, surge como espectador. Aldrich es uno de estos directores que tanto abundan en la época dorada de Hollywood, que aparentemente no tiene el sesgo de autor, pero que cuando uno va viendo sus películas inevitablemente se percibe que detrás hay una personalidad bastante interesante. Lo que pasa con Aldrich es, creo, que sus películas son más famosas que él. Todo el mundo conoce Doce del patíbulo, ¿Qué pasó con Baby Jane?, La venganza de Ulzana, Kiss me Deadly, pero realmente nadie las asocia con la misma persona. Fue un poco esta idea de reivindicar su personalidad, su figura de autor de una treintena de películas muy importantes y muy conocidas, lo que me llevó a proponer a Editorial Cátedra la escritura de este libro. También para cubrir un poco el vacío bibliográfico sobre Aldrich en general, porque si bien hay tres o cuatro obras en inglés, son muy escasas si las comparamos con otros directores contemporáneos suyos.

Qué lugar complejo el que ocupa Aldrich. Pareciera, desde la lectura de su libro, como si el realizador nunca se sintiese conforme con el lugar que ocupaba, siempre buscando una libertad de expresión mayor, lidiando con los intereses de los estudios, con la taquilla…

-Él es un inconformista. Si algo tienen en común sus películas es la búsqueda de la autodeterminación existencial por parte de sus protagonistas, que más que héroes son antihéroes que luchan contra el sistema. Cuando profundizas en su biografía, inevitablemente ves que ese discurso anti-sistema -por así decirlo- está muy ligado a su persona. Aldrich era descendiente de una de las familias más adineradas de la Costa Este, su abuelo fue senador republicano, su papá también editó un periódico conservador, y él, por así decirlo, fue la “oveja negra”, que se mantuvo al margen del lugar que se le tenía reservado. Llega a Hollywood a través de un tío suyo, que le coloca allí, donde se produce una lucha de cierta complejidad por rebelarse por hacer aquello que a él le apetece. Un poco de manera quijotesca, luchando contra los molinos: primero contra su propia familia y, a medida que desarrolla su trayectoria, la lucha continúa, en primer lugar, con el clima político que había en Hollywood a final de los años ’40 con la Caza de Brujas. Aldrich trabajó como asistente de dirección de muchos directores que estuvieron en la lista negra. Eso le llevó, a su vez, a irse a Nueva York cuando las cosas se pusieron feas y a enrolarse en televisión, pero nunca perdió de vista el tema de llegar a hacer lo que quería en sus películas. Desde ese punto de vista es un luchador nato, y es muy interesante ver en las distintas etapas de su trayectoria cómo se define en su lucha contra el medio, contra aquellos que quisieron verle derrotado y que no confiaban en él; es de un resurgir continuo. Creo que eso también es lo que ha provocado un poco el que no haya un análisis serio sobre la obra de Aldrich, porque no es un director que ofrezca una trayectoria muy clara, sino que son varios ciclos, y cada ciclo es como una respuesta al anterior. Es una trayectoria bastante compleja pero apasionante.

Esta relación conflictiva también se percibe desde la crítica, que primero lo reverencia y luego se aleja de él. Pienso en Doce del patíbulo, film denigrado, atento con el público, y luego revalorizado.

-Es un director que con el público más o menos siempre conectó bien, lo que pasa es que su filmografía pasa por ciclos. En la segunda mitad de los años ’50 filma cuatro películas incontestables como Veracruz, Apache, Kiss me Deadly y The Big Knife. En esa vorágine en que está un poco la crítica (europea, ya que en Estados Unidos está por otros derroteros), buscando nuevos autores, enseguida se le reivindica. También porque mientras se movía en los géneros tradicionales ofrecía un nuevo giro, una nueva mirada: sobre el cine negro, por ejemplo, en Kiss me Deadly, que es un film terriblemente político bajo una apariencia de thriller convencional; o en Veracruz, que es un antecedente directo del spaghetti western de Sergio Leone, por cómo utiliza la violencia como elemento de distorsión en la acción o por el uso del humor, que hasta ese momento no se prodigaba mucho en el western. Entonces sí, surge en ese momento como la nueva esperanza blanca del cine norteamericano; lo que pasa es que, “aunque te dieran malas cartas”, tal como decía Aldrich, “lo importante es seguir en la partida”. En un momento dado tuvo un conflicto con los estudios, con Columbia concretamente, lo despidieron de un rodaje y pasó a ser un apestado en Estados Unidos. Vino a Europa a rodar y un poco desapareció del primer plano, porque las películas no eran de mucha calidad. Ahí es donde la crítica le pierde la pista. Cuando emerge con un mainstream como Baby Jane, a la que siguen otros como El vuelo del Fénix o Doce del patíbulo, es donde cambia la percepción sobre su figura y parece como si se hubiese “vendido”, es decir, se fue a Europa y ahora vuelve a Estados Unidos y tiene que pagar peaje y hacer películas sobre el gusto del público: barrocas, explosivas, impactantes. Sin embargo, esas películas las autofinanció él. Si Baby Jane no hubiese funcionado, seguramente su carrera se hubiese visto muy tocada. Es verdad que sobre su figura siempre se ha jugado un error de percepción bastante evidente por parte de la crítica.

Si tuviese que detenerse en algún film o secuencia de Aldrich, ¿en cuál piensa?

-Para mí la etapa más interesante del cine de Aldrich, un poco porque es el compendio de todas las anteriores, es la de los ’70. Yo creo que La venganza de Ulzana es un film bastante significativo de esta etapa y que define el cine de Aldrich en general. Tiene escenas bastante impactantes, como la del suicidio de un soldado con un tiro en la boca, escena que me viene enseguida a la cabeza; pero más allá de ello, de ese estilo barroco, lo que prevalece es un análisis muy sereno y muy profundo sobre las relaciones humanas. La venganza de Ulzana me resulta muy interesante por su incorrección política; es una película en la que, mientras los movimientos contraculturales estaban enalteciendo la figura del nativo americano como una especie de buen salvaje que los blancos se cargaron, el discurso que toma Aldrich es bastante incorrecto para la época. Pero es muy realista, porque está hablando del carácter guerrero del pueblo apache y de la insumisión de esta gente, frente al punto de vista del blanco joven, impetuoso, que dice que lo importante es negociar, “hablar con ellos porque les hemos hecho mucho daño”, y luego al final ocurre el desengaño, porque se confronta con la realidad y con la violencia. Esta película es un compendio de lo mejor de Robert Aldrich. Creo que si hubiese que hacer una descripción rápida de su cine, tendría que ver con cómo analiza la violencia como pauta de socialización, por duro que sea decirlo.

Es extraordinaria, ese costado salvaje que comienza a aflorar en el blanco…

-Creo que incluso hoy en día es una película molesta, molesta por realista, porque nos confronta con una realidad que no queremos reconocer. Es más fácil pensar en términos positivos las relaciones entre los pueblos, pero los choques culturales están llenos de dificultades.

A propósito del film, me viene a la cabeza el asedio al colono que escucha el clarín que nos remite al “7º de Caballería”, a Dios y la Patria…, pero en verdad es un engaño hacia él y hacia el espectador.

-Es muy interesante, es tremenda esta película, que recomiendo revisar. Es que es muy contemporánea, lo que señala a Aldrich como un director bastante adelantado a su tiempo.

No le quiero quitar más tiempo, pero pensar en Kiss me Deadly también me genera ganas de seguir dialogando. Ese comienzo me resulta inolvidable…

-Aldrich siempre decía que los comienzos de sus películas eran muy importantes porque lo que pretendía es que nadie pudiese llegar tarde a la sala. De modo tal que ese comienzo en Kiss me Deadly, con el plano de la persecución, es tremendo. También el de El vuelo del Fénix, con el recorrido de la cámara por los restos de un avión, donde no sabes muy bien lo que pasa pero asumes que ha pasado algo raro. Y el prólogo de Baby Jane: diez minutos que son un cortometraje glorioso.


Descargar nota (mp3) Linterna Mágica (21/08/2009):

parte 1
parte 2 (más introducción: nuestros films aldrichianos favoritos)

martes, 25 de agosto de 2009

Un conte de Noël (2008, Arnaud Desplechin) / My Sister's Keeper (2009, Nick Cassavetes)


La sangre, vínculo sagrado


El primer día del resto de nuestras vidas
(Un conte de Noël)
Francia, 2008. Dirección: Arnaud Desplechin. Guión: Arnaud Desplechin, Emmanuel Bourdieu. Fotografía: Eric Gautier. Música: Grégoire Hetzel. Montaje: Laurence Briaud. Intérpretes: Catherine Deneuve, Mathieu Amalric, Jean-Paul Roussillon, Anne Consigny, Melvil Poupaud. Duración: 150 minutos.






La decisión más difícil
(My Sister’s Keeper)
EE.UU., 2009. Dirección: Nick Cassavetes. Guión: Jeremy Leven, Nick Cassavetes, a partir de la novela de Jodi Picoult. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: Aaron Zigman. Montaje: Jim Flynn, Alan Heim. Intérpretes: Cameron Diaz, Jason Patric, Abigail Breslin, Alec Baldwin, Joan Cusack, Sofia Vassilieva. Duración: 109 minutos.






Dada la casualidad, dos de los estrenos de esta semana se asemejan desde la temática. Tanto El primer día del resto de nuestras vidas -cuyo título original y mejor es “Un cuento de Navidad”- como La decisión más difícil –ídem “La guardiana de mi hermana”- coinciden en problemáticas familiares, dadas a partir del cáncer y de la posibilidad de un donante de mismo lazo sanguíneo.
Aún cuando podamos atender, convengamos, a explicaciones médicas cualesquiera sean –desde las películas o el profesional favorito-, lo que aquí nos interesa es el discurso que se enhebra, tanto en un film como en el otro. Vale decir, la situación crítica del cáncer sirve a los fines de un abordaje familiar que, en otras palabras, será siempre social.
Se señala esto porque, por ejemplo, en el caso del film francés asoma una mirada sobre la familia que, si bien microcosmos plagado de secretos, reprimendas, caricias y enfermedades, culmina por revelarse como el lugar, o nido, al que inevitablemente se vuelve. Nos encontramos aquí con una historia familiar espejada, donde un primer hijo fallecido prematuramente oficia de deja-vu ante el mismo cáncer que amenaza a su madre muchos años después. La familia cuenta ahora con tres hijos adultos, cada uno una historia diferente y enfrentada, que volverán a reunir sus afectos y temores durante la Navidad. Uno de ellos, el más incorregible (el gran Mathieu Amalric), es quien puede donar su médula. También un nieto con ganas suicidas. Y todo ello como excusa que desempolva historias de silencios que, como es Navidad, terminarán por bien encastrar. Pero, eso sí, todos en casa.
En el caso del film norteamericano, bastará decir que es un claro muestrario de los peores vicios y lugares comunes cinematográficos. Si bien su director, Nick Cassavetes, es responsable de Diario de una pasión (2004, protagonizada por su madre, Gena Rowlands) –que no me canso de celebrar-, no es ello augurio feliz. En todo caso, estamos en presencia –acá sí-, de la familia feliz americana. Aún cuando asome el cáncer de la hija como escollo insalvable, los síntomas que entre los integrantes del grupo familiar asoman tendrán una resolución congruente con la foto de postal adecuada: lágrimas en su justa medida, hija enferma con carita bella y melancólica –pero con novio y primera vez incluida-, Cameron Diaz como madre dolida pero linda, y el dilema que el film supuestamente plantea disuelto en bolillas de naftalina. Así de mala es la película.
Si es cuestión de elegir, mejor ver Arrástrame al infierno, pero dada la dualidad, tal vez optar por el film francés, donde al menos asistimos a un engranaje narrativo mejor, con historias que se entrecruzan mientras llenan el vacío dado entre el primer hijo ido y la enfermedad presente de la madre. Además está Catherine Deneuve, cuya presencia permite a la pantalla un aura de disfrute que las muecas y gritos de Cameron Diaz lejos están de alcanzar.

lunes, 17 de agosto de 2009

Mariano Llinás, Alejo Moguillansky (entrevista)


"Creemos en el cine como algo posible"




De visita en la ciudad de Rosario, a raíz de la muestra local del Bafici, Mariano Llinás y Alejo Moguillansky, premiados y elogiados en los dos últimos Festivales de Buenos Aires, explican por qué es necesario darle la espalda a las formas tradicionales de producción.


Nota realizada en los estudios de Radio Universidad
(Linterna Mágica, 14/08/2009)



Con la bataola bienvenida de films y realizadores que nos ha regalado la 7ª Edición del Bafici Rosario, es mucha la actividad que se desencadena durante y a partir de las películas. Títulos desconocidos para el gusto comercial, maneras plurales de entender –y hacer- cine, diálogos con realizadores, más el interés que despierta la imposibilidad de ver todo y la necesidad de comenzar a enmendarlo. En este sentido, habrá que saludar la tarea empecinada de Calanda Producciones por la organización de esta muestra.
El Bafici Rosario de este año nos renovó la posibiidad de ver –para quienes no lo hicieran el año pasado- Historias extraordinarias, ganadora del Premio Especial del Jurado 2008; como así también de conocer Castro, galardonada como Mejor Película en la Selección Argentina. Sus realizadores, Mariano Llinás y Alejo Moguillansky, forman parte de El Pampero Cine –junto con Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu- y se desviven y se desbocan (expresión válida, me permito, para la verborragia de Llinás) por hacer cine y por hablarlo.
“Lo que pasó [con Castro] es divertido, nos tomó un poco por sorpresa”, señala Moguillansky. “La película se filmó en una especie de tiempo récord. Se empezó a filmar en diciembre y en abril se estaba estrenando y ganó el Bafici. Para mí, y sospecho que para varios de los que estuvieron ahí, fue una especie de grito veraniego, muy raro, que todavía estamos digiriendo. La película es muy nueva en este sentido. Hace siete meses no se había empezado a filmar y tuvo una post-producción súper rápida. Esa especie de carrera, de tour de force, definió mucho la forma de la película.” Llinás agrega: “Fue una película muy fulminante, una especie de brote en nuestras vidas.”

¿Pueden precisar el criterio desde el cual filman sus proyectos?

Moguillansky: Desde el punto de vista de la producción, hacemos cine de una manera bastante radical; tratamos de tener una especie de libertad casi absoluta para no caer en ciertos modos que tiene la producción tradicional: esa especie de burocracia de ir sumando chapitas en la película hasta que la película ya directamente no es de nadie.
Llinás: Hay algo que, me parece, es una idea a admitir de una vez por todas: el cine como disciplina que necesita, como mínimo, un millón en la moneda que quieras, es inviable, insostenible. Si el cine necesita, para sobrevivir, esos modos de producción casi fabriles, el cine está muerto. Como nosotros seguimos creyendo en el cine como algo posible, como una cosa viva, necesitamos seguir probándonos que el cine puede existir más allá de esas gigantescas suposiciones. Necesitamos que sea una cosa inmediata.

¿Esto lo decís desde la industria argentina o en general?

Llinás: En general. Ninguno de nosotros se puede imaginar lo que es una película americana, aún para lo que acá se llama industria -esa especie de pequeña organización mafiosa que ya tiene tantos años-. Nosotros sentimos que hay algo de la vitalidad y de cierta cuestión física en la ejecución de una película que, naturalmente, se tiene que hacer dándole la espalda a las formas tradicionales de producción.

¿Esta manera de entender el cine se dio intuitivamente?

Moguillansky: Es intuitiva y al mismo tiempo no. Es intuitiva desde el punto de vista en donde uno se pregunta: “A ver, ¿tengo que seguir con todas las reglas que me propone el sistema de producción?”. “No”. Pero una vez parados ahí, me parece que durante los años que vinimos trabajando se ha desarrollado un sistema que ya no tiene que ver con la intuición sino con sus propias reglas.
Llinás: Y eso es un oficio. Hay un oficio y nos hemos dedicado a aprenderlo, y ese oficio no es el mismo que el de las grandes producciones. Para que nosotros hayamos podido hacer la película de Alejo [Castro] con cincuenta mil dólares, hace falta un dominio de la técnica enorme, mucho mayor que el que puede necesitar una película tradicional. Para que hayamos podido hacer Historias extraordinarias, con un presupuesto mucho menor y en mini-DV -sin que sea ello un estorbo para el espectador para que pudiese ver la película como una película cualquiera-, hacen falta un trabajo y una dedicación y una investigación mucho más grandes que las cosas tal como están dadas en la industria. Entonces, es cierto que hay algo de intuición, pero también hay algo que tiene que ver con un trabajo muy fuerte. No es lanzarse a la aventura. Nosotros, más o menos, ya conocemos algunos caminos y algunas maneras de manejarnos por esos caminos.
Moguillansky: Es tratar de que el cine vuelva a ser un arte, y no esa especie de fantochada en la que se convierte en ciertos sistemas industriales. Me da la sensación de que no es la imagen del artista loco frente al cine, sino una acumulación de trabajo gigantesca y, aunque no me gusta la palabra, de especialización en el cine como artesanía, como oficio.
Llinás: Siento que cada una de las películas que hicimos tuvo una respuesta, al menos, interesante. En ese sentido, Castro todavía es un misterio. Queremos ver qué pasa, porque es una película muy diferente, sin precedentes. Pero, aún así, es una película que obtiene respuestas vitales, de mucho entusiasmo, no es una película que deje indiferente a nadie. Me parece que todas las películas en las que nos metimos son películas abiertas, disponibles y generosas con el público.

Con sus películas, la crítica se ve también obligada a repensar su tarea, y creo que ello redunda en beneficio del espectador.

Llinás: Cada vez que hacíamos una película se decía “este objeto cinematográfico no identificado” una y otra vez. Me parece que muchas veces los críticos son tipos que buscan menos la verdad que la necesidad de llenar el espacio del diario. Sí, es verdad, no nos divierte hacer películas que sean iguales a películas hechas antes, en ese sentido por supuesto que todos queremos sacudir un poco a los espectadores y no ofrecer una especie de producto ya digerido, pero si lo único que puede decir un crítico es “este objeto no identificado”, me parece que responde a cierta pereza crítica. Otras veces hay críticas que son inteligentes y que se dedican a ver lo que pasa en las películas, no simplemente a señalarlas como anomalías. Lo feo es que presuponen cierta normalidad, donde nosotros seríamos una zona marginal con respecto a un cine que es de otra manera. Cine hacemos todos, y exigimos ser vistos con la misma seriedad.


Leer nota en Rosario/12 (16/08/2009)

Descargar nota en vivo (Linterna Mágica, 14/08/2009)

Drag Me to Hell (Sam Raimi, 2009)


Dejarse -con gusto- arrastrar a la fosa


Arrástrame al Infierno
(Drag Me to Hell)
EE.UU., 2009. Dirección: Sam Raimi. Guión: Sam Raimi, Ivan Raimi. Fotografía: Peter Deming. Música: Christopher Young. Montaje: Bob Murawski. Intérpretes: Alison Lohman, Justin Long, Lorna Raver, Dileep Rao, David Paymer, Adriana Barraza. Duración: 99 minutos.


No haré más que hablar desde el apego inmediato que me provocó el film. Antes, durante y después. Y todo ello porque la banalización actual y norteamericana del género del terror no es más que un síntoma, otro de los tantos, que comunican los estertores de un cine lamentable, otrora glorioso. Por ello, por suerte, Sam Raimi al rescate.
Convengamos que, también, hay algo de deuda pendiente entre Raimi y su público. Porque quien haya visto esa trilogía –ya de culto- que significan las películas Diabólico (The Evil Dead, 1981), Noche alucinante (Evil Dead II, 1987) y El ejército de las tinieblas (Army of Darkness, 1992), no ha hecho menos que preguntarse por qué el realizador no volvía, de una buena vez, a filmar algo de tono similar. (Y aún cuando la trilogía Spiderman sea, desde este entender, de lo mejor.)
Es así que, si el lector recuerda estos títulos, poco hace falta que le explique (y el que no, que corra al video club como señalara, alguna justa vez, Stephen King). Porque Arrástrame al infierno es Evil Dead en estado puro, desempolvado y vuelto a embrujar. Otra dosis de gore del bueno, de grotesco pleno y con sustos asegurados ya que, por fin, no son los efectos digitales los que priman sino la artesanía narradora.
Es así que serán las sombras, los sonidos y el fuera de campo los que se encargarán de llenarnos de un ánimo de angustia y de ganas de cine. Como en los buenos viejos tiempos, con diablos que son diablos, un auto cuadrado y grandote –circa ’70- que mete miedo, fluidos viscosos, una vieja horrible y tuerta, videntes de feria, gitanos que saben de maldiciones, y todo eso que uno ha visto en cientos de películas y que la cinefilia de Raimi reelabora para el disfrute.
De modo tal que en Arrástrame al infierno estará citada tanto la sombra del Nosferatu (1922) de Murnau como la del Despertar del Demonio (1957) de Jacques Tourneur. Más ese toque de maldad que en El maleficio (Thinner, 1996) provocara una delgadez extrema, por obra y gracia gitana y de, como siempre, Stephen King. Todo conjugado por la fusión horrorífico-humorística que nos devuelve la feliz reunión, así como en Evil Dead, entre Raimi y los efectos de maquillaje de Howard Berger y Greg Nicotero, artesanos ilustres del medio.
Y por último, la manera simétrica e inversa que el film tiene desde el retrato descarnado de esta niña (Alison Lohman, el rostro adolescente de Jessica Lange en Big Fish) apesumbrada por el nuevo puesto laboral postergado, la familia high-class de su novio (y ella tan provinciana y sin familia), el oficinista trepador que la denigra, y la gitana que la maldice y pone en ridículo en tantos lugares (la sangre que brota de su nariz en medio de la rutina de trabajo es –atrevo a decir- sublime). La pulsión enfermiza por el ascenso y su semántica triunfalista trae aparejado el descenso infernal para Christine. Más para arriba e, indefectiblemente, más para abajo. Christine tira de un lado y se hunde en el otro. Y en el medio nada parecido a cielo alguno. Qué buen film.

Guillermo del Toro/Chuck Hogan: Nocturna (Suma de Letras, 2009)



Morder para infectar
-de miedo- el mundo



¿Qué es lo que te da miedo?

Guillermo Del Toro: La política, la ley, los policías, el ejército, los bancos, la religión institucionalizada. Esas cosas que son como montoneros legislados, que pueden violar tu privacidad porque tienen de su lado la ley escrita por ellos, me dan mucho miedo. Los bancos me parecen un robo organizado.
(entrevistado por Alberto Armendáriz en ADN Cultura, 17/08/2009)


Nocturna
(The Strain)
Guillermo del Toro y Chuck Hogan
Suma de Letras, México DF, 2009
550 páginas
Precio: 22 € / $65

“El capitán Navarro se preguntó si realmente habría alguien a bordo. ¿Acaso en la serie televisiva La dimensión desconocida no aparecía un avión que aterrizaba vacío?”
(p.45)

“La noche es real. La noche no es una ausencia de luz; realmente, el día es una tregua de la oscuridad imponente…”
(p.363)

Primer y fundamental rasgo: Guillermo del Toro (1964). Porque está claro que, aún cuando el libro esté co-escrito con Chuck Hogan (The Standoff, El príncipe de los ladrones), es el nombre del realizador mexicano el que nos convoca. Porque si han visto –y sobre todo gustado de- sus películas, no habrá demasiado que decir. Hay algo de seducción inevitable ante la posibilidad de leer un libro suyo.
¡Y de vampiros! Segundo rasgo.
Más la presentación misma desde la que el libro nos provoca. 500 páginas. Tapa negra, letras doradas y plateadas, y solapa desgarrada como cuello de víctima. Por detrás de la incisión, roja y pronta a ser invadida: Manhattan. Rasgo tres.
Y la promesa de dos libros más, complementos para la denominada Trilogía de la Oscuridad. Rasgo cuatro.
O en otras palabras: tener estos libros leídos y dispuestos en el estante de la biblioteca: portentosos y vistosos. Junto a otros muchos de temáticas similares y géneros coincidentes. Qué gusto.(1)


Entonces, aclaremos y convengamos, no estamos en presencia de una revisión, por decirlo de alguna manera, cuasi paradigmática en el tema de los vampiros. Y si bien Nocturna es parte, claro, del inmenso arenal narrativo que, por estos días, renueva a los portadores de colmillos, tiene la dignidad de destacarse por sobre muchos intentos pero, sobre todo, respecto de Stephenie Meyer y su conservadurismo sanguíneo y mal escrito.
El puntapié de Nocturna nos remite, desde ya, al mundo de cine-fábula de Del Toro. El primer episodio, mezcla de cuento de hadas y rememoración histórica, será el nexo que junte las piezas –entre el ayer y el hoy-, a los personajes, y nos dispare hacia las aventuras que vendrán. Como relato fantástico, el prólogo pequeño funciona de modo estupendo. Mundo de encantamientos y de gigante melancólico que la abuela cuenta a la imaginación del niño: relato que le ayudará a soportar el pronto hacinamiento en el campo de exterminio de Treblinka, y que lo predispone para la lucha a lo largo del tiempo y su nudo argumental en éste tiempo, presente del relato. La fantasía, así como en el cine del realizador, como arma de vida.
Luego tendremos que intuir, de a poco y para discernir el porqué, acerca del vuelo oscuro, detenido en el tiempo, que arriba al aeropuerto JFK. Ya señaló Rodrigo Fresán (Radar Libros, 09/08/2009) la analogía entre este aterrizaje y el desembarco de la peste en Drácula. Y mientras todo ello ocurre comenzamos a tomar contacto con los personajes hasta, finalmente, la conformación del grupo heroico. En el medio, algunos pequeños plots más que auguran explicaciones venideras: tal es el caso del comando anti-vampiros compuesto de, justamente, vampiros. Hay mucho, de hecho, de historia vampira no resuelta, del desequilibrio en la convivencia entre ellos, así como de la decisión de ruptura entre mito y verdad. Puntas de iceberg que asoman como argumento de libros por venir.
Uno bien podría, con justeza, analogar la herida de la solapa del libro con la que corresponde al cráter del World Trade Center. Aún cuando ésta cicatrice desde la superficie, también arriesgar a decir que el daño sigue latente. Aún cuando la incisión en los cuellos mordidos sea mínima, es ella la que alberga una posesión cada vez mayor. El cuerpo humano como huésped inconsciente. Un grupo social presa del miedo y, ahora sí, del contagio. O del contagio del miedo.
Algo de esto hay, sin dudas, en la dinámica de Nocturna. Debajo de las entrañas del World Trade Center las ratas salen y desaparecen. Como si se dedicaran, como la peste citada, a inundar la ciudad. (Allí hay, convengamos, otro elemento de equilibrio/desequilibrio delicado: ratas y humanos, fuente explícita de referencia para el libro). Ahora, en lugar de ellas, hay algo maligno que anida y que espera y que, tal como nos lo anuncia la misma lectura de contracubierta, invadirá e infectará.
Finalmente, mención aparte –por buena aunque símil Alien- al aguijón de muerte que dispara sobre las víctimas su picadura fatal. Más la sangre blanca que destila podredumbre a diestra y siniestra, espejos que delatan si la posesión es cierta, la imbatibilidad del ajo, y la superchería inútil de cruces o aguas benditas. Todo mezclado y listo para ser digerido de un buen trago. Con la resaca necesaria como para querer otro más.


(1) No olvidemos que el libro surge como negativa de los estudios FOX a una serie televisiva escrita por Del Toro. El verismo que el realizador quiso para sus vampiros no interesó a la FOX, predispuesta a financiar temáticas de comedia.

lunes, 10 de agosto de 2009

Katyn (Andrzej Wajda, 2007)


Retratos de dolor


Katyn
Polonia, 2007. Dirección: Andrzej Wajda. Guión: Andrzej Mularczyk, Przemyslaw Nowakowski, Wladyslaw Pasikowski, Andrzej Wajda. Fotografía: Pawel Edelman.Música: Krzysztof Penderecki. Montaje: Milenia Fiedler, Rafal Listopad. Intérpretes: Andrzej Chyra, Maja Ostaszewska, Artur Zmijewski, Danuta Stenka, Jan Englert, Magdalena Cielecka. Duración: 118 minutos. Nominada al Oscar Mejor Film Extranjero.



"Mientras el crimen de Stalin me privó de mi padre, mi madre estuvo pendiente de las mentiras y la esperanza vana del regreso de su marido."
Andrzej Wajda en www.wajda.pl


Valdrá el recuerdo acerca del querido Luis Buñuel, quien supo agradecer al realizador polaco Andrzej Wajda (1926) señalar sus películas como razón decisiva para dedicarse al cine. “Eso me recuerda mi propia admiración –dice Buñuel en Mi último suspiro- por las primeras películas de Fritz Lang, que decidieron mi vida. Hay algo que me conmueve en esta continuidad secreta que va de una película a otra” (Plaza&Janés, 1982, p. 264).
Andrzej Wajda es uno de los nombres mayores del cine. Y me remito, como manera de acercarnos al estado de ánimo que nos propone Katyn, a Kanal (1957), cuyo recuerdo me es imposible disociar de un mundo gris, agobiante, dado a la asfixia, donde las alcantarillas de Varsovia guían un escape sin rumbo, sin salida, durante el levantamiento de 1944. El final debe ser uno de los momentos más sórdidos para cualquier espectador.
En Katyn volvemos a atravesar el espejo de las pesadillas. A veces olvidado o poco contado, pero cruelmente cierto. Porque Katyn expone por primera vez la masacre de la que fueron víctimas más de 14.000 prisioneros de guerra polacos a manos de la policía secreta Soviética (la NKVD). Crimen que se imputó, desde el mismo estado, a los alemanes, a la vez que procuró la desesperación de esposas, madres, hijas y hermanas –todas representadas en el film- sobre un paradero incierto. (Práctica que nos remite a nuestra historia reciente y latinoamericana).
Se suma, también, la propia experiencia del realizador, cuyo padre fuera una de estas víctimas, cuyas muertes sistemáticas provocan el estremecimiento desde la recreación fílmica. Allí otra vez esa plasmación de agobio a la que aludíamos: Wajda nos salpica de sangre, nos sumerge en el foso, nos entierra con los cadáveres; porque la verdad del hecho es incuestionable, ante ello la cámara no puede apartar la mirada, so pena de cinismo involuntario o de cobardía de análisis.
En este sentido, es ejemplarmente cinematográfico observar los films de propaganda –expuestos en Katyn- que atribuyen culpas a uno y otro bando (nazis o comunistas): el montaje se revela como herramienta de sentido, es en esa operación de suma de imágenes y sonidos donde se expone el acto moral/inmoral de sus responsables.
Hay destellos pequeños de solidaridad en alguno de los personajes, pero sobre todo hay empecinamiento –y para ello el mismo film y su discurso- por la develación de la verdad. El retrato de estas mujeres dolidas, valientes, asustadas, son su homenaje, son la necesidad del recuerdo. Más la denuncia sobre lo que significa todo totalitarismo, todo proceso autoritario y, de suyo propio, mentiroso.
Propongo, como síntesis, el momento desde el cual los nazis toman la Universidad y falsean su discurso ante autoridades y docentes. Luego de ello, conducen a los partícipes a camiones con destino a los campos de concentración. Sólo queda como posibilidad de respuesta la muerte. Otra vez la falta de salida. Y un agobio que, si se vuelve soportable al espectador, lo es por el mismo ejercicio del recuerdo, actividad vital cuyo ejercicio nos permite el cine.

sábado, 8 de agosto de 2009

Diego Fischerman (entrevista): Piazzolla, el mal entendido (Edhasa, 2009)


Piazzolla: conservador y revolucionario


“El libro intenta poner en escena la idea de pensar el tango como música” señala Diego Fischerman, como corolario a una investigación tan fascinante como la misma obra musical -y vida personal- que la provocan.


Piazzolla. El mal entendido
Diego Fischerman
Abel Gilbert
Edhasa
408 pags.
$59





Como si fuese un laberinto de muchos recorridos posibles, pero ordenados meticulosamente. Una estructura que orienta en el transcurso de una vida y obra apasionantes, complejas. Ésta es la sensación que camina en uno luego de la lectura de Piazzolla, el mal entendido, recientemente editado por Edhasa, y coescrito por Diego Fischerman y Abel Gilbert.
Porque el personaje Astor Piazzolla (1921-1992) navega en un contexto que se ramifica demasiado, del que es imposible desprenderse y hacia el cual el músico inevitablemente refiere. La figura, la obra, el contexto. “Lo bueno es que lo hayamos logrado, ya que formó parte de la idea de que estudiar una música o un músico debe servir para entender más su época; y por otra parte uno también quiere entender la época para poder entender esa música”, señala Fischerman.
“Esta sensación era muy fuerte con Piazzolla; por un lado, Piazzolla permitía entender su época -o sus épocas, porque además tuvo un recorrido muy largo-. Su infancia coincide en Nueva York con la aparición del micrófono, sus últimas grabaciones ya tienen que ver con la tecnología digital; empieza con la orquesta de Troilo, en su momento de oro -el primer arreglo que él firma para la orquesta es de 1943-, y llega a hacer jazz-rock, de una forma particular, con un estilo piazzolliano, y a ser un referente para los músicos de rock. En ese sentido, prácticamente no hay un equivalente en Argentina, no sólo por la importancia o el peso específico de su obra, sino por esta característica que quizás haya tenido Miles Davies en Estados Unidos, de ser alguien que se recicló a sí mismo muchas veces, que siendo ya un compositor muy importante dentro del tango decide, en un momento, cambiar totalmente de rumbo y empezar con grupos chicos, con la idea del quinteto y del grupo solista, y no escribir más para orquestas de tango. Si no hubiera tomado ese rumbo hoy estaría en la historia del género como Osmar Maderna, Argentino Galván o como Emilio Balcarce, como los grandes nombres de la composición y de la orquestación del tango.

El libro pareciera construir un personaje que nunca está conforme…

-Es cierto, es una observación fantástica, hay algo de esta incomodidad. En el libro no quisimos ser psicologistas, pero de todas maneras uno podría pensar que este hablar mal el castellano, y la renguera que tenía en un género que se definía por el baile, también implicaba un desacomodo permanente. Piazzolla escucha el tango en Nueva York, en Mar del Plata, escucha el jazz con una oreja que no es precisamente la del jazz… está todo el tiempo un poco “corrido”, y esto que podría ser una desventaja, y que él siente un poco así y trata de disimularla contando historias a veces con un poco de fantasía- la verdad es que lo favorece. El desacomodo es el que hace que termine con un estilo absolutamente único y totalmente distinto de cualquier cosa que se hubiera hecho en el mundo. Hay que pensar que en las grabaciones del quinteto, ese grupo está tocando de esa manera en un momento en que el quinteto de Davies con (Wayne) Shorter todavía no existe, en un momento en que los Beatles todavía hacen rock and roll, en el que la música de tradición popular ha tomado poco vuelo, quizás en algunos músicos de jazz pero no más allá de eso… y este tipo en Argentina está haciendo esa música, con un grupo que suena de una manera absolutamente prodigiosa.

La lectura del libro es apasionante, pero también revela matices, contradicciones, complejidades… ¿cómo resultó la colaboración para la escritura entre dos?

-En principio es un libro que pensamos iba a ser más fácil y rápido, y después se nos fue ramificando muchísimo. En un primer momento, iba a ser un libro de análisis, partiendo de la base de que los datos estaban. Cuando fuimos a buscarlos, a releer bibliografía, empezaron a aparecer contradicciones muy evidentes, algunas que yo mismo había tomado como ciertas y con las que me había equivocado, y ahí comenzó a hacerse necesario un trabajo de investigación más riguroso. Pero hacer un libro a cuatro manos es mucho más fácil; éste es un libro pensado desde la amistad, donde muchos de los temas del libro y cierta teoría sobre la música popular que se intenta plasmar tienen que ver con charlas de los últimos quince años. Abel ha leído mis libros antes de publicarse, y yo los suyos antes de que los publicara, además hablamos de música y escuchamos música permanentemente. El trabajo tuvo una parte conjunta que tenía que ver con escuchar, analizar en la escucha y anotar lo que se nos iba ocurriendo, después una parte de chequeo, de búsqueda, y después de escritura a solas; pero después todos los textos pasaban por las cuatro manos, fue una mecánica apasionante y gratísima.

Uno podría pensar al libro, también, como una manera de mirar la actual ausencia de crítica musical. En una reciente entrevista en Radar, se evidenciaba un poco esta situación.

-Hay muchas razones. No sé si nos quejamos de, en todo caso verificamos esto. Por un lado es cierto que los años sesenta, la época de mayor producción de Piazzolla, era una época en la cual la idea del progreso estaba muy presente, la idea de que un disco tenía que ser distinto del disco anterior. Los grupos de rock entre, digamos, Revolver o Rubber Soul -que son una bisagra en esa manera de pensar la música de tradición popular como terreno fértil para la experimentación-, ciertas cosas que pasaban por el lado del jazz, Piazzolla en el caso de la música argentina, etc., hay una necesidad de originalidad, de cambio, de novedad, de revolución. Piazzolla acude muchas veces a esas palabras: tango progresivo, tango contemporáneo, tango moderno; utiliza un poco indistintamente esas palabras, que después desaparecen. Hoy en realidad no hay esta sensación de avidez, o esta necesidad de novedad. De hecho, muchas cosas que eran corrientes, que podían llegar a ser masivas -quizás no en Argentina pero sí en otras partes del mundo, como Hendrix o The Doors- hoy no entrarían en la mayoría de las radios. Cuando yo era chico escuchaba lo que Hendrix tocó en Woodstock, la subversión del himno norteamericano entremezclado con bombas y con verdadera experimentación sonora en el programa Modart en la noche. Hoy ningún programa de una radio comercial pasaría algo de ese tipo. Y por otra parte, efectivamente Piazzolla criticaba a Troilo porque hacía veinte años que hacía lo mismo, y hoy en realidad tenemos ya muchos más años que veinte de los Redondos pareciéndose a sí mismos, o del Indio Solari pareciéndose a sí mismo, o de Cordera pareciéndose a sí mismo, y a nadie le parece mal; a nadie le parece mal tampoco que Mick Jagger siga cantando Satisfaction y haciendo gestos de adolescente. Esto en los ‘60 no hubiera sido tolerado. Ahora, esa es una parte. La otra es que la relación de los argentinos con la música es complicada. Obviamente, escuchamos mucha música, la música forma parte de nuestras vidas. Pero en el caso del tango nunca se habla como música, se habla del tango en relación con su poder de demarcación de un lugar determinado, en relación con la identidad nacional o con la identidad porteña o cosas por el estilo, es más, cuando se habla del tango con mayúsculas, como una unidad, se destruye todo aquello que tiene que ver con sus especificidades musicales, donde claramente la orquesta de Salgán no es igual a la de Tanturi, digamos. Cuando dicen el tango es la identidad… ¿Cuál? Qué tango? ¿El de D’Arienzo o el de la orquesta de Francini y Pontier? ¿El de Echagüe, que era un cantor más bien patotero, que cantaba en lunfardo, o el del primer Goyeneche, que era un cantante exquisito? Entonces, sobre este tipo de cosas no ha habido reflexión y, además, ha habido una relación muy pobre, en principio, entre la intelectualidad y la música, cosa que no sucedió en otras partes. En Brasil hay muchísima reflexión, ha habido polémicas, hay muchísimos libros que han reflexionado sobre la bossa nova, el tropicalismo, sobre Caetano, sobre Chico Buarque, sobre Villa-Lobos; acá no tenemos un solo libro sobre el estilo o la evolución en los estilos de orquestación de Troilo, por ejemplo. No tenemos un solo libro sobre el surgimiento del rock nacional, hay historias míticas -Tanguito y la Perla del Once, esas cosas- pero dónde está la Historia, qué se hacía en ese momento, cómo fue recibido; es decir, la mínima reconstrucción de la recepción. ¿Qué salía en los diarios sobre Almendra? ¿Salía algo? No, no había crítica de música popular en aquel momento. Independientemente de la falta de un espíritu crítico, lo que hay es lisa y llanamente falta de reflexión en la música, que se traduce, por otra parte, de una manera casi topológica en las librerías, donde no hay libros sobre música. Una revista como Contorno en los años ’50, que reflexionó sobre casi todo, que revisó la Historia, la literatura, releyó el peronismo, opinó sobre artes plásticas, sobre teatro, sobre cine, sobre música no opinó.

¿Cómo sale usted después de la experiencia que supone un libro semejante?

-Este es claramente un libro que nos transformó, en principio porque nos llevó cinco años, hay una sensación de que a Piazzolla ahora lo conocemos mucho más, tengo la fantasía de que me imagino qué hubiera contestado Piazzolla ante determinada cosa, qué hubiera hecho. Pero la sensación de entender, de todos modos, uno no la tiene nunca. Todos los personajes son complejos, pero Piazzolla es especialmente complejo. Tiene esta virtud de desacomodarlo a uno. Pensá que Piazzolla es alguien que por un lado reclama el gesto de la revolución, y por otro lado es alguien muy conservador, es alguien que forma parte del mundo intelectual que uno podría identificar con lo que era la izquierda, incluso la vestimenta o la forma de manejarse, etc., pero por otro lado obviamente no es de izquierda, desorienta…

Descargar nota (Linterna Mágica, 24/07/09)

Leer nota en Rosario/12 (08/08/09)


Lucas Varela (entrevista)


No voy a ocultar mi devoción hacia esa historieta magnífica -de lo mejor
que he leído en las páginas de Fierro y de tantas otras revistas- que es El síndrome Guastavino. Si Serge Daney sostuvo que fue una historieta -Maus, de Art Spiegelman- y no una película la más acertada aproximación a los campos de concentración nazis, atrevo a señalar una similar apreciación ante Guastavino y los años de la última dictadura militar argentina. El guionista Carlos Trillo fue en su momento entrevistado por este programa. Ahora le toca el turno al dibujante -tan prolijo como extraordinario- que es Lucas Varela. Y sí, todos guardamos un costadito sádico como el que subyuga a Paolo Pinocchio.



Entrevista realizada el 31/07/09


Intervienen: Colaso, Arteaga.


Descargar


martes, 4 de agosto de 2009

Enemigos públicos (Michael Mann, 2009)


El héroe y su destino trágico

Enemigos públicos
(Public Enemies)
EE.UU., 2009. Dirección: Michael Mann. Guión: Ronan Bennett, Michael Mann, Ann Biderman, a partir del libro de Bryan Burrough. Fotografía: Dante Spinotti. Montaje: Jeffrey Ford, Paul Rubell. Música: Elliot Goldenthal. Intérpretes: Johnny Depp, Christian Bale, Marion Cotillard, Billy Crudup, Stephen Graham, James Russo. Duración: 140 minutos.


“Dillinger era un marginal carismático, que le hablaba a la gente desde el abismo de la Depresión. Asaltó a la institución que les hacía la vida miserable –el banco- y desafió a la institución -el gobierno- que no pudo solucionarles los problemas” señala el realizador Michael Mann (1943) a Los Angeles Times, a la vez que delinea al personaje de su último film y, convengamos, el de todos los demás. Porque el Dillinger de Johnny Depp es, también, el último mohicano que interpretara Daniel Day-Lewis, el taxista que Jamie Foxx encarnara en Collateral, o el Ali estoico e incorruptible interpretado por Will Smith.
Son estos rasgos los que nos habilitan a encontrar en Mann a uno de los pocos realizadores que persisten desde una mirada autoral en el cine norteamericano. A lo que se suma un nervio narrativo que apuesta al relato, a saber contarnos una historia: a propósito, uno no sabe cómo, pero de nuevo –así como en Fuego contra fuego o en Miami Vice- nos encontramos en el medio de una balacera terrible y disfrutable, trágica e irresistible.
Enemigos públicos recrea la vida de John Dillinger (1903-1934) desde un costado simbólico y, por mítico, capaz de explorar no sólo un capítulo de la vida norteamericana sino también una constante, decíamos, del realizador: las fuerzas sociales y el individuo. Dillinger desafía a su entorno mientras sabe, por personaje trágico, que no puede escapar a su destino: “no importa el origen, sino hacia dónde vamos” dice a Billie (Marion Cottillard) ante la mirada de desaire social que reciben en un restaurante aristócrata. Es a ellos, justamente, a quienes Dillinger roba el dinero, a ellos y a sus bancos.
Desde el juego de espejos que permite la simetría héroe/antihéroe, Dillinger se construye también desde la figura de su opuesto, el agente del FBI Melvin Purvis (Christian Bale). Entre uno y otro sintetizan el vaivén de la película, más un J. Edgar Hoover (Billy Crudup) que, desde su construcción mediática y reaccionaria, perfila uno de los engranajes letales para la espía de la vida cotidiana: el FBI.
En este sentido, el Dillinger de Mann se sitúa como personaje casi obsoleto, en el enclave que significa la irremediable invasión social financiera, tanto desde la especulación bancaria como desde la mentalidad criminal, sujeta ahora a cálculos contables que sustenten una empresa del fraude. Otra vez el espejo: la central telefónica espía del FBI / la central telefónica clandestina del juego organizado. La burocratización alcanza a los dos bandos: ladrones detrás de escritorios mientras Dillinger todavía roba bancos a la vieja usanza, con música que evoca aires de melodía country (y la voz única de Billie Holiday que sabrá también dónde aparecer).
Es por ello que el título mismo del film puede entenderse de manera ambigua, y no sólo como parte de la prédica mediática y su sensacionalismo bufón. Más aún desde lo que significan Edgar Hoover y su cinismo, presentes de una u otra manera en la vida política de aquellos y estos años.