domingo, 22 de agosto de 2010

Cozarinsky, Wolf, Oubiña: Bafici Rosario (21/08/2010)


Sobre cine de autor y películas independientes


Tres miradas de saber teórico y práctico indagaron al cine independiente y de autor desde diferentes ópticas. La presencia de Edgardo Cozarinsky es uno de los regalos mejores del Bafici Rosario.


Por Leandro Arteaga

En un marco ideal como el que supone la sala de cine El Cairo, la muestra Bafici Rosario, que culmina hoy, reunió durante la mañana del sábado pasado (21 de agosto 2010) a tres destacados representantes del territorio cinematográfico: Sergio Wolf (actual director del Bafici, investigador, guionista y realizador), David Oubiña (investigador y docente), y Edgardo Cozarinsky (escritor y realizador).
Con una concurrencia mediana -que extrañó una presencia numerosa de estudiantes y realizadores, tal como la característica de la actividad hacía suponer-, los tres panelistas expusieron sus respectivas miradas acerca del cine de autor y del cine independiente. Recapitulamos, a continuación, parte del diálogo.

-David Oubiña: Estaba pensando en algo, que quizá parezca obvio, y es en la doble dimensión que tiene el cine. Por un lado es un artefacto, es un dispositivo que tiene una gran capacidad para reproducir más o menos fielmente lo que se pone delante de la lente; pero al mismo al tiempo, y por esa misma capacidad, el cine es quizás el dispositivo mejor preparado para desmontar esa misma ilusión. Esa doble dimensión creo que estuvo presente siempre, aunque supo circular por carriles separados. Por lo general, el cine se ha recostado sobre su capacidad analógica, mientras que las vanguardias se aprovecharon de esa potencia para deconstruir, para desmontar, la ilusión referencial de las películas. Si uno mira fotografías de pioneros como Muybridge o Marey, sabría que lo que hicieron los Lumière fue simplemente recomponer sus rompecabezas. Los pioneros trabajaron sobre la posibilidad de componer el movimiento, conformaron un momento arcaico donde el cine todavía no era cine. Me interesa ese movimiento arcaico, pero no tanto como un gesto retrógrado, sino como instancia negativa, en el sentido de ser un momento todavía no reconciliado, que no es vanguardista pero que sí puede ser –y de hecho lo ha sido- aprovechado por las vanguardias.
La “política de los autores” ha sido aquello que (la revista) Cahiers du Cinéma, durante los años ’50, interpretó como una especie de máquina de guerra contra el denominado “cine de calidad” francés. Pensaba en la política de los autores y en la diferencia entre ese momento, en donde la idea de autoría era realmente una máquina de guerra, y en lo que se ha transformado después. Cuando la política de los autores baja a Estados Unidos se traduce como “teoría de los autores”, y luego lo hace como “cine de autor”. Uno podría hacer casi un recorrido, una evolución del término, desde “política de los autores” a “teoría de los autores” y “cine de autor”. Hay un momento de la política de los autores que se podría pensar como supuestamente arbitrario o caprichoso, donde los autores eran aquellos a los que Cahiers du Cinéma señalaba como tales, pero también es cierto que en ese momento el término tuvo precisamente la posibilidad de definir un nuevo cambio. (Jean-Luc) Godard diría muchos años después que “cuando nosotros hablábamos de política de los autores todo el mundo pensaba en la palabra autor, mientras que habría que haber prestado atención a la palabra política”. La política de los autores es sobre todo un instrumento en el sentido más estratégico, es como la avanzada que de algún modo abre el terreno para las películas de los cineastas de la Nouvelle Vague. Pero este término, en la medida en que se convierte en una teoría –algo que en verdad nunca fue, para bien o para mal-, se vuelve parte del universo de la jerga académica. Incluso, después, se empieza a hablar de “cine de autor”. Curiosamente, el cine de autor termina convirtiéndose justamente en aquello que la política de los autores refutaba. El cine de autor es casi el nuevo cine de calidad, el cine culto, el cine de arte. Un género con las mismas convenciones que otros géneros. Si en algo interesa la política de los autores es que si uno tuviera que rastrear el origen del cine alternativo, del cine independiente, tal como lo pensamos nosotros, está allí. Más allá de todas las críticas o defensas, lo que tiene de útil, de valioso, es que me parece que ahí está el germen de lo que luego va a ser el cine independiente, alternativo. Hace cuarenta o cincuenta años, las películas de vanguardia y las películas más convencionales habitaban -como diría (Serge) Daney- en el mismo edificio, y me parece que progresivamente esas dos vertientes se han ido separando cada vez más. Por un lado un cine de gran espectáculo (Avatar, El origen) y por otro lado un cine mucho más artesanal, en todos los sentidos del término. Me parece a mí que el cine más interesante, el cine que vale más la pena ver está colocado de este lado, en el casillero de los cineastas más artesanales.

-Edgardo Cozarinsky: Puedo decir, en cierto modo, que uno está condenado a ser autor. Yo he tenido un recorrido muy zigzagueante. En un momento intenté hacer un cine, digamos así, de difusión masiva, pero terminó siendo una película más de autor que otras. Uno deja una marca personal en lo que hace. Hay gente que la deja más que otros. Lo que tiene de interesante es que este tipo de cine artesanal representa hoy una alternativa de resistencia a los procesos más notorios de la economía mundial, a lo que me refiero es al hecho de que las nuevas técnicas, a través del uso del video, han permitido hacer no solamente video-arte sino cine. Entiendo por “cinematógrafo” un uso determinado del lenguaje, del tiempo, de la imagen, y de la relación entre imagen y sonido; el video lo ha puesto al alcance de una cantidad de gente que no hubiera podido acceder a las formas de un cine más tradicional de consumo. En muchas de las programaciones, como es el caso del Bafici, se puede ver un verdadero uso del lenguaje cinematográfico que hoy lo autoriza el video. Así como hay un cine de gran espectáculo que ha tratado de derrotar a la televisión con el uso de recursos virtuales, el cine artesanal propone un uso de los tiempos y de los valores plásticos que no está necesariamente al alcance de cualquier película de consumo masivo. En cuanto a cohabitar en el mismo edificio es cierto, recuerdo que cuando se estrenaban películas como El año pasado en Marienbad o El eclipse, en Buenos Aires se estrenaban en unos catafalcos que hoy no existen, ya sea el Metropolitan -dividido en varias salas, que era también teatro-, el Gran Rex -abierto para recitales con cantantes y músicos internacionales-, Sin aliento se estrenó en el cine Ópera, que funcionaba como teatro para musicals importados. Es evidente que lo que hace cincuenta años rompía con las reglas de un cine tradicional podía llegar a un público masivo, hoy no es el caso. Creo que la difusión del dvd y de las salas alternativas configura nuevas posibilidades de acceder al cinematógrafo, como yo digo, un poco guiándome por (Robert) Bresson quien proponía la palabra tradicional, con todas sus sílabas, a la banalización “cine”. Películas como las que se han podido ver aquí, todas exploran posibilidades del cinematógrafo que hoy no se verían en un tipo de producción institucional.

-Sergio Wolf: Para mí hay un nombre en el cine argentino de los sesenta que es probablemente el que menos éxito tuvo de quienes filmaron en aquellos años, que es el de Manuel Antín, quien representa, de algún modo, una idea de relación con lo que pasó después. Uno podría pensar que el cine de los sesenta fue un cine de autor, pero fue también un cine derrotado. Sea porque una parte de sus directores terminó vinculada con la industria del cine argentino del momento -Argentina Sono Film, Aries-, o bien desapareciendo del cine, como Antín. Pero en su caso es como si la posterior creación de la Universidad el Cine hubiera venido a resolver un problema que se planteó en el cine de autor de los años sesenta, y que era el problema de resolver la exhibición y la formación de los directores. En los finales de los setenta, por otra parte, aparece un cine que ha sido denominado underground, a través de las películas de Alberto Fischerman, de Hugo Santiago; es un cine que prefiero denominar “conspirador”. Uno podría pensar que la historia del cine argentino tiene dos lecturas, dos líneas que están en colisión permanente: una es la oficial, la otra es la alternativa, la conspiradora, la irreductible. Por supuesto que el cine argentino de los años setenta tuvo muchos éxitos: La Patagonia rebelde, Quebracho, La tregua; pero el cine también podía tomar la línea alternativa o la del cine clandestino, a través del Grupo Cine Liberación o del Cine de la Base. Quiso la historia del cine argentino que lo que se impusiera como cine político, como alternativo, fuera el cine literal y político de (Pino) Solanas, el de (Raymundo) Gleyzer; pero me gusta pensar que el cine político era el otro, era el de Invasión, el de Puntos suspensivos, el de The Player vs. Ángeles caídos. El tiempo quiso que algunos directores murieran jóvenes, que otros viajaran a Francia. Durante los años ochenta el cine argentino conoce una de sus épocas menos interesantes. Es muy difícil encontrar diez películas que valgan la pena. En la actualidad, el cine argentino tiene, digamos, cincuenta directores de los cuales se puede esperar algo: Alonso, Llinás, Murga, Lerman, Rejtman, y más. En la década del ochenta nadie esperaba nada de Olivera, de Jusid, de Puenzo. Hubo un fenómeno de recambio profesional. Es aquí donde, de algún modo, reaparece Antín a través de su escuela de cine, ofreciendo la posibilidad de formar cineastas. Fue allí donde el mapa comenzó a cambiar.

Publicado en Rosario/12 (22/08/2010)

Desobediencia debida (2009) + entrevista Victoria Reale


La historia del prisionero inglés


Desde una narrativa que articula testimonios de modo paralelo, la crónica del único prisionero inglés durante el conflicto de Malvinas sirve de síntesis compleja a una herida que duele y que persiste. “La idea es abrir el debate a todos los espectadores”, destaca la realizadora de Desobediencia debida.

Por Leandro Arteaga


Desobediencia debida
Argentina, 2010. Dirección y guión: Victoria Reale.Producción
: Alejandro Burlaka. Entrevistas: Nora Sánchez. Fotografía: Federico García. Música: Fernando Suárez. Montaje: Victoria Reale.Duración: 93 minutos. Sala: Arteón.

“La historia yo la conocía desde los nueve años, cuando mi padre vuelve de Malvinas. Es allí cuando se desilusiona por completo y pide la baja, lo que en términos militares significa no pertenecer más a la fuerza. Toma esa decisión porque muere mucha de la gente que él había llevado -su Compañía de Sanidad- y, supongo, por todo lo que pasó, por toda la gente que murió y qué él no pudo ayudar” comenta a Linterna Mágica la realizadora Victoria Reale, a propósito de su film Desobediencia debida.
La historia a la que remite la directora corresponde a Jeff Glover, piloto inglés y único prisionero durante la contienda. Su padre, ex médico militar, supo atender al piloto en Puerto Howard. A partir de allí, todo un periplo se origina, y son las palabras de los propios protagonistas las encargadas de narrarlo.
“Conozco esta historia porque mi padre, cuando vuelve de la guerra, vuelve totalmente deprimido y lo único que cuenta en casa sobre los setenta y cuatro días de conflicto es que había conocido a un piloto inglés. Todo el relato que yo tenía de la guerra era ése, pero nunca le di bolilla porque Malvinas nunca me interesó. La historia de la guerra básicamente me molestaba, toda esa cosa de ‘héroes de la patria’ y no sé qué más. Cuando hace ocho o nueve años le planteo que me cuente algo más, me comenta de la orden que a él le dan de ‘presionar’ al prisionero -no pude poner ‘torturar’ por una cuestión legal-. Ahí comienzo a interesarme porque empiezo a pensar en que él había desobedecido una orden, con todo lo que ello implicaba, y que no le había pasado nada. Lo que significaba que la Ley de Obediencia Debida, como todos sabíamos, era mentira. Empiezo a tratar de conectarme con otros médicos y militares que habían estado en contacto con Glover, ya que otra de las cosas que me había llamado la atención es que todo el relato que me hacían era el de un prisionero de primera clase, al que había que tratar bien. Pero por otro lado me hacían un relato donde decían que ellos habían vivido dos guerras: la guerra contra la subversión y la de Malvinas. Todos sabemos que no existió una guerra contra la subversión, sino crímenes de lesa humanidad. Es por eso que me interesó poder rescatar la historia del prisionero, que no sufrió ningún problema más que el haber recibido en algunos lugares más o menos comida, pero sin sufrir ninguna tortura ni vejación; mientras que en la otra ‘guerra’ sí ocurrió esto. La doble moral era lo que me interesaba meter de alguna manera en la película, pero sin tener que decirlo yo, porque me parece que es algo que el mismo espectador puede construir.

-Impacta el testimonio –y la sorpresa- de Glover, al referirse a los doscientos “niños descalzos”, afectados por el pie de trinchera, que miran Tom y Jerry. Una guerra de “niños contra hombres” señala.

-Él me discutía que le parecían de catorce años, por las caras. Pero, evidentemente, cuando uno lo ve en la imagen, estos chicos, los soldados, son personas que no entendían dónde estaban y no tenían por qué entenderlo. No tenían ninguna instrucción. Mi padre lo dice, cuando refiere que la mayoría de heridos que tuvo que curar fue por causa de disparos que ellos mismos provocaban, porque ni siquiera les habían enseñado a usar un FAL.

-¿Costó convencer a tu papá para hablar en cámara?

-Fue el personaje más difícil, porque desde que volvió nunca más quiso hablar. Te diría que fue hasta más difícil que Jeff, quien tampoco dio una entrevista para su país. Son dos personas muy retraídas, que mantuvieron un perfil muy bajo respecto de la guerra, ya que de alguna manera fueron historias muy frustrantes para ellos mismos. Así que me costó mucho convencerlo y me costó mucho como hija, porque tengo una postura ideológica totalmente diferente, pero me pareció que tenía que poner todo eso en la película.

-El testimonio de tu padre es casi una síntesis del conflicto bélico. Desde el no tener instrumental suficiente hasta la vuelta al país para ser prisioneros.

-Todos los militares que no habían ido a Malvinas decían que a toda la gente que regresaba la ponían en la Escuela General Lemos, que es la escuela de suboficiales en Campo de Mayo. El estar presos, durante una o dos semanas, es algo que siempre se ha escuchado de parte de los conscriptos, porque por un lado los estaban engordando –mi papá volvió con cuarenta kilos menos- y por otro porque había una presión psicológica, todos los días decían que les estaban haciendo un test psicológico pero, en verdad, lo que les estaban diciendo es que no podían hablar de nada de lo que había ocurrido. Esto siempre se conoció de los soldados, pero también los oficiales fueron sometidos a una presión psicológica muy fuerte para que no hablaran y no contaran todo lo desastroso que fueron las fuerzas armadas al planificar lo que nunca planificaron, y al instaurar el terror. Lo que veo que pasa con mi padre, creo, y con un montón de gente que tiene una postura crítica con las fuerzas armadas, es que no terminan de romper con el sentimiento de cuerpo. Me ha pasado en las proyecciones, en el Centro Cultural Recoleta, que ha venido gente amiga de mi padre, otros médicos que también se fueron del ejército, y que me han dicho: “Victoria, está buena la película, pero por qué mezclás dictadura con Malvinas?” Y yo les digo que cómo no lo voy a mezclar, si el principio de esa guerra fue para salvar una dictadura. A mi me gusta la discusión, no creo tener ninguna verdad revelada, cada uno recuerda lo que quiere y lo que puede y lo cuenta en cámara. Jugué con el montaje por contraste porque lo que busco es poner en evidencia esas diferencias. Que el espectador arme la película en su cabeza.

Cinco minutos de gloria (2009, Oliver Hirschbiegel)


Búsqueda de redención sin televisión


Cinco minutos de gloria
(Five Minutes of Heaven). Inglaterra, Irlanda, 2009. Dirección: Oliver Hirschbiegel. Guión: Guy Hibbert. Fotografía: Ruairi O’Brien. Música: Leo Abrahams, David Holmes. Montaje: Hans Funck. Intérpretes: Liam Neeson, James Nesbitt, Anamaria Marinca, Mark David, Conor McNeill, Paul Garret. Duración: 89 minutos.




Luego del insólito traspié que significara Invasión (The Invasion), que prometía lo mejor (remake de Invasion of the Body Snatchers, con dos intérpretes gélidos como Daniel Craig y Nicole Kidman, más la frialdad germana del realizador, pero mutilado todo bajo los designios mercantiles de los estudios), el realizador alemán Oliver Hirschbiegel ofrece con Cinco minutos de gloria una mirada más acorde con la polémica de su film La caída (2004), con un imposible de olvidar Bruno Ganz en el papel de Adolf Hitler.
Cinco minutos de gloria narra, desde el flashback, el asesinato de un católico a manos de un joven integrante de la UVF (Ulster Volunteer Force), grupo paramilitar de Irlanda del Norte. Con diecisiete años, Alistair Little cumple su sueño de magnificencia, de respeto ganado, al dar muerte. Corre el año 1975. Y el todavía más pequeño y aterrado hermano de la víctima sufrirá el peso del desequilibrio materno –por no haber hecho nada por impedirlo- para toda la vida.
Es esto lo que asoma desde los recuerdos de Joe Griffin (James Nesbitt) mientras se dirige, veinticinco años después, al gran castillo vuelto estudio de televisión. Allí tendrá lugar el reencuentro entre él, testigo del crimen, y el victimario. Toda una apuesta. Porque nada hay de mayor morbo que capítulos similares para la televisión. Los ejemplos cundan y la apuesta del film no desatina. (Sidney Lumet supo recordar, a propósito de su magnífica Network, poder que mata, 1976, que no iba a pasar demasiado tiempo para poder observar un suicidio en televisión. El cine, dice Godard, nos alerta. El asunto es querer ver/escuchar).
Todo un martirio psicológico acompaña a Griffin. Pero también a Little (Liam Neeson). Un montaje paralelo que sabrá hacer confluir, finalmente, ambas instancias pero por fuera de la situación esperable. La televisión nada tiene que hacer respecto de ciertos asuntos. Y es esto lo que el film de Hirschbiegel atiende y subraya. El espectáculo televisivo, sabemos, se ha vuelto basura. (The Truman Show, 1998, supo también cómo alertarlo.)
Si es uno el que no puede acercarse al otro, será entonces el otro quien haga el intento. Una zona neutral, derruida, buscará ser lugar ideal. Sucia y por fuera del tiempo. Suspendida, todo está permitido allí. Es así que la altura moral de la película sobresale, y nos devuelve a un Liam Neeson más a gusto con el buen cine, lejos de la plasmación maniquea y fascista que llevara adelante en un film burdo como Búsqueda implacable (Taken, 2008), donde se dedicara a cazar y matar villanos.
Existe en Cinco minutos de gloria un lugar para la reparación, que nada tiene que ver con el perdón del olvido obligado, ése que tanto quiso imponerse a nuestra historia, sino con el acercamiento entre palabras que busquen un lugar desde el cual recomenzar. El perdón, decía Hannah Arendt, puede aparecer como una instancia revolucionaria.

Capitalism: A Love Story (2009, Michael Moore)


El sueño americano que nunca fue

Capitalismo: una historia de amor
(Capitalism: A Love Story). EE.UU., 2009. Dirección y guión: Michael Moore. Fotografía: Daniel Marracino, Jayme Roy.Montaje: Jessica Brunetto, Alex Meillier. Música: Jeff Gibbs.Intérpretes: Michael Moore, Thora Birch, William Black, Baron Hill, Wallace Shawn. Duración: 127 minutos. Solo disponible en DVD




Introducir al cine de Michael Moore no es tarea difícil. Sus películas han sido exhibidas comercialmente, fueron y son muy vistas, se encuentran disponibles en DVD, y la memoria del espectador puede identificar varias de ellas rápidamente. Desde el reconocimiento que significara Una nación bajo las armas (2002), con su tematización de la tenencia civil de armas de fuego en Estados Unidos, hasta Sicko (2007) y su plasmación -por momentos- cruel del entonces sistema de salud sanitaria en aquel país, Michael Moore conoce vaivenes que lo llevan, a veces, a momentos mayúsculos.
Uno de ellos lo significa la obtención de galardones importantes. El Oscar por Una nación bajo las armas, la Palma de Oro por Fahrenheit 9/11 (2004). Más un programa televisivo que supo coordinar espectáculo y denuncia (The Awful Truth). Y un primer film de sencillez y claridad expositiva, tal como supone Roger y yo (1989); película que las señales de cable suelen emitir, y que permite un punto de encuentro con su último film.
Porque entre aquella primera película y Capitalismo: una historia de amor hay una suerte de ciclo que se cumple. Tanto cinematográfica como personalmente. Es decir, es la misma cámara la que plasmará el regreso de Moore y su padre al terreno baldío que alguna vez supo ser la fábrica General Motors, sostén laboral y social de la localidad de Flint, lugar natal de la familia Moore. Padre e hijo rememoran vivencias que ya se exponían en aquel título y, de esta manera, perfilan la síntesis del film –y de una obra- como totalidad.
Es así que en Moore se respira, por un lado, nostalgia de tiempos –capitalistas- mejores y, por otro lado, la crítica despiadada hacia el barril sin fondo en el que se supo convertir. De modo tal que Capitalismo… es un film disfrutable como crónica de un sistema derruido, pero también como pedido de memoria hacia momentos menos sórdidos. Aunque tampoco sería justo sintetizar de esta manera, porque así como las imágenes de archivo mezclan recuerdos del realizador con sonrisas de familias, también dan cuenta –vía voz en off- de las razones de peso que las hicieran posibles: tal como, por ejemplo, los bombardeos a las industria automotrices alemana y japonesa para la hegemonía norteamericana.
A través de este periplo explicativo, el espectador se sumerge en un análisis que puede, por momentos, destilar sinceridad mayor; pero que tampoco se anima a desdecir cabalmente al sistema capitalista como tal. No es éste un rasgo a criticar, puesto que sería deshonesto el pedir a Moore un análisis ideológico que lo acerque a perfiles partidarios con los que nunca se identificó. Lección cinematográfica que tales movimientos, dado el caso, harían bien en aprender y asumir.
En última instancia, vale la habilidad narrativa de Capitalismo… para reducir, de cara al futuro, tantos años de vida social, política y económica norteamericanas. Las opciones son: a) la publicidad del gato que sabe cómo lograr funcione la cadena del baño. b) el video que de su desalojo domiciliario una familia realiza. Es simple, y de una contundencia admirable.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Chéri (2009, Stephen Frears)


El amor imposible de una época que termina

Desde un registro que lo acerca a su ya clásico film Las relaciones peligrosas, el realizador inglés Stephen Frears dibuja la Belle Époque a través de la mirada melancólica y cortesana de Michelle Pfeiffer.

Chéri
Inglaterra/Francia/Alemania, 2009. Dirección: Stephen Frears.Guión: Christopher Hampton, a partir de la novela de Colete. Fotografía: Darius Khondji. Música: Alexandre Desplat. Montaje: Lucía Zucchetti. Intérpretes: Michelle Pfeiffer, Kathy Bates, Rupert Friend, Frances Tomelty, Felicity Jones, Toby Kebbell.Duración: 92 minutos.



Se cree que las prostitutas –merced al gusto de los tiempos que corren- han tenido una vida fácil durante lo que se conoce como la Belle Époque, hacia fines del siglo XIX francés, dice la voz en off, narradora y omnisciente, acerca de la historia que está por iniciar. Pero en verdad -prosigue- fue la fama la que supo acompañar a muchas de ellas, a través de escándalos con amores de alcurnia, más bancarrotas y suicidios provocados.
Primeras planas de la prensa, fotografías de brillos añejos, diseños de afiches de noches y burdeles. En otras palabras, cortesanas teñidas con el fulgor mismo de la realeza, los escándalos mediáticos, y las tablas de los escenarios. El mayor peligro, ahora bien, supo ser evitado por la más bella de todas. Lejos de caer presa de enamoramiento alguno, y con años de riqueza acumulada, mansión y criados, Lea se predispone al retiro y al disfrute –por fin- de la soledad de su cama.
El prólogo es bello, la voz bien inglesa, y la presentación de Lea juega de manera acorde con el recuerdo mismo del espectador de cine. Porque el personaje va de la mano con la actriz que lo compone: la madurez, la vejez, la belleza en un umbral fronterizo. Arrugas justas, una piel que todavía brilla. Y esos ojos azules, de pincel. La totalidad del film gira alrededor de su figura. Y ella que está grandiosa. (Si el lector prefiriera detenerse en líneas y más líneas de admiración hacia su figura será suficiente remitir al texto de amor y de cinefilia que José Pablo Feinmann le dedicara a la mejor Gatúbela de siempre en las páginas del Radar del 11 de julio pasado.)
Basta con señalar que Michelle Pfeiffer es, ella sola, la película. La certeza aparece desde las palabras que el propio film pronuncia, las cuales parecen recorrer caminos paralelos, sea el de Lea, sea el de Michelle. Es que Chéri, el film, no debía ser posible sin ella, aún cuando el título nos remita, en verdad, a su protagonista masculino. Chéri (Rupert Friend) es un “pequeño” de diecinueve años de vida apresurada, mujeres a ambos costados del lecho, y una madre otrora y también cortesana (la grandiosa Kathy Bates) que entenderá como necesario un adecuamiento normativo para su hijo. Por eso el pedido a la amiga, a Lea, de encarrilar desde el consejo y la compañía sexual lo que parece desvariar hacia rumbos no bien previstos.
La simpatía falsa comenzará a jugarse entre ellas. Sonrisas que esconden tedio sobre la presencia ajena, más maquinaciones que guardan otros fines. Y una dualidad que repercutirá y se ramificará, con contradicciones e imprevistos, hacia los demás vínculos que el argumento vaya trazando. Lea y Chéri encarnan el par definitivo, la verdad inmanente de una unidad imposible. Ella con bastantes años, de juventud aparente, en diálogo mudo con los espejos. Él apenas crecido, pero con un rostro ya afilado y marcado por ojeras de alcohol. Increíblemente, ambos se comparten y los años pasan, y Chéri que deberá, por fin y a instancias de la madre, atender al matrimonio al que se le obliga, meta última del recorrido materno.
Si él supo ser el joven de diecinueve, ahora lo es ella, la niña prometida e impuesta de dieciocho años. De un lado y de otro los artilugios femeninos, de madres, preocupados por garantizar los lazos que procrean. Aún cuando entre ambas existan miradas torcidas y comentarios entre dientes. Es así que, tal como se señalaba, entre una pareja y otra se juegan –desde un guión milimétrico- espejamientos, distorsiones leves, un ir y venir casi dialéctico. Chéri y Lea. Pero también Chéri y su madre. Y un amor que no dudará en arrojar sombras edípicas. Más las trampas mismas de las mascaradas sociales, aquellas que tan sabiamente –y ya clásicamente- articulara su mismo realizador, Stephen Frears, en Las relaciones peligrosas (1988). Es decir, y como se sabe, las cosas nunca son lo que parecen. De tal modo que será entonces el mismo lecho inicial y solitario de Léa el que encuentre su resignificación final.
Si Chéri es oportunidad de volver a la Pfeiffer –tan bella, sin las cirugías de tantas maniquíes desesperadas del momento-, también es vuelta de Frears a un cine mejor, sin las reverencias reales que significaran su anterior La reina (2006), allí con otra mujer bella y extraordinaria (Helen Mirren), bajo la piel de una corona que parece seguir pesando tanto a cierto ánimo inglés y reaccionario.
El guión de Chéri es obra de Christopher Hampton, colaborador usual de Frears y realizador a su vez de títulos como Carrington (1995) y El agente secreto (1996). Vale también destacar la extraordinaria proeza de tonalidad fotográfica que logra Darius Khondji, el magnífico cámara de realizadores como David Fincher y Wong Kar Wai, quien dota a Chéri de encanto impresionista, de sol que respira a través de arboledas, mientras la espalda de Michelle destila trazos de luz durante sus masajes al aire libre. (Espalda de mujer, aire libre, mano que la acaricia. Los mismos tres elementos que logran una de las imágenes más bellas de Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí. Sepa el lector disculpar este juego de asociaciones del cronista).
Chéri se erige como síntesis de una época que parece bella, de relaciones almibaradas, miradas de arpías, intereses familiares, y prostitutas melancólicas. Más el lamento de una relación tardía que contagia –más allá de ser síntoma de aquellos años que el mito (o el film) dibuja- desde ecos que persisten a través del tiempo al espectador cualquiera.

Pájaros volando (2010, Néstor Montalbano)


Muchos pájaros

y un film disperso

Pájaros volando
Argentina, 2010. Dirección: Néstor Montalbano. Guión: Damián Dreizik. Fotografía: Marcelo Iaccari
no. Montaje: Alejandro Soler. Música: Pablo Borghi. Intérpretes: Diego Capussotto, Luis Luque, Verónica Llinás, Alejandra Flechner, Damián Dreizik, Juan Carlos Mesa. Duración: 110 minutos.


Hay una complicidad que preexiste a Pájaros volando, y es la que ocurre desde el nexo televisivo que el humorista Diego Capusotto viene desarrollando con tanto éxito y talento. Los seguidores fieles del ritual televisivo de Peter Capusotto y sus videos –entre quienes se cuenta este cronista- sostienen un idilio con el actor que fuerza a la película de Néstor Montalbano como un ligamen más, aspecto que el film –por otro lado- parece no pretender desmentir, mientras reitera un mismo gusto narrador, que remite a films anteriores como Soy tu aventura (2003) y El regreso de Peter Cascada (2005).
En este sentido, no se encontrará el espectador con un Capusotto fuera de lugar, extraño al gusto del televidente, sino con una de las tantas reformulaciones posibles del que su humor camaleónico es capaz. Pero lo que es hallazgo en el medio televisivo es reiteración para el ámbito del cine. De tal manera, es el esquema narrativo tan propio de la televisión el que se manifiesta de manera evidente desde la pantalla grande. Es así que lo que funcionaría como segmento o mediometraje se convierte, por momentos, en un fastidio de casi dos horas.
El argumento se estructura desde la posibilidad que a José (Capusotto) le representa el ofrecimiento de su primo, Miguel (Luis Luque): viajar a Las Pircas y ser el próximo tripulante privilegiado de un plato volador. Dado un presente musical apagado, apergaminado por un viejo hit de los ’80 (aquí el título del film), José no duda demasiado en seguir la ruta hacia el mas allá, donde un pueblito de montañas con aires hippies y naturistas lo espera.
Hay momentos hilarantes, para celebrar. Y son aquellos que tienen que ver con la mirada “irrespetuosa” o, mejor, políticamente incorrecta. Desde esta situación, desfilarán entonces, y por orden de aparición, todos los clichés de la sociedad reaccionaria o asumidamente progresista: hippies canosos y de, digamos, ánimos alterados post-lisergia, artesanos de procederes mafiosos, un botánico de izquierda extrema que defiende –claro- las raíces culturales, y un pseudo Horacio Guaraní que no duda en entonar ser argentino hasta la p… madre.
Es desde estos lugares cuando el film se disfruta, merced al desacartonamiento que provoca, a la ofensa adrede que provoca al tradicionalismo vetusto y regional. Pero cuando el relato debe sostenerse, hilvanarse, es poco lo que queda por ofrecer. Solo situaciones aisladas. Es entonces cuando éstas se reiteran o, todavía, se extralimitan. Allí cuando ni siquiera los mismos intérpretes parecen recordar la necesidad de resultar creíbles.
En última instancia, sirvan estas líneas para rescatar la labor demente de Luis Luque, quien parece no tener inconveniente alguno para componer un papel cualquiera. De cabeza rapada y túnica blanca, Luque es capaz de cualquier cosa; como de, por ejemplo, entablar diálogo con lucecitas aluciernagadas. Luque, por sí solo, es todo un síntoma de gran actor.