sábado, 21 de noviembre de 2015

007 Spectre (2015, Sam Mendes)


James Bond nunca sabe cuándo morir




De unidad conceptual con la precedente Skyfall, la nueva película de James Bond indaga en su pasado, en las películas previas, y abre interrogantes críticos sobre el nuevo siglo. ¿Qué lugar queda al viejo James Bond?

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (09/11/2015) 
Después de tantas películas, actividades espías, asesinatos a sangre fría, mujeres y bebidas, ¿cuánto más podía esperarse de este agente doble cero? No demasiado pero, sin embargo, el glamour que exhibe, las marcas publicitarias que lo financian, su proceder fascista, todavía prosperan. ¿Alguien lo duda?

Por eso, James Bond es signo de los tiempos: de aquéllos –fríos, de guerra encapsulada– y de éstos. La manera desde la cual se articula hoy, lo señalan no sólo sus películas, sino la estela que permanece, que repercute en otras aventuras, como las protagonizadas por el espía Jason Bourne. En este sentido, no sería exacto decir que con el actor Daniel Craig, Bond toma prestadas características del personaje de Matt Damon sino, antes bien, que 007 continúa como el eje de gran parte del árbol genealógico del espionaje. O también, ¿cómo leer a Robert Ludlum sin la influencia de Ian Fleming?

Ahora bien, no es casual que personajes tan drásticos, de simpatías ideológicas deleznables, cumplan a veces el mejor móvil narrador. En este sentido, tampoco es coincidencia que las mejores películas de los estudios Marvel sean las de Capitán América. Hay algo en este tipo de caracteres que abre posibilidades inesperadas, que sin deshacer lo que los personajes son, imprimen una mirada que dialoga de modo problemático con el entorno.

Tanto Bond como Capitán América son hijos de sus años, de luchas resueltas. Continúan en la marquesina de novedades porque son franquicias que explotar pero, acá lo mejor, porque reúnen aspectos que todavía dicen algo. Mitos de la sociedad de consumo, pero mitos al fin. Éste fue el aspecto nodal que Operación Skyfall (2012) abordó. Con el director Sam Mendes a cargo, el agente tuvo que soportar su deconstrucción pausada, gradual, última: Mendes/Craig destrozaron al mito para aportarle un brío nuevo. La continuación sólo podía ser de ellos.

En este sentido y antes que segunda parte, Spectre es consumación de un díptico. Para ver Spectre debe verse Skyfall. Una está hecha pensando en la otra, entre las dos construyen la reflexión final sobre el mundo Bond, sobre sus más de veinte películas, sobre su lugar en el mundo actual y en el cine digital. Este aspecto es tomado en Spectre de manera argumental, a través de este fantasma tentacular que tiende su vigilancia sobre todos y, particularmente, sobre Bond. Las nuevas tecnologías están en el centro de la trama; con ellas, los mecanismos de espionaje dejaron de ser lo que eran, con el cine –con Bond– sucedió otro tanto.

Este es el aspecto que abre un interrogante en Bond, porque lo hiere en su esencia. Las películas de Sam Mendes han tomado esta herida como lugar central para su puesta en escena; es decir: James Bond es un personaje desajustado, es un maniquí que reitera pasos de comedia ya vistos. Sus viejos trucos no guardan correlato con las estridencias del cine de efectos digitales. Un auto que dispara fuego ya no es momento de asombro para el espectador. Es esta contemplación de Bond como héroe anacrónico la que Sam Mendes acentúa para, de acuerdo con ello, permitirse que Spectre contenga, otra vez, un auto que escupe fuego. No es lo que se espera de un film actual; por eso mismo, Spectre es una película sorprendente.

Por otra parte, el enigma que encierra “Spectre”, la clásica organización que Bond combate, tendrá resolución doble: de manera general, con la continuidad iniciada con Sean Connery en El satánico Dr.No (1962); de manera puntual, sobre el ciclo protagonizado por Craig desde Casino Royale (2006). Pero esto es apenas epidérmico, lo más profundo radica en lo que allí se cifra, en la habilidad del film para jugar con las referencias que la larga lista de títulos de Bond ofrece sobre esta organización, para ahondar en algo que será personal –presagio ya supuesto por Skyfall–, con muchos guiños hacia los seguidores de la saga –de talante lúcido, apenas referidos, reformulados–, pero con una mirada impiadosa sobre los tiempos vigilantes actuales.

Sin quererlo, con Spectre Bond culmina por asomar como garante de una libertad individual, privada, que parece en vías de extinción. Ya no hay resquicios donde desaparecer. Todos vigilados, pero en síntesis, ¿quién vigila? No es que se trate de una mirada reaccionaria, de melancolía por tiempos idos, sino crítica por acorde con el cine del director de Belleza americana y Soldado anónimo, quien sabe mirar la sociedad e instituciones como ámbitos problemáticos, integrados por individuos perseguidos por su entorno pero también por sí mismos.

En este sentido, y tal vez como uno de sus mejores momentos, sobresale la resolución formal que de la visita a la cueva secreta del lobo hace el héroe. Allí donde todo terminará con una explosión, con él erigido como portavoz involuntariamente lúcido de una sociedad que todavía resiste, que no confía en depositar sus secretos en las manos de corporaciones con sonrisas de empresa. Mendes lo articula desde una operación argumental brillante. Se ha dicho de esta película que parece interesada en desocultar lo que hasta ahora nunca se supo de la vida de Bond. Es todo lo contrario. El Bond de Mendes no permitirá, nunca, que se sepa lo que él prefiere mantener sólo suyo. Por esta premisa, es que Bond revienta todo.

Eso sí, quizás nunca actuó antes de esta manera. Por eso, es una incertidumbre saber cómo proseguirán sus aventuras. Si Craig y Mendes continúan, la historia tendrá puntos suspensivos que invariablemente habrán de conformar una triada, de rigurosa unidad formal y conceptual. De no ocurrir esto, podrá entonces decirse que con Spectre lo que se ha visto es al héroe en una salida de escena genial, imposible de perpetuar.

Haber logrado esta síntesis, que es repaso y reformulación, que es mirada lúcida sobre un personaje pero, sobre todo, respecto del contexto en el que se desenvuelve, hace de Spectre una obra grande dentro de la galería fílmica del personaje, pero también de cara al cine que todavía dice llamarse Hollywood.

007 Spectre
(Reino Unido, EE.UU, 2015) Dirección: Sam Mendes. Guión: John Logan, Neal Purvis, Robert Wade, Jez Butterworth. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Montaje: Lee Smith. Música: Thomas Newman. Reparto: Daniel Craig, Léa Seydoux, Christoph Waltz, Ralph Fiennes, Monica Bellucci, Ben Whishaw, Naomie Harris. Duración: 148 minutos. 10 (diez) puntos 

La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015, Guillermo del Toro)

El dolor de una mansión


Con una puesta en escena que le identifica como uno de los mejores directores del cine fantástico, Guillermo del Toro logra en La cumbre escarlata un film de pulso macabro, homenaje al cine, y justicia poética.

Por Leandro Arteaga 
 El clima acompañó, la noche de brujas pasó, y dejó el saldo acostumbrado de sustos en pantalla grande. Entre ellos, unos gritos teñidos de carmesí triste, que habitan entre paredes de una mansión imposible pero localizable en ese mundo de cine que tiene por nombre y morador al mexicano Guillermo del Toro.
Hacia allí se dirige entonces el carruaje de este artículo, con las ganas puestas en los fantasmas, los susurros con forma de viento y las maderas que crujen. Arribar a esta mansión implica, a su vez, un bagaje que el espectador ya tiene, que disfruta. Las películas del director conforman un equipaje suficiente. Desde Cronos (1993) en adelante. Vampiros, demonios, robots, construyen una galería de cuño propio, con reminiscencias provistas  por el mismo cine y su historia, las historietas, la literatura, y la misma Historia con mayúscula (con la Guerra Civil española como telón de fondo en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno).
Del Toro es un realizador personal porque al buscar en estas referencias, las reelabora desde un prisma propio. De este modo, puede entonces hacer convivir situaciones y personajes como parte de un mismo entramado, donde las películas no se superponen. Puede, por eso, hacer morar en un mismo lienzo las criaturas demoníacas de la historieta Hellboy con seres indefinidos y lovecraftianos y el arte admirable del argentino Oscar Chichoni. (Acá, nota al pie, porque Chichoni –el incomparable portadista de la revista Fierro, primera época– aporta su imaginería desde los “visual concepts”, arquitectura visual para el cineasta. Para el ojo curioso, queda el desafío de distinguir en La cumbre escarlata cuánto persiste de la textura oxidada del artista argentino. El resultado es grandioso.)
Ahora bien, si de situar una referencia precisa se trata, ésta es la que aportan las películas británicas producidas por los estudios Hammer, desde fines de los años ’50. Drácula, Frankenstein y La momia, volvían a la vida gracias a la tarea destacada del director Terence Fisher y los actores Christopher Lee y Peter Cushing. La sangre pasó a ser tan roja como nunca, con una violencia que sacudió el morbo del público y provocó el desdén de la crítica. Drácula mordía cuellos desnudos para el placer de los espectadores. Frankenstein se entregaba a depravaciones científicas variadas.
La Hammer fundó una tendencia estética que tuvo auge y caída. Destiló un aire technicolor, de un gótico estridente, que cada tanto se respira en algunos films, como La leyenda del jinete sin cabeza y Sweeney Todd, ambas de Tim Burton. Con La cumbre escarlata, Del Toro se sumerge también en estas ciénagas, y así como Burton, extrae para sí lo que le embriaga. Mientras en Burton hay freaks desajustados, en el mexicano persiste una fantasmagoría personal.
En La cumbre escarlata, la escritora Edith Cushing (Mia Wasikowska) está tironeada entre el mandato paterno y el amor de otro hombre: Thomas (Tom Hiddleston), el caballero de manos sin callos, ilegibles a los ojos del padre. La decisión de Edith será también punto de anclaje con otra vida, la que termina; una etapa que se cierra para que otra se abra, en un juego cíclico en el que se inscribe, a su vez, esa otra aventura que es la vida en pareja: lejos, en una mansión desolada, desgarrada. También, como núcleo y esencia, el pasaje de un siglo a otro, de inicio mecánico e industrial.
Desde su estructura, la película introduce con un prólogo que advierte sobre el devenir: la sentencia de una voz que asusta. Luego será momento para la instancia intermedia, mediada por el olvido y las promesas del futuro. Después, la consumación maldita. Como vínculo entre las partes, las historias de fantasmas que Edith escribe, con las que espera poder ingresar a los círculos literarios, así como su admirada Mary Shelley. Su obra literaria surge, tal vez, como recuerdo de esa advertencia preliminar, como su exorcismo, como artilugio vital con el cual, llegado el momento, decidir: acá, justamente, el uso literal que se hará de la lapicera fuente, ese invento novedoso que la película ofrece. Y todo ello, si se quiere, como parábola desgraciada sobre una revolución industrial que culminó por sumir sus promesas de progreso en un lodo de color carmesí.
Una vez en la mansión, La cumbre escarlata alcanza su esplendor. Emplazada en un suelo arcilloso –tan cenagoso como lo soñaría Poe-, que brota espeso entre las tablas, la mansión no concuerda demasiado con la mirada lógica. Pisos o habitaciones superpuestos habilitan escaleras de dimensiones monstruosas. Hay un dolor que la delata, que encierra entre sus paredes, las cuales parecieran transformarse en otras cosas. Hay recovecos donde el calor nunca llega. Un hall central la hiere desde arriba, su tejado se desmorona, mientras una continua lluvia de hojas le aporta una melancolía que al tocar el suelo le hace llorar sangre (misma llovizna ámbar entre la cual el Príncipe Nuada abatía a su padre en Hellboy 2; misma melancolía roja con la que se retuerce el árbol burtoniano de La leyenda del jinete sin cabeza).
Edith es el contrapunto de Lucille (Jessica Chastain), la hermana de Tom. Si aquella es etérea, cándida; ésta es oscura, pétrea. Cobija consigo el manojo de llaves de todas las puertas. Ella es la guardiana del lugar y de los secretos (así como Mrs. Danvers, el ama de llaves de la mansión Manderley en Rebeca, de Hitchcock). Sabe cuáles otras imágenes esconden los libros cubiertos de polvo. Tiene un encanto ceñido, de belleza gélida, que perturba. Tan seductora como capaz es Tom, su hermano, de encarnar una belleza fronteriza, de rasgos masculinos y delicados.
Entre los dos, hay un vínculo que cierra lo que la casa gime. Los fantasmas aparecen como consecuencia, a través de golpes de picaportes, emergiendo de suelos podridos, deformados de agonía, chorreando viscosos. Cada episodio es momento para la artesanía del relato, para los sustos que se deben enfrentar. En esa dirección, finalmente, habrá de ocurrir la resolución.
Y como corresponde, toda historia tiene siempre estructura policial. Poe es el mejor ejemplo. Acá hay, por eso, un investigador impulsivo que no cejará hasta dar con la explicación más convincente porque, parece, los fantasmas no existen. Edith, sin embargo, sabe que nunca más dudará de su existencia. La literatura nunca le mintió. El cine, por transposición, tampoco. 

La cumbre escarlata
(Crimson Peak) (EE.UU., 2015) Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro, Matthew Robbins. Fotografía: Dan Lausten. Música: Fernando Velázquez. Montaje: Bernat Vilaplana. Reparto: Mia Wasikowska, Jessica Chastain, Tom Hiddleston, Charlie Hunnam, Jim Beaver, Burn Gorman, Leslie Hope, Doug Jones. Duración: 119 minutos. 8 (ocho) puntos