El dolor de una mansión
Con una puesta
en escena que le identifica como uno de los mejores directores del cine
fantástico, Guillermo del Toro logra en La cumbre escarlata un film de pulso
macabro, homenaje al cine, y justicia poética.
Por Leandro Arteaga
El clima acompañó, la noche de brujas pasó, y dejó
el saldo acostumbrado de sustos en pantalla grande. Entre ellos, unos gritos
teñidos de carmesí triste, que habitan entre paredes de una mansión imposible
pero localizable en ese mundo de cine que tiene por nombre y morador al
mexicano Guillermo del Toro.
Hacia allí se dirige entonces el carruaje de este artículo, con las ganas puestas en los fantasmas, los susurros con forma de viento y las maderas que crujen. Arribar a esta mansión implica, a su vez, un bagaje que el espectador ya tiene, que disfruta. Las películas del director conforman un equipaje suficiente. Desde Cronos (1993) en adelante. Vampiros, demonios, robots, construyen una galería de cuño propio, con reminiscencias provistas por el mismo cine y su historia, las historietas, la literatura, y la misma Historia con mayúscula (con la Guerra Civil española como telón de fondo en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno).
Hacia allí se dirige entonces el carruaje de este artículo, con las ganas puestas en los fantasmas, los susurros con forma de viento y las maderas que crujen. Arribar a esta mansión implica, a su vez, un bagaje que el espectador ya tiene, que disfruta. Las películas del director conforman un equipaje suficiente. Desde Cronos (1993) en adelante. Vampiros, demonios, robots, construyen una galería de cuño propio, con reminiscencias provistas por el mismo cine y su historia, las historietas, la literatura, y la misma Historia con mayúscula (con la Guerra Civil española como telón de fondo en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno).
Del Toro es un realizador personal porque al buscar
en estas referencias, las reelabora desde un prisma propio. De este modo, puede
entonces hacer convivir situaciones y personajes como parte de un mismo
entramado, donde las películas no se superponen. Puede, por eso, hacer morar en
un mismo lienzo las criaturas demoníacas de la historieta Hellboy con seres indefinidos y lovecraftianos y el arte admirable
del argentino Oscar Chichoni. (Acá, nota al pie, porque Chichoni –el
incomparable portadista de la revista Fierro,
primera época– aporta su imaginería desde los “visual concepts”, arquitectura
visual para el cineasta. Para el ojo curioso, queda el desafío de distinguir en
La cumbre escarlata cuánto persiste
de la textura oxidada del artista argentino. El resultado es grandioso.)
Ahora bien, si de situar una referencia precisa se
trata, ésta es la que aportan las películas británicas producidas por los estudios
Hammer, desde fines de los años ’50. Drácula, Frankenstein y La momia, volvían
a la vida gracias a la tarea destacada del director Terence Fisher y los
actores Christopher Lee y Peter Cushing. La sangre pasó a ser tan roja como
nunca, con una violencia que sacudió el morbo del público y provocó el desdén
de la crítica. Drácula mordía cuellos desnudos para el placer de los
espectadores. Frankenstein se entregaba a depravaciones científicas variadas.
La Hammer fundó una tendencia estética que tuvo auge y caída. Destiló un aire technicolor, de un gótico estridente, que cada tanto se respira en algunos films, como La leyenda del jinete sin cabeza y Sweeney Todd, ambas de Tim Burton. Con La cumbre escarlata, Del Toro se sumerge también en estas ciénagas, y así como Burton, extrae para sí lo que le embriaga. Mientras en Burton hay freaks desajustados, en el mexicano persiste una fantasmagoría personal.
La Hammer fundó una tendencia estética que tuvo auge y caída. Destiló un aire technicolor, de un gótico estridente, que cada tanto se respira en algunos films, como La leyenda del jinete sin cabeza y Sweeney Todd, ambas de Tim Burton. Con La cumbre escarlata, Del Toro se sumerge también en estas ciénagas, y así como Burton, extrae para sí lo que le embriaga. Mientras en Burton hay freaks desajustados, en el mexicano persiste una fantasmagoría personal.
En La cumbre
escarlata, la escritora Edith Cushing (Mia Wasikowska) está tironeada entre
el mandato paterno y el amor de otro hombre: Thomas (Tom Hiddleston), el
caballero de manos sin callos, ilegibles a los ojos del padre. La decisión de
Edith será también punto de anclaje con otra vida, la que termina; una etapa
que se cierra para que otra se abra, en un juego cíclico en el que se inscribe,
a su vez, esa otra aventura que es la vida en pareja: lejos, en una mansión
desolada, desgarrada. También, como núcleo y esencia, el pasaje de un siglo a otro,
de inicio mecánico e industrial.
Desde su estructura, la película introduce con un
prólogo que advierte sobre el devenir: la sentencia de una voz que asusta.
Luego será momento para la instancia intermedia, mediada por el olvido y las
promesas del futuro. Después, la consumación maldita. Como vínculo entre las
partes, las historias de fantasmas que Edith escribe, con las que espera poder
ingresar a los círculos literarios, así como su admirada Mary Shelley. Su obra
literaria surge, tal vez, como recuerdo de esa advertencia preliminar, como su
exorcismo, como artilugio vital con el cual, llegado el momento, decidir: acá,
justamente, el uso literal que se hará de la lapicera fuente, ese invento
novedoso que la película ofrece. Y todo ello, si se quiere, como parábola
desgraciada sobre una revolución industrial que culminó por sumir sus promesas
de progreso en un lodo de color carmesí.
Una vez en la mansión, La cumbre escarlata alcanza su esplendor. Emplazada en un suelo
arcilloso –tan cenagoso como lo soñaría Poe-, que brota espeso entre las
tablas, la mansión no concuerda demasiado con la mirada lógica. Pisos o
habitaciones superpuestos habilitan escaleras de dimensiones monstruosas. Hay
un dolor que la delata, que encierra entre sus paredes, las cuales parecieran
transformarse en otras cosas. Hay recovecos donde el calor nunca llega. Un hall
central la hiere desde arriba, su tejado se desmorona, mientras una continua lluvia
de hojas le aporta una melancolía que al tocar el suelo le hace llorar sangre
(misma llovizna ámbar entre la cual el Príncipe Nuada abatía a su padre en Hellboy 2; misma melancolía roja con la
que se retuerce el árbol burtoniano de La
leyenda del jinete sin cabeza).
Edith es el contrapunto de Lucille (Jessica
Chastain), la hermana de Tom. Si aquella es etérea, cándida; ésta es oscura,
pétrea. Cobija consigo el manojo de llaves de todas las puertas. Ella es la
guardiana del lugar y de los secretos (así como Mrs. Danvers, el ama de llaves
de la mansión Manderley en Rebeca, de
Hitchcock). Sabe cuáles otras imágenes esconden los libros cubiertos de polvo.
Tiene un encanto ceñido, de belleza gélida, que perturba. Tan seductora como
capaz es Tom, su hermano, de encarnar una belleza fronteriza, de rasgos
masculinos y delicados.
Entre los dos, hay un vínculo que cierra lo que la
casa gime. Los fantasmas aparecen como consecuencia, a través de golpes de
picaportes, emergiendo de suelos podridos, deformados de agonía, chorreando
viscosos. Cada episodio es momento para la artesanía del relato, para los
sustos que se deben enfrentar. En esa dirección, finalmente, habrá de ocurrir
la resolución.
Y como corresponde, toda historia tiene siempre
estructura policial. Poe es el mejor ejemplo. Acá hay, por eso, un investigador
impulsivo que no cejará hasta dar con la explicación más convincente porque,
parece, los fantasmas no existen. Edith, sin embargo, sabe que nunca más dudará
de su existencia. La literatura nunca le mintió. El cine, por transposición,
tampoco.
La cumbre escarlata
La cumbre escarlata
(Crimson
Peak) (EE.UU.,
2015)
Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro, Matthew
Robbins. Fotografía: Dan Lausten. Música: Fernando Velázquez. Montaje:
Bernat Vilaplana. Reparto: Mia Wasikowska, Jessica Chastain, Tom
Hiddleston,
Charlie Hunnam, Jim Beaver, Burn Gorman, Leslie Hope, Doug Jones.
Duración: 119 minutos. 8
(ocho) puntos
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