domingo, 27 de marzo de 2016

Batman vs Superman: El origen de la justicia (2016, Zack Snyder)



Armas y disfraces en defensa propia


El más fuerte contra el más inteligente. Una película de sobreabundancia discursiva, que justifica su precariedad cinematográfica y la prédica bélica.

Batman vs Superman: El origen de la justicia
(Batman v Superman: Dawn of Justice)
(EE.UU., 2016)
Dirección: Zack Snyder. Guión: Chris Terrio, David S. Goyer. Fotografía: Larry Fong. Música: Hans Zimmer, Junkie XL. Montaje: David Brenner. Reparto: Ben Affleck, Henry Cavill, Amy Adams, Jesse Eisenberg, Diane Lane, Laurence Fishburne, Jeremy Irons, Holly Hunter, Gal Gadot, Scoot McNairy, Michael Shannon. Duración: 153 minutos.
2 (dos) puntos

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (28/03/2016)

Que se trate de un “tanque”, con superhéroes, que tenga plaga de efectos digitales, no hace a la cuestión. En todo caso, lo penoso de un film semejante estriba en su responsable. Vista la catarata de películas previas del mismo director (300, Watchmen, Sucker Punch), de Zack Snyder –el “protegido” de Christopher Nolan- nada diferente podía esperarse. Ahora bien, ¿por qué detenerse en Batman vs Superman?
Vale su análisis porque se trata de la consumación de un capítulo (tardío) en el nuevo paradigma del cine digital: los superhéroes. No hay concepto mejor para esta nueva manera de hacer y pensar cine. Las anécdotas sobre los cables de los que se colgaban los viejos Supermanes, con el insigne Christopher Reeve como corolario, han quedado en la historia; tanto como el traje de movimientos limitados del Batman de Michael Keaton.
Batman y Superman han dibujado un yin yang de décadas. Y algunos de sus films son, justamente, de los mejores que el vínculo cómic-cine ha dado. Pero la historia, y el cine, ahora son otra cosa. Así que, ¿cómo adecuar lo que parece demodé, o cursi, y de paso sepultar aquellas trompadas de Adam West al ritmo de onomatopeyas televisivas?
La respuesta tiene foco en el Batman de Christopher Nolan, con su mensajería moral a domicilio, frívolo y convencido de lo que hace. No importa si la ley lo limita, él sabe lo que es mejor. Y predica. Los seguidores no han faltado. (Se trata, en última instancia, de un justiciero millonario.) Dólares de admiración para la trilogía de un director que ha reiterado, en su filmografía, un mismo esquema motor, que en sus Batman pone al servicio del clima terrorista contemporáneo. La Ciudad Gótica de Nolan dejó de ser la de un cuento de pesadilla para tener la fisonomía de la metrópoli moderna y sus miedos.
El salto a la Metrópolis de Superman vino con El hombre de acero, con producción de Nolan y dirección de Snyder. Por primera vez, Superman mata. De manera decisiva, convencido de semejante solución. No es algo que debiera llamar la atención. Ocurre en cualquiera de las películas de Snyder: 300 es el canto de guerra del poderío norteamericano; Watchmen es la asunción discursivo-epidérmica de una gran historieta, asimilada como lo que no es: una película de superhéroes.
Watchmen, en este sentido, es el mejor ejemplo: su presunta mirada crítica no fragua, mientras replica las angulaciones de los cuadritos de origen de manera perversa, por inversa: lo que el cómic de Alan Moore denunciaba y destrozaba (los superhéroes y su lógica fascista), Snyder lo reconstruye. La ratificación estará en sus films siguientes, dedicados a la consolidación de este género cinematográfico.
De esta manera, Batman vs Superman es la consumación –tardía por tratarse de dos personajes pilares, recién insertos en la nueva modalidad- de todos los clichés del realizador, lector devoto del dibujante Frank Miller, quien no ha dudado en repudiar el movimiento Occupy Wall Street así como en parodiar y ajusticiar árabes en su historieta Holy Terror (2011). Cuando Miller renovó a Batman en 1986 con The Dark Knight Returns, muy pocos se abstuvieron de aplaudir eufóricos. Uno de ellos fue el gran crítico español Javier Coma, alertado por el tinte fascista que propugnaba el dibujante. Huelga decir que es ésta la historieta que está detrás del Batman/Superman de Zack Snyder.
Si el Batman de Snyder es el guardián que vuelve a las calles porque la ley falla ante peligros novedosos –la secuencia inicial es pura recreación del 11-S, así como nudo con el desenlace de la anterior El hombre de acero-, su Superman habrá de volver a matar. A quién, no es algo que se revelará. Sí que el Lex Luthor de Jesse Eisenberg parece demasiado bufón, a medio camino entre la caricatura y la seriedad boba de la película. No está claro qué es lo que el actor compone. Pero sí, al menos, que es un CEO, y que es un villano. Algo es algo.
Ahora bien, que la maldad descanse en los hombros de un empresario inescrupuloso no hace más que coincidir con la crítica superficial que Watchmen ya postulaba. En Batman vs Superman los representantes de la ley aparecen inmaculados, como héroes que batallan entre otros que se corrompen, de caras invisibles. El sistema, en todo caso, está a salvo, siempre y cuando quienes lo componen sea capaces “de mirar a su alrededor y hacer algo”. Tal como se lee. Es el “mensaje” de la película. Así, dicho y escrito.
Mientras los sucesos enfrentan a los titanes, lo que se cuece es el cruce mayor entre éstos y los supervillanos de las entregas próximas, está claro. Lo que en todo caso no se entiende es la construcción desbordada de las secuencias de batalla. No aportan absolutamente nada. Aparecen como una catarsis epiléptica, luego de casi ¡dos horas! de diálogos “sesudos”. Plagadas de encuadres que son postales (o “trading cards”), en donde los personajes están en pose, para luego apurar los movimientos. Una bobería que tiene mejor ejemplo en las secuencias de acción de El destino de Júpiter, de las hermanas Wachowski: planos digitales abstractos, sin coherencia, pero acordes con un vértigo narrativo dislocado, que apunta a una sensibilidad distinta, casi exenta de analogía. Allí hay más cine que en toda la filmografía de Snyder.
En rasgos generales, este “enfrentamiento” no ofrece más emoción que la de cualquier capítulo de la serie de Adam West, tal vez menos, ya que aquel batimóvil (¡el Lincoln Futura!) no tenía necesidad de ser un arma homicida, que disparara armas de todo calibre. Este batimóvil-tanque arrasa con lo que se le cruza, asesina y ajusticia. La misma película lo justifica, al poner en boca de Perry White (Laurence Fishburne) la frase aleccionadora, dirigida a su periodista, Clark Kent: “esto ya no es 1938”, en referencia al año de aparición de este primer superhombre, quien elegía situarse del lado de los desfavorecidos de la gran depresión. Los tiempos son otros, los del periodismo también. Superman, ahora sí, está listo para matar.

María Langhi: Ni una menos en Santa Fe+entrevista



“Hay que educar a la audiencia”


La miniserie indaga en los casos reales, desde la investigación periodística y la recreación. Cuatro capítulos para pensar un problema que no cesa. El rodaje inició esta semana.

Por Leandro Arteaga

Esta semana inició el rodaje de Ni una menos en Santa Fe, proyecto de Rosaria Producciones –ganador de Espacio Santafesino, en categoría Ciclo de Televisión- que se aboca a investigar y recrear, al tensar el límite maleable entre ficción y documental, cuatro de los femicidios sucedidos en la provincia. Dirección y guión corren a cargo de María Langhi, con asesoría de Marisa Quiroga y las periodistas de Rosario/12 Sonia Tessa y Lorena Panzerini.
“Son cuatro capítulos de 24 minutos, a partir de una trama de ficción que interpretan Juliana Morán y David Giménez -explica Langhi-. Ella compone a una periodista que hace unos micros para su canal sobre violencia de género, y los dos consiguen que les financien un viaje por la provincia, para investigar. En Reconquista, donde fue el caso de Vanesa Zabala, una travesti a la que mataron brutalmente, vamos a hablar con su hermana. Es decir, durante toda la miniserie los intérpretes interactúan con los familiares reales de las victimas, lo cual significa una apuesta muy importante, porque hay una carga emocional que hace que el rodaje tenga determinadas características, que lo alejan de la ficción y documental puros.”
El retrato de Ni una menos se completa con los casos de Ángela Piris -“vamos a hablar con su hermana en Sunchales, en donde la pareja mata a Ángela porque se había ido con las tres nenas. Le clavó cuatro puñaladas”-; Solange Villalba –“una nena de 14 años, asesinada por un remisero en Empalme Villa Constitución”-; y el de Dayana Capacio –“asesinada por el novio, que la prendió fuego. El cuerpo lo encontraron en el campo”-.
El detalle expuesto horroriza, pero es ineludible. La necesidad de Langhi –ética y estética-, así como la de quienes forman parte de su grupo de trabajo, responde a una inquietud social que pide participación. Es en este sentido que la realizadora dice que “cuando vemos una discusión en una pareja y no nos metemos, el problema puede pasar a mayores y terminar con la muerte de la mujer. Esto se da en un contexto social machista, en una sociedad que es patriarcal. Generalmente, todas estas causas llevan mucho tiempo en la justicia, las víctimas son poco escuchadas. Como no tienen poder adquisitivo son  representadas por el estado y terminan viviendo otro calvario. Es por eso que hablamos de la revictimización de las víctimas, donde son enjuiciadas porque, a lo mejor, han violentado a la pareja para llegar al crimen. Es una problemática muy profunda, pero últimamente han sucedido muchas cosas para que pueda estar en los medios y sea llevada, por ejemplo, a la televisión.”
Sobre la participación de Tessa y Panzerini, Langhi comenta que “es importante que el trabajo tenga un recorte periodístico y documental, para poder hablar desde un lugar donde importen los datos, porque hay que educar a la audiencia, yo misma me educo todos los días sobre el tema, para dejar de lado la costumbre de la mirada machista, en donde participan tanto hombres como mujeres. El término femicidio es una figura que se incluye en el código penal a partir de 2012, y lleva una pena de cadena perpetua. Es un homicidio agravado por el vínculo, ya que la mayoría de los asesinatos se dan en manos de parejas o ex parejas. Por eso, somos todos los que podemos hacer mucho, y no solamente el estado o el poder judicial, que no hace prácticamente nada.”
Según el guión, comenta Langhi, la problemática terminará por tocar de manera íntima a los mismos personajes. “Los protagonistas van a vivir una relación violenta, se van a enamorar hasta llegar a un punto en donde la relación se vuelva violenta. Ella va a poder salir de la situación gracias a una amiga, una abogada que interpreta Laura Copello. Por otra parte, esta abogada se junta en su despacho con otras personas como Alberto Perassi, el padre de Paula, o Rosalía Benítez, una víctima que logró escapar a los ocho tiros que le pegó el marido frente a sus hijos. Es decir, hacemos hincapié en tirar datos sobre estas causas. Algunas están cerradas pero otras no, como es el caso de Perassi, que está esperando desde hace cuatro años que la justicia le diga, por lo menos, donde están los huesos de su hija. A estas instancias judiciales, los familiares las atraviesan en soledad, es por eso que están contentos con la miniserie, porque quieren participar y contar sobre su situación.”
El reparto de Ni una menos en Santa Fe se completa con Juan Nemirovsky, Raúl Calandra y Raúl Santángelo. La asistencia de dirección es de Alfonso Gastiaburo, la fotografía está en manos de Marcos Garfagnoli, y el sonido a cargo de Fernando Romero.

Tangerine (2015, Sean Baker)




Naranja al agua y nieve de película


Tangerine transcurre en vísperas de Navidad, entre muchos personajes y una ciudad siempre apurada. El cine dentro del cine. Diálogos veloces para una angustia que amenaza con aparecer.


Tangerine
(Estados Unidos, 2015)
Dirección: Sean Baker. Guión: Sean Baker, Chris Bergoch. Fotografía: Sean Baker, Radium Cheung. Montaje: Sean Baker. Reparto: Kitana Kiki Rodríguez, Mya Taylor, Karren Karagulian, Mickey O’Hagan, James Ransone, Alla Tumanian. Duración: 88 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga

 “Los Angeles es una mentira con un envoltorio bonito” se escucha en Tangerine. Que lo diga una película que hace de sus calles la escenografía, vuelve a Hollywood cobertura de torta. El film resultante, así, estaría escondido tras la argamasa de la apodada “meca del cine”. El director Sean Baker ya practicó algo semejante en la anterior Starlet: rodaje en exteriores, luz tan cálida que resulta empalagosa, con personajes habituados a peregrinar entre calles y casas idénticas, amén del cine pornográfico como uno de sus ámbitos de elección.
En cierta ocasión, el escritor Ray Bradbury se quejaba de la memoria fugaz de esta ciudad, sin amor o recuerdos por las grandes películas que allí germinaron. Su alma parece deambular para adoptar el cuerpo fílmico que mejor le convenga, tal como expone la extraordinaria Los Angeles Plays Itself (2003), de Thom Andersen.
En todo caso, tal lectura la habilita la notable película de Baker, que apela a protagonistas tan llamativas como también lo es su elección del iPhone para el registro. Tangerine, en este sentido, da cuenta de una continuidad estética en la obra del director, también contestataria: se trata de una película rodada en el off Hollywood. Sus travestis caminan sobre el boulevard de las estrellas desde una ironía que parece casual, en la que no reparan, pero que congenia con el espíritu bufón –si bien de impacto calculado- del gran John Waters.
A la manera de Waters, Tangerine se sitúa a la altura de sus personajes, les celebra. Es marginal. Convive con sus alegrías o penurias, sin juzgar o explicarles desde el bendito perfil psicológico del mainstream. Sin-Dee y Alexandra (Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor) hablan y se mueven frenéticas. La película lo es, su ritmo no da respiro: hay mucho slang, decires superpuestos, reacciones imprevistas. Resulta que Sin-Dee sale recién de la cárcel, y se entera de que su novio/proxeneta le ha estado engañando. A buscarlo, a las corridas. Mientras, Alexandra se prepara para cantar por primera vez en público. Las líneas argumentales disparan hacia rumbos paralelos. En tanto, un taxista armenio carga y descarga pasajeros viejos, ebrios, malhumorados. Su familia le espera para la Nochebuena, pero sus ganas de estar –como acostumbra- con una travesti también.
Son varias las situaciones que Tangerine perfila, de manera atropellada pero como piezas recíprocas. Hay un apuro que le hace respirar de manera entrecortada, a través de encuentros y desencuentros que marcan síncopas. Sus escenarios son inmediatos. Por ejemplo: la habitación de hotel vuelta prostíbulo, capaz de alojar varias chicas con sus clientes. Allí va a parar Sin-Dee, en busca de la mujer de sus odios. Una vez dentro, la cámara le acompaña y muestra todo y nada, tan veloz como el rayo que ella es: en cada recodo parece esconderse alguien más, en plena faena sexual, con la madama gorda que les regentea.
Otro momento, superlativo, es el del desenlace, en el local de comida, con la dueña oriental a punto de llamar a la policía, mientras los personajes se amontonan cada vez más, cada uno con sus desesperaciones, en plan hermanos Marx. Se sabe que una vez se alcanza el punto máximo, lo que sigue es su descenso. Cuando se arriba a esta situación, lo que queda después es un vacío que vincula a todos por igual. Como si las fachadas cayeran para mostrar lo que de veras es.
Curioso caso el de esta ciudad que fascina pero, sin embargo, nada o poco contiene. O también, pensar en el esfuerzo por hacer de esta angustia compartida un ámbito al que mejor cubrir y mentir. Con películas, por ejemplo. La paradoja está en que Tangerine es una de ellas, si bien con el talante suficiente como para ahogarse en sí misma, al ser ajena a las tonterías de las marquesinas o las alfombras rojas, y sin depender de la felicidad prevista por la nieve de Navidad. Es más, no hay nieve. En Los Angeles –en cuyos estudios, tantas películas de nieve navideña se han filmado- hace calor, y el fulgor del tono fotográfico de Tangerine recuerda el gusto de un helado de naranja al agua.
En suma, un artificio que se sabe tal, diluido y presto para el consumo rápido. Los personajes de Baker hablan y caminan veloz, como si fuesen concientes de la declinación inevitable de esas casas que hacen a esos barrios todos iguales, acordes con una mampostería que se sabe precoz y móvil, carentes de una arquitectura que rememore tiempos idos. Todo es en presente, ni siquiera se repara en los días vividos en la cárcel por Sin-Dee o en la Armenia natal del taxista, pero sí hay momentos en donde lo insondable surge y, ahora sí, nada de palabras, sino: la peluca arruinada, el dinero que no alcanza, la familia como cáscara, el amor que no es, la droga compartida, la amistad a pesar de todo o, tal vez, a punto de caer también.
Para que esto suceda, hay que demoler lo que se ve. Tirar abajo las fachadas. En este sentido, algo tendrá que ver la participación de las travestis, en quienes la elección sexual provoca un dilema en algunas personas. Paradójicamente, Alexandra y Sin-Dee se revelan de manera auténtica, mientras otros no dudarán en agredirlas. Tangerine se reserva un momento semejante. También, podría pensarse, porque aun cuando Estados Unidos suponga un lugar ideal de comunión de razas (armenios, negros, orientales, blancos) también lo es de la misoginia y del retardo intelectual. El cine norteamericano ha hecho un caldo de cultivo con estos temas.
De esta manera, Tangerine propone un camino de ida y vuelta simultáneo y simétrico, avanza en una dirección a la vez que provoca el mecanismo inverso: al maquillar y vestir sus cuerpos, lo que Sin-Dee y Alexandra logran es la destrucción de la superficie ajena. Proyección y deconstrucción. Las dos, rayos imparables. El sismo resultante afecta a todos, por supuesto que a ellas también. En ese límite que une y desune, porque desequilibra y re-equilibra, se juega el cine de Sean Baker.

martes, 15 de marzo de 2016

A War: La otra guerra (2015, Tobias Lindholm)


Medidas extremas y moral maleable


A partir de una cámara nerviosa, que interroga, La otra guerra asume un conflicto que no termina. El conflicto moral de un soldado y la ética de una sociedad como dimensiones problemáticas, también bélicas.



A War - La otra guerra
(Krigen)
(Dinamarca, 2015) Dirección y guión: Tobias Lindholm. Fotografía: Magnus Nordenhof Jonck. Montaje: Adam Nielsen. Música: Sune Rose Wagner. Reparto: Pilou Asbaek, Tuva Novotny, Soren Malling, Charlotte Munck, Dar Salim, Dulfi Al-Jabouri, Alex Hogh Andersen. Duración: 115 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga


 Sin estridencias, con un énfasis puesto en la reflexión y su incomodidad, aparece A War: La otra guerra. La película del danés Tobias Lindholm tuvo nominación al Oscar en la categoría Mejor Film de habla no inglesa –amén de un recorrido por muchos festivales internacionales-, rubro donde fuera merecedor otro título de índole igualmente bélica, El hijo de Saúl, todavía con estreno pendiente en Rosario.
El trabajo de Lindholm no es tan desconocido para el espectador. Repartido entre algunos largometrajes propios y guiones para otros directores, destaca El secuestro (2012) –cuya temática coincidiera con la de la norteamericana Capitán Phillips, de Paul Greengrass- y su guión para La cacería (2012), la notable película de su compatriota Thomas Vinterberg, también nominada al premio Oscar.
Desde rasgos generales, puede apreciarse en Lindholm una mirada de talante crítico, interesada en adentrarse en conflictos que permitan un prisma sobre las contradicciones del cosmos social. Es éste el rumbo de La otra guerra, cuyo título de origen es más elocuente por suficiente: Krigen (Guerra). Está claro que toda guerra es mucho más que lo que Lindolm expone, pero ¿cuál otro título valdría para este trauma de carácter social insalvable, quizás moralmente irrecuperable?
El film se estructura de manera simétrica, entre un primer tramo dedicado a dar cuenta de las tareas de un grupo de soldados en Afganistán y un segundo capítulo que transcurre en Copenhague, entre la sordidez de un clima árido y el funcionamiento de la ciudad. Un equilibrio que no es planteo esquemático, sino contrapunto que relaciona ambas partes, de manera necesaria. Esta necesidad la provoca el retrato del líder del pelotón (a cargo de Pilou Asbaek, actor fetiche de Lindholm) y su vida familiar. Durante su primera hora, La otra guerra transcurre desde el montaje paralelo, a partir de la vida cotidiana de su esposa e hijos, subsumidos en los trastornos escolares, laborales y hogareños. Hay llamados telefónicos que intentan paliar las ausencias. En un punto –acá lo más sensible-, tal planteo no dista nada de cualquier otra situación semejante: el padre trabaja afuera y la madre procura sostener el equilibrio del hogar.
Para llegar a esta instancia, el film apela a momentos que prologan de manera ascendente. El comienzo mismo es el de la explosión y la vida del soldado que muere entre las manos de los compañeros. La desesperación, las tareas sin objetivos claros –si bien se trata, presumiblemente, de proteger a afganos de talibanes-, la rutina de lidiar con la muerte, hacen mella en varios. Uno de ellos llega a las lágrimas, pide volver a casa, tiene miedo. Y el comandante que entiende y busca alternativas que lo contengan. Este vínculo será el detonante del episodio posterior, sea como reiteración de la muerte inicial, sea como disparador de la decisión militar desafortunada que sobrevendrá.
La cámara adopta, en todo momento, un punto de vista partícipe, al acompañar a los soldados en sus misiones, al ingresar en moradas desconocidas, al disparar contra el sospechoso de armas. Además, es una cámara en mano, que contagia el andar de los personajes y asume la situación endeble en la que se toman ciertas decisiones. Ahora bien, no porque se trate de entender el comportamiento bélico como cosa loable, sino por introducirse en una lógica en donde los errores están presentes de manera indefectible, y en las manos de personas que gustan, por ejemplo, de bromear con el cadáver reciente, inventando maneras ingeniosas, negrísimas, con las que referir tales bravuras a sus hijos: porque, ¿cómo explicar a un hijo que se ha matado, que se sabe matar?
Ocurrida la decisión fatal, que involucrará la muerte de civiles, el comandante es llamado a declarar en su ciudad y La otra guerra cambia de carátula, al volverse un film de litigio, con la palabra como continuación de un mismo enfrentamiento. Contienda que así como hermana para la decisión de un enemigo, encuentra también disidencias internas que hay que purgar para poder, en suma, proseguir con los otros disparos.
Si papá hacía mucho que no venía, ahora está, por fin, en casa. Y más vale que no se vaya, porque lo necesitamos. Nada de cárcel para él, aun cuando fuera culpable. ¿Lo es? Las pruebas están, pero son también maleables. Y lo que confabula, en última instancia, es la camaradería y aprecio y respeto que entre pares sobresale. Si lo que realizan es espantoso, habrá también que pensar cómo es que el mismo orden social se vale de ellos. Les forma para hacer lo que hacen, luego les juzga. En el medio, la pregunta del hijo al padre: ¿mataste?
En última instancia, La otra guerra apela a la responsabilidad, al comportamiento moral como eslabón social de fundamento. Cuando el niño repasa países en el mapa del dormitorio, ante la vista del padre, inicia su enumeración en Afganistán y culmina en Estados Unidos. La observación cierra un círculo que dice más que cualquiera de esas encíclicas con las que demasiado cine de mensaje se cree, todavía, benefactor.
Mejor aún, hay una escena estupenda, de índole metalingüística. Es así: los soldados están reunidos para escuchar las palabras del comandante, quien les invita a ver un video del soldado herido, recuperándose ahora en el hospital. Los soldados, en sus sillas y amuchados, observan el plasma con el mensaje del compañero, bajo una carpa que recuerda una función de cine primitiva. La “película” vista es elemental, de prédica eficaz, retórica. Tiene golpes de humor, es efectista, no evita el patetismo. La reacción final es la del aplauso contagioso, casi con lágrimas. Un desenlace irónico para lo que es, en suma, trágico. Los medios, se sabe, construyen realidades tendenciosas. Por aspectos como éste –sagaces, provistos de cine- es que La otra guerra es una gran película.



Pablo Boffelli: Punch (2015, Galería Editorial) + entrevista



La ciudad de los límites abiertos

Una mirada poética, de líneas con derivas imprevistas, hace de Punch una experiencia lúcida. El dibujante y arquitecto Pablo Boffelli dibuja un mundo casi soñado, casi real. Hay recuerdos, tal vez sueños.

Por Leandro Arteaga

Pablo Boffelli, arquitecto, dice que le “encantaría meterle un dinosaurio al dibujo de un cliente, pero no creo que convenga”. Pero Boffelli es también conocido como Feli, alias que sí le permite meter dinosaurios, gatos y cocodrilos, en ciudades atestadas de personas que casi no se ven o sienten, abismadas como están en su hacer cotidiano.
Algo de todo esto congenia en Punch, el libro que revisa y modela el mundo según los ojos y lápices de este artista santafesino de poco más de treinta años. Punch se presentó esta semana en Buenos Aires, junto a PapaPop, de Ariel López V. Los dos bajo el sello Galería Editorial (Bs. As.), cuyo criterio de selección, postulan desde la web los editores, “se ubica en una zona polémica, limítrofe entre la historieta, el humor gráfico y la ilustración, alejándose de cualquier género específico y sellado”. Bienvenida la novedad de Punch, y el descubrimiento de este dibujante extraordinario, que invita a ingresar en páginas de las que difícilmente el lector sepa cómo salir.
¿Cómo se origina Punch? Eso es algo que ni siquiera tuvo previsto el autor. “Creo que se concreta desde el día a partir del cual nunca paré de dibujar; en el secundario, en lugar de estudiar, dibujaba, y nunca lo dejé de hacer”, dice Feli a Rosario/12. “Yo no vengo de la historieta ni de las artes plásticas, estudié arquitectura (UNR) y técnica electrónica, nada que ver. Gracias a Internet pude empezar a mostrar mis dibujos y linkear con gente que se dedicaba a esto. Así comenzaron a aparecer oportunidades para publicar en alguna revista, hacer alguna muestra o un trabajo de ilustración. Pero siempre continué dibujando para mí, muy pocas veces para otras cosas. Tuve la conducta de dibujar y de mostrar lo que hacía.”
Feli se sitúa en una línea imprecisa, que no permite categorizar fácilmente. Rasgo que le habilitara, amén de su talento, a participar de ese libro insigne que para la historieta que vendrá es Informe: Historieta argentina del siglo XXI, que José Sainz compilara para Editorial Municipal de Rosario. Las nuevas tecnologías cumplen allí un rol bisagra, al permitir manifestaciones plásticas y técnicas diferentes, que abren un interrogante en donde caben muchas expresiones, todas personales y acordes con las nuevas generaciones. “En el 2014, los chicos de Galería Editorial, que son de Bahía Blanca pero viven en Buenos Aires, vieron que mis dibujos coincidían con la línea de libros que venían publicando. Me invitaron y estuvimos charlando durante un año. Ellos no querían que hiciera dibujos especiales para el libro, sino que seleccionara un compendio a través de una idea, y que el libro fuera el resultado final. Como tengo muchos dibujos, fue medio difícil agarrar y elegir. Supuestamente me deberían gustar todos, pero como había que elegir alrededor de ochenta y tenía cerca de mil, era difícil. Ahí fue dónde apareció José Sainz. Él me ayudó a armar, empezó a distinguir dibujos que me identificaban más. Hicimos una carpeta que se llamaba ‘Paisaje complejo’, se la mostramos a los de Galería y en un mes se resolvió todo.” 
  Punch no contiene historietas. Si hay algo parecido, lo es desde la organización icónica similar, pero nunca narrativa. Las asociaciones se manifiestan de modos imprevistos, en procura de un pacto de lectura renovado. Es más, Punch no exige un seguimiento secuencial, basta con paginarlo para acercarse a sensaciones superpuestas, todas válidas, que confluyen sueños con cemento de edificios blancos e interiores que guardan otros. Al respecto, Feli dice que así como no viene del mundo de la historieta tampoco la consume, “yo vengo de la literatura, del cine, de la música. Un disco uno puede escucharlo desde el inicio hasta el final, pero también podés escuchar los temas que más te gustan. El disco encierra también una idea, un sonido, pero no una historia. Si bien hay discos conceptuales que empiezan y terminan, lo que enmarca al disco es una cuestión de audio, ligada al momento sonoro de la banda. Este libro expresa una etapa mía, de un montón de años. Algunos de los dibujos los hice hace más de cinco años.”
-Por momentos pareciera que sos uno de los que deambula entre las páginas, ventanas, y situaciones del libro.
-Algo con lo que llegamos a ponernos de acuerdo con los chicos de la editorial y con José, fue que el protagonista del libro no fuera un personaje sino el espacio. El lugar es el protagonista. Es como al mirar una esquina: el protagonista no es la vieja que cruza la calle sino la esquina misma, con el tipo que saca la basura, el que le está choreando al que está al lado suyo, el que está tocando bocina, el que pasea el perro. Quizás la ciudad sea la protagonista de Punch.
La formación profesional de Feli se nota y hace que su libro se parezca a algo sin embargo inasible, que germina diferente. De todos modos, hay una claridad conceptual que seduce de manera irresistible. “En arquitectura uno tiene que dibujar lo esencial para que se entienda la idea; tal vez, algunos de los dibujos tienen ese equilibrio: no tener algo de más para no entorpecer, ni tampoco algo de menos porque no se entendería lo que quiero decir. No hay una búsqueda de una virtuosidad en las expresiones o en el trazo, para mí son más importantes las ideas, la línea está subordinada a la idea.”
¿Qué significa la edición de Punch para el autor? “Es como poder cumplir, tener un trofeo casi. Es como un pez grande que hace mucho estás intentando pescar. Como si luego de varias mojarritas, de pronto te toca un dorado o un moncholazo que te podés llevar a tu casa a comer.”
Gran parte del trabajo de Pablo Boffelli puede consultarse en el sitio http://felipunch.com.ar/, así como en su página de Facebook. Punch se consigue en Oliva Libros (Entre Ríos 579), Mal de archivo (Moreno 477), y en Club Editorial Río Paraná (Catamarca 1427).

martes, 8 de marzo de 2016

Gabriela Trettel: Soleada (2016) + entrevista



Entre la felicidad y su pregunta


Desde una progresión inicialmente abierta, Soleada se inmiscuye en la interioridad de una mujer plena pero incierta. La película de Gabriela Trettel propone un clima de extrañamiento progresivo, rodeado de situaciones cotidianas.


Soleada
(Argentina, 2016)
Dirección y guión: Gabriela Trettel. Fotografía: Hugo Colace. Música: Raly Barrionuevo. Montaje: Martín Sappia. Reparto: Laura Ortiz, Juan Crocce, Valentina Ayen, Andrés Rivarola, Santiago Argüello, Víctor Acosta. Duración: 78 minutos.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga

Entre los títulos en cartel, pidiendo lugar y permanencia, destaca Soleada, la ópera prima de la cordobesa Gabriela Trettel (1981). El nombre de la realizadora no es extraño para la ciudad, ya que dos cortometrajes suyos tuvieron repercusión y premios en diferentes ediciones del Festival Latinoamericano de Video Rosario: con Ana (2006), Trettel ganó en el rubro Mejor video de ficción; y con Prodigio (2009), obtuvo el premio al video más votado por el público. “En Rosario me han pasado varias cosas; de hecho, Soleada ganó en el concurso Raymundo Gleyzer, que organiza el Incaa, y las clínicas se hicieron en Rosario, así que estuve también por allí en esa oportunidad”, comenta la cineasta a Rosario/12.
Soleada introduce al espectador en una atmósfera que bien sabe cómo describir la ilustración elegida para el mismo cartel de difusión: una mujer, de espaldas, es recortada por nubes y claridad de cielo, con sus pies adheridos a un azul frío. Los títulos con los que se presenta el film de Trettel, de hecho, evidencian esa misma dicotomía: la palabra “sola” es parte inmanente del nombre de la película.
Pero también, “soleada” apela al sol recibido. O a variables que le relacionan con el buen humor, el descanso, la alegría o una tarde de duermevela. En todo caso, qué es lo que se ve y qué es lo que queda bajo el disfraz. “La protagonista de Soleada –explica la realizadora- es una mujer de cuarenta años, que se va de vacaciones con su marido y sus dos hijos adolescentes. Aparentemente tiene todo para ser feliz, pero cuando el marido se tiene que volver por cuestiones de trabajo, ella entra en una crisis y empieza a preguntarse hasta dónde todo eso que tiene la hace realmente feliz. Es una película introspectiva, que si bien está contada desde una mujer protagonista, busca retratar cosas que nos pasan a todos. Así que yo creo que el público se va a poder encontrar con muchas situaciones conocidas, en donde pueda identificarse”.
Lo señalado es cierto, pero lo que hace a la película funcionar responde a una mirada sutil, con matices. La sensibilidad que Soleada manifiesta es evidentemente femenina. Allí cuando más indescifrable es, mejor se disfruta. Capaz de ahondar en cierto enrarecimiento que hace a las acciones alterarse y las miradas variar. En otras palabras, habrá también que pensar en cómo el cine puede resolver y filmar temas tales como la soledad, la familia y los entuertos personales (por internos). En este sentido, Trettel comenta que el de Soleada ha sido un trabajo de muchos años.
“Empecé a escribir el guión en el 2006, y por una cuestión extra el rodaje se fue dilatando, de manera tal que hubo muchas reescrituras. El gran desafío fue encontrar la manera de vincular con cosas concretas algo que es tan abstracto como una crisis interna. Lo que empecé a hacer fue bajar a tierra el personaje, buscar ejemplos con gente conocida y acercarlo a cosas cotidianas, para empezar a humanizarlo lo más posible. Puesto que ella se va de vacaciones con la familia, pensé en cómo eran esos vínculos: qué pasaba cuando estaba con la familia y qué sucedía cuando no estaba. Definí el contexto natural que hay a su alrededor. Fue una tarea dedicada a encontrar pequeñas cositas cotidianas, que podían dar un símbolo sobre lo que estaba pasando por debajo.”
Entre los momentos que Soleada propone, como extensiones extrañas de lo que corroe al personaje de Adriana (Laura Ortiz), sobresale un momento de paz somnolienta en el agua del río. De pronto, la explosión de lo que es y está y no se puede abdicar. Ella se sobresalta y no hay demasiada explicación. Simplemente, un momento que estremece. Pero para llegar a tales instancias, el film de Trettel inicia desde planos de conjunto, atentos con el grupo familiar en su totalidad, para lentamente arribar a un último primer plano con el cual alterar, de paso, la semántica del título por el de otro, no escrito pero sentido: desolada.
Desde ya, el trabajo de Laura Ortiz es relevante. Al respecto, la directora explica que suele desarrollar la dirección de actores en sus películas junto a Gabriela Aguirre y que “a Laura la definimos con seis meses de anticipación al rodaje. Empezamos primero a acercarnos más desde lo personal de cada uno, conversábamos mucho porque me interesaba que nos conociéramos más. Lo que quise fue lograr una intimidad entre nosotras para abrirnos desde nuestras propias experiencias y, a partir de ahí, empezar a relacionarlo con lo que le pasaba al personaje de Adriana. En ese momento, Laura estaba pasando por un momento muy particular y se sintió muy identificada con el personaje, y si bien ella le dio otro giro a su vida, que no es el de Adriana, fue muy especial que sucediera eso en ese momento. Otra cosa que hicimos fue un desglose de los estados de ánimo generales de la película y los puntuales de ella. Teníamos una especie de listado de seis o siete estados de ánimo a los que recurríamos todo el tiempo, como para ubicarnos dentro de la actuación de Laura, que es muy sutil también. Ella es una actriz que maneja un registro muy amplio.”
Desde otro aspecto, vale encontrar en Soleada la plasmación de un comportamiento social, familiar, que parece sometido a la reiteración. Porque si bien el devenir dramático culmina por alcanzar la interioridad de Adriana, quienes van ocupando el fuera de campo son, precisamente, los familiares. Entre ellos, y de manera notoria, los hijos. De esta forma, mientras Adriana sueña o se enreda con la imagen que le devuelve el espejo, su hija tiene un amorío con el amiguito del lugar y su hijo se emborracha de cerveza. Una rueda social en donde, por momentos, las acciones de los más jóvenes resultan semejar flashbacks de vida que esta mujer añora, suspendida entre lo que ha sido y lo que teme será. Y al revés, también, pensar en ella como en el después de los más jóvenes. Una especie de planificación infalible, casi invisible, contra la que bien viene pensar para discutir.


Cuando despierta la bestia (2014, Jonas Alexander Arnby)



Dentelladas de mujer


Cuando despierta la bestia
(Når dyrene drømmer)
Francia/Dinamarca, 2014. Dirección: Jonas Alexander Arnby. Guión: Christoffer Boe, Jonas Alexander Arnby, Rasmus Birch. Fotografía: Niels Thastum. Música: Mikkel Hess. Montaje: Peter Brandt. Reparto: Lars Mikkelsen, Sonia Suhl, Sonja Richter, Jakob Oftebro, Stig Hoffmeyer, Mads Riisom. Duración: 84 minutos.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga

 De un realizador danés, cercano a Lars von Trier, como lo es Jonas Alexander Arnby -partícipe en el arte de Contra viento y marea y Bailarina en la oscuridad-, una ópera prima merece ser vista. Se trata de Cuando despierta la bestia; y de manera acorde con el cine del maestro, el escenario es un pueblito pesquero, cerrado, de pasiones escondidas, con la mecha corta como para saltar enseguida sobre el culpable de turno.
Ahora bien, la protagonista es alguien que está por comenzar una vida independiente, con trabajo propio. Sus dieciséis años la convierten en ese monstruo que es todo adolescente, sin saber bien hacia dónde habrán de mutar sus decisiones y su cuerpo. Interrogantes, en suma, que carcomen a Marie (Sonia Suhl), esta niña flaquita, de fragilidad aparente, que se debate entre el papel social que la comunidad le depara y una extraña herencia materna que la llama.
En este sentido, la escena inicial postula la puesta en escena general: Marie aparece descarnada, con su cuerpo semidesnudo ante la mirada vigía del doctor, quien aportará observaciones y recetas para paliar lo que en la piel asoma. Si la mancha imborrable se expandiera, el ejemplo de su consecuencia descansa para la vista en el cuerpo de la madre: en silla de ruedas, al cuidado de un padre que algo sabe pero calla.
De manera notoria, el film de Arnby se emparienta con Carrie, de Brian De Palma; al menos desde la inserción que su protagonista debe cumplir en la vida social. Si en el film maestro el escenario era el colegio secundario, acá la situación será la del ámbito laboral. Marie es una recién llegada que recibirá miradas que murmullan, más un acto bautismal por medio del cual le darán una bienvenida siniestra.
De a poco, la niña hará confluir broncas y fastidio, mientras una herencia de animal en ciernes la somete paulatinamente. Lo que asoma es un placer casi desconocido, algo oculto. La alusión sexual será, en este caso, explícita. Está claro que la ligazón entre monstruo, bestia, sexo, es del cine y la narrativa de toda la vida.
De esta manera, el diálogo con el cine de terror encuentra en Cuando despierta la bestia su cauce definitivo con la licantropía. El silencio de la madre paralítica parece por momentos atisbar sonrisas malévolas. Será cuestión de tiempo para que Marie decida, de una buena vez, asumir quien es. No importará, por ello, cuántas dentelladas deba dar; en todo caso, ninguna de ellas será garantía suficiente para escapar, de una buena vez, de este pueblito de vidas marchitas.
Con una narrativa que perturba, al confundir el registro de la cámara con la vida cotidiana, el film logra el olvido del factor fantástico. Es más, por momentos resulta superfluo, dada la decisión de evitar una iconografía terrorífica. Lo que sobresale, en síntesis, es la figura femenina, indomable. Sitiada o paralizada, pareciera que no hay manera de doblegarla. Una vez liberada, la cacería inicia y ésta, por otro lado, es el lugar masculino favorito. Es por eso que los hombres del pueblo, en secreto, están esperando que Marie los provoque.

martes, 1 de marzo de 2016

Brooklyn (2015, John Crowley)



El sueño es el otro lado del espejo

Con una sencillez aparente, de matices críticos, Brooklyn compone una historia de afectos y desgarros. Una inmigrante irlandesa, los años ’50 y el sueño americano. La gran caracterización de Saoirse Ronan.


Brooklyn
(Irlanda/Reino Unido/Canadá, 2015)
Dirección: John Crowley. Guión: Nick Hornby, sobre la novela de Colm Tóibín. Fotografía: Yves Belanger. Montaje: Jake Roberts. Música: Michael Brook. Reparto: Saoirse Ronan, Domhnall Gleeson, Emory Cohen, Jim Broadbent, Julie Walters, Jessica Pare, Eve Macklin. Duración: 112 minutos.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga
 
El cine es el arte de la inmigración. Los viajes entre continentes le acompañan desde siempre, con el Charlot de Chaplin -en El inmigrante (1917)- como uno de sus primeros ejemplos. También porque las películas se hacían mientras esos movimientos de masas ocurrían, con el cine como el medio de expresión que el siglo pasado privilegió.
En este sentido, las películas quedan como testimonio de las épocas, capaces como lo han sido de capturar el movimiento de las aguas a la par de los sentimientos encontrados, heridos entre el abandono de la tierra y un porvenir fortuito, promisorio. Entre ellas, una que es ejemplar: Good morning Babilonia (1987), en donde Paolo y Vittorio Taviani emigraban con sus personajes a la tierra en ciernes que era Hollywood, para encontrar allí a ese otro padre que es, para el cine, David Wark Griffith. Con momentos de pantomima y ciudades de cartón –para una pantalla capaz de capturar todos los tiempos históricos, tal como sucedía en Intolerancia, de Griffith-, los Taviani citaban con el vaivén de los platos de sopa en alta mar al inmigrante del bigotito y bastón, otro de los padres fundadores.
Con esta película, los hermanos italianos situaban en Hollywood el acta de nacimiento y su lugar en el mundo: el cine. Porque es allí donde fueron a parar tantos otros exiliados, refugiados y viajeros, para hacer del cine una patria compartida y resentida; Hollywood, se sabe, recibió y expulsó. La reciente Brooklyn, conciente del hecho, se inscribe allí, en ese mareo con malestar de barco que zarpa, entre la incertidumbre de lo que sobreviene y la certeza de lo que se pierde.
La acción se sitúa en los años ’50, a partir del viaje que Eilis (Saoirse Ronan) emprende desde su Irlanda natal. Detrás quedan su madre y hermana, alguna amistad, y el trabajo oscuro en la panadería. La valija apenas carga algo que vestir. La propia hermana es quien alienta la partida, amparada por la ayuda que propicia uno de los párrocos de la Iglesia. Brooklyn es, apenas, esta historia. Antes bien, sabrá encontrar su momento fundamental cuando Eilis deba volver. Allí es donde la película aparece, en el desgarro dialéctico, en la renovación de un dolor que parecía abandonarse para, de pronto, reaparecer en la forma de un encantamiento peligroso, que paraliza.
Desde luego, para llegar a esta instancia, la película tendrá que recurrir a sus costados más o menos previsibles: el acostumbramiento a la nueva ciudad, la melancolía, el trabajo, los estudios y el afecto. Hasta que aparezca el amor, momento que hará crisis en Eilis, en coincidencia con las indecisiones que le procurarán el retorno a la tierra de la niñez, que la espera para retenerla como el hechizo de una bruja vieja.
Es cierto que la construcción que de Brooklyn –y Estados Unidos, por extensión- la película propone es acorde con la tierra prometida del “sueño americano”. Pero habrá que atender a que éste, justamente, es una de las muchas consecuencias simbólicas que el mismo Hollywood ha suscitado. América aparece como el horizonte de la oportunidad, el lugar donde puede pensarse el porvenir. Tal como en las películas: un mundo casi irreal, en donde los sueños pueden materializarse. No importa si esto es más o menos cierto, lo que en todo caso merece atención es la potencia de este “sueño” como noción compartida.
 Ahora bien, que tal situación ocurra durante los años ’50 ofrece, desde ya, sus matices. Se trata de la década del macarthismo y las persecuciones ideológicas. Podría pensarse que Brooklyn pasa por el alto el asunto, enfrascada como lo parece en encuadres que semejan esas mismas ensoñaciones. Pero esto no es así. Por un lado, porque las primeras impresiones que el film dedica a Eilis en suelo americano la sitúan de manera cercana a la soledad que pintara Edward Hopper: en la tienda comercial, en el bar frente al espejo, entre la multitud, así como a merced de algún diálogo casual en donde el peligro comunista es invocado. Eilis está sola. Es más, este aspecto será acentuado con la cena de Navidad para los homeless en la que ella colabora: viejos irlandeses caídos en el olvido, sin embargo constructores de las autopistas, puentes y edificios que el país exhibe con orgullo.
El otro aspecto sustancial remite al mismo cine. Brooklyn guarda, por lo menos, dos referencias explícitas. Una de ellas, inevitable, es El hombre quieto (1952), de John Ford, donde el director norteamericano sueña, inversamente (¿irónicamente?), con Irlanda como su lugar de fábula. La otra es Cantando bajo la lluvia, la obra maestra de Gene Kelly y Stanley Donen, del mismo año. A la salida del cine, Tony (Emory Cohen), el novio italiano de Eilis, emulará para ella el momento donde Kelly baila aferrado al poste de luz. La cita implica, amén del guiño, otro: es la escena donde un policía observará el comportamiento del bailarín callejero, enamorado, detalle magistral que ha sido leído como la mirada crítica del film hacia los tiempos vigías del macarthismo.
Este doblez sutil que Brooklyn maneja –y que la emparienta con el talante perspicaz del gran cine de aquellos años- queda remarcado en la respuesta que Eilis pide a una de sus compañeras de cuarto. ¿Te volverías a casar? La interrogada dice que sí, claro; del mismo modo en que, una vez encontrado el hombre, pensaría en no haberlo hecho. Un espejo reitera el asunto. Lo que sigue es el viaje de Eilis a Irlanda. Ir de un lado al otro de ese espejo que, en última instancia, también es el sueño americano.
Todo esto sin omitir la caracterización perfecta que de Eilis logra Saoirse Ronan, cuyo rostro es capaz de conjugar la timidez, la belleza escondida, el dolor, la decisión. Hay una mutación gradual en sus facciones y comportamientos, que la llevan a encontrar, finalmente, la reiteración de una situación que será, también, protagonizada por otros. Tomar conciencia de esto significará su arribo a una etapa diferente, que le implicará un salto cualitativo. Finalmente, Eilis sabrá proseguir, proyectarse, y ser otra.