martes, 1 de marzo de 2016

Brooklyn (2015, John Crowley)



El sueño es el otro lado del espejo

Con una sencillez aparente, de matices críticos, Brooklyn compone una historia de afectos y desgarros. Una inmigrante irlandesa, los años ’50 y el sueño americano. La gran caracterización de Saoirse Ronan.


Brooklyn
(Irlanda/Reino Unido/Canadá, 2015)
Dirección: John Crowley. Guión: Nick Hornby, sobre la novela de Colm Tóibín. Fotografía: Yves Belanger. Montaje: Jake Roberts. Música: Michael Brook. Reparto: Saoirse Ronan, Domhnall Gleeson, Emory Cohen, Jim Broadbent, Julie Walters, Jessica Pare, Eve Macklin. Duración: 112 minutos.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga
 
El cine es el arte de la inmigración. Los viajes entre continentes le acompañan desde siempre, con el Charlot de Chaplin -en El inmigrante (1917)- como uno de sus primeros ejemplos. También porque las películas se hacían mientras esos movimientos de masas ocurrían, con el cine como el medio de expresión que el siglo pasado privilegió.
En este sentido, las películas quedan como testimonio de las épocas, capaces como lo han sido de capturar el movimiento de las aguas a la par de los sentimientos encontrados, heridos entre el abandono de la tierra y un porvenir fortuito, promisorio. Entre ellas, una que es ejemplar: Good morning Babilonia (1987), en donde Paolo y Vittorio Taviani emigraban con sus personajes a la tierra en ciernes que era Hollywood, para encontrar allí a ese otro padre que es, para el cine, David Wark Griffith. Con momentos de pantomima y ciudades de cartón –para una pantalla capaz de capturar todos los tiempos históricos, tal como sucedía en Intolerancia, de Griffith-, los Taviani citaban con el vaivén de los platos de sopa en alta mar al inmigrante del bigotito y bastón, otro de los padres fundadores.
Con esta película, los hermanos italianos situaban en Hollywood el acta de nacimiento y su lugar en el mundo: el cine. Porque es allí donde fueron a parar tantos otros exiliados, refugiados y viajeros, para hacer del cine una patria compartida y resentida; Hollywood, se sabe, recibió y expulsó. La reciente Brooklyn, conciente del hecho, se inscribe allí, en ese mareo con malestar de barco que zarpa, entre la incertidumbre de lo que sobreviene y la certeza de lo que se pierde.
La acción se sitúa en los años ’50, a partir del viaje que Eilis (Saoirse Ronan) emprende desde su Irlanda natal. Detrás quedan su madre y hermana, alguna amistad, y el trabajo oscuro en la panadería. La valija apenas carga algo que vestir. La propia hermana es quien alienta la partida, amparada por la ayuda que propicia uno de los párrocos de la Iglesia. Brooklyn es, apenas, esta historia. Antes bien, sabrá encontrar su momento fundamental cuando Eilis deba volver. Allí es donde la película aparece, en el desgarro dialéctico, en la renovación de un dolor que parecía abandonarse para, de pronto, reaparecer en la forma de un encantamiento peligroso, que paraliza.
Desde luego, para llegar a esta instancia, la película tendrá que recurrir a sus costados más o menos previsibles: el acostumbramiento a la nueva ciudad, la melancolía, el trabajo, los estudios y el afecto. Hasta que aparezca el amor, momento que hará crisis en Eilis, en coincidencia con las indecisiones que le procurarán el retorno a la tierra de la niñez, que la espera para retenerla como el hechizo de una bruja vieja.
Es cierto que la construcción que de Brooklyn –y Estados Unidos, por extensión- la película propone es acorde con la tierra prometida del “sueño americano”. Pero habrá que atender a que éste, justamente, es una de las muchas consecuencias simbólicas que el mismo Hollywood ha suscitado. América aparece como el horizonte de la oportunidad, el lugar donde puede pensarse el porvenir. Tal como en las películas: un mundo casi irreal, en donde los sueños pueden materializarse. No importa si esto es más o menos cierto, lo que en todo caso merece atención es la potencia de este “sueño” como noción compartida.
 Ahora bien, que tal situación ocurra durante los años ’50 ofrece, desde ya, sus matices. Se trata de la década del macarthismo y las persecuciones ideológicas. Podría pensarse que Brooklyn pasa por el alto el asunto, enfrascada como lo parece en encuadres que semejan esas mismas ensoñaciones. Pero esto no es así. Por un lado, porque las primeras impresiones que el film dedica a Eilis en suelo americano la sitúan de manera cercana a la soledad que pintara Edward Hopper: en la tienda comercial, en el bar frente al espejo, entre la multitud, así como a merced de algún diálogo casual en donde el peligro comunista es invocado. Eilis está sola. Es más, este aspecto será acentuado con la cena de Navidad para los homeless en la que ella colabora: viejos irlandeses caídos en el olvido, sin embargo constructores de las autopistas, puentes y edificios que el país exhibe con orgullo.
El otro aspecto sustancial remite al mismo cine. Brooklyn guarda, por lo menos, dos referencias explícitas. Una de ellas, inevitable, es El hombre quieto (1952), de John Ford, donde el director norteamericano sueña, inversamente (¿irónicamente?), con Irlanda como su lugar de fábula. La otra es Cantando bajo la lluvia, la obra maestra de Gene Kelly y Stanley Donen, del mismo año. A la salida del cine, Tony (Emory Cohen), el novio italiano de Eilis, emulará para ella el momento donde Kelly baila aferrado al poste de luz. La cita implica, amén del guiño, otro: es la escena donde un policía observará el comportamiento del bailarín callejero, enamorado, detalle magistral que ha sido leído como la mirada crítica del film hacia los tiempos vigías del macarthismo.
Este doblez sutil que Brooklyn maneja –y que la emparienta con el talante perspicaz del gran cine de aquellos años- queda remarcado en la respuesta que Eilis pide a una de sus compañeras de cuarto. ¿Te volverías a casar? La interrogada dice que sí, claro; del mismo modo en que, una vez encontrado el hombre, pensaría en no haberlo hecho. Un espejo reitera el asunto. Lo que sigue es el viaje de Eilis a Irlanda. Ir de un lado al otro de ese espejo que, en última instancia, también es el sueño americano.
Todo esto sin omitir la caracterización perfecta que de Eilis logra Saoirse Ronan, cuyo rostro es capaz de conjugar la timidez, la belleza escondida, el dolor, la decisión. Hay una mutación gradual en sus facciones y comportamientos, que la llevan a encontrar, finalmente, la reiteración de una situación que será, también, protagonizada por otros. Tomar conciencia de esto significará su arribo a una etapa diferente, que le implicará un salto cualitativo. Finalmente, Eilis sabrá proseguir, proyectarse, y ser otra.

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