domingo, 4 de marzo de 2012

Caballo de guerra (Steven Spielberg, 2011)


Tan lejos de los tiburones…



Caballo de guerra
(War Horse) EE.UU., 2011. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Lee Hall, Richard Curtis, a partir de la novela de Michael Morpurgo. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Michael Kahn. Música: John Williams. Intérpretes: Jeremy Irvine, Peter Mullan, Emily Watson, Niels Arestrup, David Thewlis, Tom Hiddleston. Duración: 146 minutos.


Por Leandro Arteaga

¡Sean bienvenidos –otra vez- al almibarado mundo de Spielberg! Provisto de buenas intenciones, madres de ojos acuosos, hijos límpidos, y padres más o menos malos (pero siempre perdonados). Tradición narrativa vinculada a un esquema ideológico que precede al realizador y en el cual él gustosamente se inscribe.
Así lo delata el atardecer naranja, bellísimo, de los últimos planos de Caballo de guerra, a la manera admirada de Más corazón que odio (1956), de John Ford. Ahora bien, mientras con este film Ford producía una obra maestra, capaz de suspender en vilo a tanta mirada reaccionaria previa (algo que la posterior Un tiro en la noche también provoca), con Spielberg sucede un camino inverso. De ser el joven realizador de venas de celuloide –rasgo que conserva-, capaz de dar retratar tempranamente en Amblin’ (1968) a una generación novedosa e impulsiva, junto con una artesanía narradora que ya sobresalía en Reto a muerte (1971), se ha vuelto ahora el gendarme de la corrección política, las invasiones militares, y –lejos ya de tiburones desalmados- los caballos obedientes. Así las cosas.
Basta con ver el trailer, con el caballo recorriendo vicisitudes de Primera Guerra Mundial, más el deseo latente de su muchacho-dueño (Jeremy Irvine) por reencontrarlo. Planteo paralelo que habrá de transitar todo el film, con uno y otro personaje como dos caras de esa misma moneda que, durante uno de los momentos más naif de la película, un soldado alemán y otro inglés habrán de compartir. (A decir verdad, ningún momento será más infantil que aquél que tiene como protagonista, en Rescatando al soldado Ryan, a una carta firmada con puño y letra del mismísimo Lincoln, guardada en una cajonera “casual”).
Cuán distante es el lugar desde el que se asume Caballo de guerra, presumiblemente adulto pero aleccionadoramente escolar, del que supone La invención de Hugo Cabret, de Scorsese, presumiblemente infantil pero profundamente adulta. A no confundir, de todas maneras, la mirada ideológica nada ingenua que el cine de Spielberg profesa, donde aún cuando la guerra pueda ser vista como situación de horror, ningún decir contrario se encontrará hacia el respeto militar. ¿O no recuerdan la escandalosa sustitución de armas de fuego policiales por walkie-talkies para el reestreno de E.T.? ¡Borró el celuloide para desdecir lo que había dicho! (Más datos: teclear en Youtube “South Park+Spielberg”. Admirable…)
Y si bien se elegirá un ejemplo de otro film, inmediatamente previo, será una manera rápida de describir su corrección política y empalagosa. Allí cuando el Capitán Haddock, en Las aventuras de Tintín –esa extraordinaria historieta de Hergé-, se vuelve en sus manos un alcohólico arrepentido, que identifica a la botella como fuente de sus males; ahora bien, ejercicio de memoria o de lectura: busquen y encuentren una sola viñeta donde Hergé hiciera algo semejante.

sábado, 3 de marzo de 2012

Perros de paja (Rod Lurie, 2011)


Tan lejos de la oscuridad de origen



Perros de paja
(Straw Dogs) EE.UU., 2011. Dirección: Rod Lurie. Guión: Rod Lurie, a partir de la novela de Gordon Williams y del guión de Sam Peckinpah y David Goodman. Música: Larry Groupé. Fotografía: Alik Sakharov. Montaje: Sarah Boyd. Intérpretes: James Marsden, Kate Bosworth, Alexander Skarsgard, James Woods, Dominic Purcell, Rhys Coiro. Duración: 110 minutos.
Sólo disponible en DVD


Por Leandro Arteaga


Una remake de Perros de paja sólo es pensable en el impensable cine norteamericano actual. Las nuevas versiones nunca fueron ajenas al quehacer hollywoodiense, pero últimamente no sirven más que como confirmación de una práctica desorientada, sin demasiadas novedades, anquilosada en la reformulación de temáticas exitosas. En este caso, la nueva Straw Dogs aparece ligada a tantos films de terror o suspense similares, con el hogar como nido a defender más una ambientación de inmoralidad sureña como la que prevalece en muchos de estos títulos.
Sólo esto podría dejar comprender la “revisión” que del clásico de Sam Peckinpah, realizado en 1971, lleva adelante ahora Rod Lurie, como guionista y director (el mismo de La última fortaleza, donde un convicto Robert Redford disputaba el liderazgo de una prisión/castillo). Con cambios tales como la relocalización de la acción: de Inglaterra al Mississippi, y la profesión del “héroe”: de matemático a guionista de cine.
Ahora bien. Recordar que allí donde estaba Dustin Hoffmann ahora se ubica James Marsden (el “Cíclope” papanatas de X-Men), y donde figurara Susan George lo hace Kate Bosworth (la Lois Lane de la última Superman). Vale decir, lo que era una pareja creíble, sumida en el alma oscura de un pueblo y sus habitantes, se vuelve ahora parejita sonriente de cuadritos de Roy Lichtenstein.
De forma tal que nada podrá esperarse respecto de un film que, desde la sola elección de sus protagonistas, se asume como aviso publicitario. Lo que deja su impronta en la claridad con la que el montaje está resuelto: tanto es así que ni siquiera hay duda alguna en el encuadre de la cámara o en sus movimientos. Mientras que en Peckinpah (sí, las comparaciones son odiosas, ¡pero se trata de una remake de Perros de paja!) el montaje se vive como situación de rodaje, de una factura imprevisible, a partir de la cual no se sabe muy bien qué va a suceder ni cómo. La textura decididamente sucia y original se empaña en la nueva versión de una textura fotográfica perfecta.
Pero sobre todo: el rol femenino de la Amy original (Susan George) quizá sea uno de los recuerdos más imborrables para todo espectador de Straw Dogs. Específicamente, la escena de violación. Es decir, el film de Peckinpah podría pensarse como película tribal, primaria, de pasiones liberadas, con el macho como sujeto que debe marcar territorio, y la hembra como una de sus pertenencias. Lugar femenino que en el rol de la Bosworth se margina para el logro de un film que evita, justamente, problematizar. De paso, claro, no se mete en lo oscuro del asunto.
De todas maneras, el gran James Woods. Si bien aquí como mera comparsa de un film malo, Woods es siempre Woods. Casi alejado del cine, pero siempre un gusto verlo. Más cercano, eso sí, a la televisión: inmerso ahora en la pre-producción de la serie Coma, a partir del bestseller de Robin Cook, que Michael Crichton ya filmara para el cine en 1978 con Michael Douglas y Geneviève Bujold.

Los descendientes (Alexander Payne, 2011)


Suspender el tiempo en un paréntesis



Los descendientes
(The Descendants) EE.UU., 2011. Dirección: Alexander Payne. Guión: Alexander Payne, Nat Faxon, Jim Rash, a partir de la novela de Kaui Hart Hemmings. Fotografía: Phedon Papamichael. Montaje: Kevin Tent. Intérpretes: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Nick Krause, Robert Forster, Beau Bridges. Duración: 115 minutos.


Por Leandro Arteaga


La trompada de Robert Forster. En verdad, sólo un retazo del film. Pero lo de Forster tiene su alusión porque es un actor que es un gusto ver, creíble en su papel de padre que asiste la situación límite de su hija, de abuelo sin abrazos, de suegro con reproches, de marido cariñoso, de hombre de piña anunciada. Todo lo que haga será siempre bienvenido: desde su participación en la serie Alcatraz hasta el fresco black-setentista Triple traición (2007), de Quentin Tarantino.
Otro retazo: los mofletes, whisky, pelo largo y bermudas, de Beau Bridges. Tanto hace que no se le ve y tan parecido como está a su hermano Jeff. Hablar arrastrado, confuso, la mirada caída, mucha panza; baker boy que, ojalá, tenga más aparecer de aquí en más.
Uno más: los dos besos que George Clooney da a dos mujeres. El primero de ellos como resolución cinematográficamente feliz para un conflicto que el espectador habrá de revelar.
En verdad ya no se trata de retazos. Clooney compone a un esposo fiel, que ya no habla(ba) con su esposa, que maneja distintas facetas, que trabaja aún cuando el dinero heredado de los tatarabuelos sea suficiente, padre desorientado y superado por sus hijas, más una historia con la que lidiar y que es, en instancia última, oportunidad de resolución personal y familiar.
El actor está nominado al Oscar, en el marco de una película que alcanza los rubros de mejor film y mejor guión adaptado (a partir del bestseller horriblemente escrito por Kaui Hart Hemmings). También nominada en la categoría mejor dirección. Alexander Payne, a juicio de este cronista, tiene mejores películas. Ya el Oscar hubo de agraciarlo con una estatuilla por el guión de Entre copas (2004), ese film-vehículo admirable para ese actor admirable que es y será Paul Giamatti. Payne también fue el responsable de contener a Jack Nicholson para uno de sus mejores papeles en Las confesiones del Sr. Smith (2002).
Entonces: Los descendientes es muy prolija, tiene un proceder que ahonda en los conflictos mientras evita lugares comunes o lágrimas torpes. Sabe a la vez cómo exponer la comodidad de una clase ociosa e improductiva que vive de rentas; tal es el caso de la maratón de primos que rodea a Clooney, quienes nada hacen porque ya hicieron antes por ellos. Los descendientes, por eso, será título de comprensión doble: tanto por lo que sucede a Clooney e hijas, como por lo respectivo a la oportunidad de venta millonaria de la tierra familiar heredada.
El film de Payne provoca, a través del coma sufrido, una ilusión de tiempo suspendido. Como si lo que le pasa a la mamá/esposa/hija/amante constituyese un paréntesis. Dentro de éste sucede todo el film. Valdrá por ello señalar la elipsis dada a partir de la primera imagen de la película.
El tiempo podrá volver a suceder cuando el paréntesis se supere y, como consecuencia, se reordenen afectos, se superen dolores, y se pueda despedir, por fin, a la persona querida.

Historias cruzadas (The Help, Tate Taylor, 2011)


Drama racial para toda la familia




Historias cruzadas
(The Help) EE.UU., 2011. Dirección: Tate Taylor. Guión: Tate Taylor, a partir de la novela de Kathryn Stockett. Fotografía: Stephen Goldblatt. Música: Thomas Newman. Montaje: Hughes Winborne. Intérpretes: Emma Stone, Viola Davis, Bryce Dallas Howard, Octavia Spencer, Jessica Chastain, Sissy Spacek. Duración: 146 minutos.


Por Leandro Arteaga


¡Ha vuelto Hallmark Channel! O algo demasiado parecido. Porque lo que exuda Historias cruzadas se parece más a una remembranza de programación para gente bienpensante y de entrecasa que al cine. Es tal la vacuidad con la que el film de Tate Taylor (protagonista, por otra parte, de la sorprendente Lazos de sangre) expone sus “preocupaciones” sociales que se vuelve capaz de lograr algo situado aún más allá de la corrección política. Vale decir, Historias cruzadas es toda la corrección política junta y peor. Que sea una de las películas mentadas de la próxima entrega de premios Oscar ya es decir bastante. ¿Qué más se puede decir del Oscar?
Basada en el bestseller The Help, de Kathryn Stockett –amiga de infancia, además, del realizador-, la película retrata amenamente la relación blancos/negros en el pueblito de Jackson, Mississippi, circa años ’60. De Jackson, de hecho, es oriunda Stockett, lo que amerita referir que el personaje de Skeeter, encarnado por Emma Stone, vendría a ser la carnalidad misma de la autora. O algo así.
Patito feo de un villerío de mansiones blancas, Skeeter estudia en la universidad y vuelve a Jackson con ganas de ser periodista y escritora. Comienza entonces a dar lugar a su proyecto: dar voz a las criadas, tradicionalmente legadas al patio de atrás del sur estadounidense, en la forma de un libro. Su propia historia de vida colisionará con los relatos que de a poco obtiene, a sabiendas de que la misma ley impide un trato de equidad entre negros y blancos.
Hasta aquí la historia. El problema está en cómo se la cuenta. Y la manera de hacerlo radica en una exposición retórica, plagada de lugares comunes; es decir: amigas vueltas esposas, de vestiditos de color saturado, con hijitas rubias de ojos acuosos, pendientes de criadas que les usan el baño, amén de las lágrimas correctas, las miradas de odio, y las redenciones tontas, porque cuando se trata de una madre mejor recordarla con cariño: así es que como salen indemnes los personajes de Allison Janney y de Sissy Spacek, madres respectivas de Skeeter y de Hilly (la mala de la película, interpretada con ceño fruncido por Bryce Dallas Howard).
El libro será publicado y los negros comenzarán a hacer oír su voz en la Estados Unidos de los sesenta así como en la de Obama. Poco importa el contexto de ambientación, toda película es consecuencia de su momento histórico de producción. Historias cruzadas se pliega, así, a la mediocre “toma de conciencia” hollywoodense, que nada tiene que ver con el hacer fílmico, incorregible, del gran Spike Lee.
Si en algún momento Skeeter es capaz de decir que con Margaret Mitchell (Lo que el viento se llevó) se instituyó el estereotipo de la criada obediente y simpática de rótulo “mammy”, lo que Historias cruzadas logra no es más que un decir obvio, mientras justifica mismos estereotipos al contemplarlos como parte de un supuestamente necesario desenvolvimiento social.

Alejandro Aragón (entrevista)


Dibujar para recuperar el tiempo perdido



Zombies, serie negra, cowboys contra magos, apenas unos trazos dentro de la ascendente trayectoria de Alejandro Aragón: destacado internacionalmente, casi desconocido en Rosario.

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (23/02/2012)

“De chico descubrí algo diferente cuando por primera vez hice una secuencia” comenta a Rosario/12 Alejandro Aragón, como síntesis justa de una pasión de vida: dibujar historietas.
Con una trayectoria profesional en ascenso, en la que ha sobresalido como lápiz oficial de 28 Days Later (continuación en cómic de la laureada película conocida como Exterminio, de 2002), Aragón tiene su génesis en el oficio desde una decisión que, aún cuando suene curiosa, resulta vital: “Era fanático de las revistas El Tony, Nippur Magnum y otras, donde figuraba la publicidad de un curso de historietas en Buenos Aires con Horacio Lalia, con salida laboral. Medio que tiré la onda a mi familia para ver si me bancaban, pero estaba dura la cosa… Así que comienzo Psicología, y recuerdo que fue como si a mi vocación artística la hubiese reprimido. En el cuarto año de la carrera, cuando arranco con orientación vocacional y todo eso, es como si se me despertara otra vez el tema y empiezo a dibujar, si bien ya de “grande”, con veintidós años. Pero me daba cuenta de que semana a semana el progreso era enorme. Comencé en un taller con Esteban Tolj, quien me dice que si bien tengo que mejorar algunas cuestiones tengo condiciones. Así que me la paso todo el quinto año dibujando por mi cuenta, a la vez que voy procesando lo que me pasa y me decido: ‘me recibo y me dedico de lleno a la historieta’. Así lo hice: tres días después de recibirme arranqué a full, ocho, nueve horas por día, como si fuese un trabajo, de lunes a lunes. ¡Tenía que recuperar el tiempo que había perdido!”

-¿Y dónde se da el primer vínculo laboral?

-Yo tuve la suerte de poder trabajar como asistente de Leo Fernández [NdR: dibujante rosarino con amplia trayectoria en editoriales como Marvel] durante dos años. Fue la etapa que más disfruté y aproveché en mi corta carrera. Ése fue el punto bisagra, porque si bien ya venía haciendo algunas cosas en el medio independiente de Estados Unidos, cuando empecé con él fue la primera vez que tuve contacto con el trabajo profesional, algo que no se aprende en ningún lado. En un taller te enseñan anatomía, el manejo de luces y sombras, podés estudiar por tu cuenta, mirar películas, pero después hay toda una conducta que está en el día a día, en respetar la fecha de entrega, en laburar feriados y domingos, en ajustarte a lo que quiere cada editorial. De Leo aprendí tanto con sus indicaciones como también silenciosamente, mientras incorporaba todo lo necesario para ser un profesional de primera línea como él, o como lo son Marcelo Frusin y Eduardo Risso.

-Esos inicios independientes, ¿en qué consistieron?

-En trabajos con editoriales pequeñas o para páginas web. Un guionista que venía progresando a la par mía y que yo conocía, Joshua Williamson, entra a trabajar en (la editorial) Image y me propone presentar un proyecto. Hicimos una muestra que Image aceptó en el 2008, y Leo me da la posibilidad de hacer este trabajo para luego reincorporarme con él.

-Te referís a Overlook; ahora bien, me resulta interesante cómo vos y Williamson, que es norteamericano, despegaron en sus tareas sin haberse conocido personalmente.

-Con Joshua nos conocimos por Internet en 2006. Ahora él escribe la serie regular Voodoo, un personaje del grupo Wildcats. Es un guionista que va muy rápido. Con él había firmado un contrato con Oni Press para una novela gráfica que tuve que dejar en stand by, a partir del ofrecimiento de la serie 28 días después. La diferencia económica era muy amplia.

-¿Cómo te llega 28 días?

-Antes de 28 días había hecho un trabajito para Moonstone, con un escritor de Vertigo, Gary Phillips. Y en abril de 2010 me llega la propuesta de Boom Studios de hacer el número 13 de la serie, porque al artista que la venía dibujando –Declan Shalvey- le ofrecen un fill-in en Marvel. Como tengo unos 29 días, aproximadamente, para hacerlo, no puedo continuar con Leo, con quien en ese momento estábamos haciendo Deadpool (Marvel). En este sentido, Leo es un tipo súper generoso, siempre me dejó claro que él se iba a poner contento con mi bienestar. Así que me la jugué. Cuando entrego a Boom el trabajo, se muestran muy satisfechos. Entre paréntesis, cuando te ofrecen un margen de tiempo como éste, muchos artistas no llegan, y eso es algo que los editores también usan como un filtro. Por eso, más allá de cómo haya quedado el número 13, sabía que las deadlines son importantísimas, y en la editorial lo valoraron. Cuando Shalvey no vuelve a la serie por otras posibilidades de trabajo, Boom me ofrece el número 14, pero con una fecha de entrega todavía más complicada, me daban 24 días para hacer 22 páginas, lápiz y tinta. Cuando lo estoy terminando, me ofrecen el arco argumental con los números 15 y 16. ¡Estaba recontento! Mientras inicio el 15 me ofrecen la serie regular. Era el sueño hecho realidad… Además esa película a mí me gustó mucho, soy fanático del director, Danny Boyle, el mismo de Trainspotting.

-¿Qué cosas te permitió dibujar 28 días después?

-Es una serie que me sirvió para darme cuenta de que para dibujar una historieta no sólo hay que concentrarse en el dibujo, sino en lograr una credibilidad, una atmósfera. Con 28 días me fui soltando, de a poco hice un dibujo más “desprolijo”, con una línea más gruesa y sucia, porque me daba cuenta de que eso lo representaba mejor. Como se trataba de un título importante, me dio una pequeña chapa. A partir de allí tuve muchas más propuestas, así como contactos con guionistas y dibujantes profesionales.

-En este momento, ¿qué estás haciendo?

-Estoy con un proyecto de autor con el escritor B. Clay Moore, así como en contacto con las editoriales Marvel, DC, Dark Horse, que han aceptado seguir mi trabajo. Ahora estoy dibujando una miniserie de cuatro capítulos basada en el juego de rol Deadlands, que es de cowboys pero con un ambiente sobrenatural. Algunos unitarios de Deadlands fueron ya publicados por Image con firmas como las de Steve Ellis, Brooke Turner, Ron Marz, Bart Sears…

-Entonces, y si podés decirlo en palabras, ¿por qué la historieta?

-Porque con ella puedo decir cosas que de otro modo no podría, porque me da la posibilidad de sentirme libre. Yo veo al arte como un camino hacia uno mismo, hacia donde uno era al momento de nacer. La sociedad luego nos encauza hacia lugares que no son necesariamente los mejores. Con la historieta, aún cuando pueda ser de manera inconsciente, sé lo que estoy haciendo: realizarme como sujeto y determinar mi propio camino.

Más en http://alearagon.blogspot.com/

Fito y Bicentenario (24/02/2012)


Una bandera oruga, con gotas del Paraná



La noche del monumento como escenario de música para el público, para el río, y para la bandera. Fito Páez, su mejor y más aplicado alumno.

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (26/02/2012)

Es diferente, raro, muy hermoso, dar cuenta en determinado momento de que lo que sucede es –justa la expresión aquí- parte del mismo aire. Cuando la música se funde como oxígeno a lo que la circunda. Pero no desde el escenario acostumbrado, cerrado por paredes o populares, sino desde un espacio abierto, donde los límites visuales sean las referencias de la ciudad.
Algo parecido recuerda de manera puntual este cronista, cuando varios años atrás Luis Alberto Spinetta embriagara una noche de música desde la plaza San Martín: los colectivos corrían como siempre pero nada era como siempre. Las melodías se adherían a lo cotidiano, lo citadino adquiría una piel suave.
En la noche del viernes la mención a Spinetta fue también momento de pausa, justo antes de que Fito Páez introdujese al público en las notas de “Las cosas tienen movimiento”, canción suya que fuera parte del repertorio habitual de la almendra y de su vida. Vida que es “un río, que como viene también se va” decía Páez.
Río que corre, siempre cambia, con colores marrones y testigos de la bandera argentina primera. Doscientos años antes, y ahora con música y poemas que le cantan a su memoria y presente. El arrullo de aguas del Paraná oficiaba como cortina sonora. Primero junto a una voz que brota, tantas veces de manera querida, como su afluente para cobrar forma como garganta en Jorge Fandermole. Luego con el gesto vocal de litoral, que es también mixtura de otros muchos ritmos, de Liliana Herrero. Todo un segmento de apenas ocho interpretaciones compartidas, con ganas de que se escuchara más, pero con la ansiedad latente de “¿lo llegaremos a ver a Fito?”.
Hora más o menos, pasadas ya las 22, y Fito Páez entonces sobre el escenario, durante casi dos horas más, y en la compañía feliz que suponen los Killer Burritos de Coki Debernardi. Rock bien rock, con una primera parte que supo sumir en los discos de años atrás –discos de siempre, bah- a la mejor noche de verano que tuvo Rosario en mucho tiempo. Banda redonda como la mejor, con la cuerda puesta en el sostén del Páez más esencial.
Saquito, corbata celeste, más cambios posteriores que incluyeron otros lentes y remera con lengua stone. Sobre el escenario Fito Páez se ha vuelto una mezcla difusa entre el Charly García de alguna época y el Capitán Piluso. Hay algo en sus movimientos y/o gestos que recuerdan tanto a uno como al otro, así como a la vez definen una manera personal, que es musical. Gracia física que, el propio músico señaló, estuvo dispuesta a la exigencia en virtud de las dotes de su masajista (Fito Páez contracturado, toda una imagen…).
Como en todo recital de Páez, Spinetta estuvo presente porque también lo estuvieron Piazzolla y el mismo García. Sea desde la cita verbal, los gestos musicales de “Giros”, o el cover de “Cerca de la revolución”.
Por otro lado, es curioso ver cómo la respuesta del público se manifestaba de una forma más bien mansa, tranquila. Si bien desde franjas diferenciadas. Más cerca del escenario, está claro, quienes más saltaban o bailaban. Quizás porque los tiempos, como las aguas del río, cambian y han traídos otros ritmos, más inmediatos para el baile. En este sentido, este cronista asegura haber visto una pareja intentar comulgar el baile típico de la cumbia al compás de “Polaroid de locura ordinaria”.
Lo que equivale también a decir que era tanta pero tanta la gente repartida y mezclada. No faltaron reposeritas, mate en mano, familias completas con cochecito más suegros y padres. Así como adolescentes caídos de no se sabe bien qué litera: reunidos entre sí, cinco o seis, de ropa parecida o igual, con el habla a los gritos, celulares en mano.
Si la sensibilidad despertaba con la cita a Spinetta, los otros dos grandes momentos fueron la música compartida entre Páez, Liliana Herrero y Monchito Merlo (“Yo vengo a ofrecer mi corazón”), así como la bandera regalada al público por ex-combatientes de Malvinas. Se desplegó larga, y como oruga comenzó a caminar sobre la gente hasta desaparecer como horizonte.
El momento bisagra en la presentación del músico rosarino fue su intervalo de piano, con un paseo entre varias canciones, más la posibilidad de equilibrio que permitió el momento en solitario de Coki & The Killer Burritos. Luego más Páez y con más vínculo con las melodías más “sabidas”. Hasta arribar a la conclusión en forma de dueto entre “Dar es dar” y “Mariposa Tecknicolor”.
Y todo esto sin olvidar que de lo que siempre se trató fue de homenajear a la bandera argentina. Apenas una estación dentro de las muchas más que faltan. Y con un sonido y puesta en escena perfectos. Páez preguntaba si los de atrás (¡bien atrás!) escuchaban bien y, la verdad, anduvo todo muy bien.
Qué mejor homenaje a una bandera que el que permite su flamear más vasto y -vamos, claro que sí, y para siempre- democrático. No estará demás, nunca demás, recordar que el desdén hacia los símbolos patrios y tanta patria cacareada no provino de nadie más que de los gendarmes de tanto orden sacrílego y genocida. Recuperar la simpatía por éstos –con la conciencia crítica de lo que son: símbolos-, a la par de la música y de los músicos, no es cosa cualquiera. Significa mucho pero de muchas maneras. Tantas como distintas son las miradas que conformaban al aire humano que decidió acercarse a compartir música.
A partir de ella, Fito Páez demostró ser el mejor alumno, al regalar a la bandera su recorrido de vida. Unas tibias gotas de nube curiosa dejaron una humedad rápida sobre los asistentes. Consecuencia, seguramente, de lo que se denomina evaporación y condensación, con el Paraná como fuente de origen.
Una bonita bendición.