miércoles, 30 de septiembre de 2009

Tim Hamilton: Ray Bradbury's Fahrenheit 451 (Hill and Wang, 2009)


Un mundo sin libros (tampoco historietas)



Ray Bradbury's Fahrenheit 451
The Authorized Adaptation
Tim Hamilton
Introduction by Ray Bradbury

Hill and Wang, July 2009
6 x 9 inches, 160 pages, Full-Color Art Throughout
TP $16,95
Hardcover $30



Publicado en 1953, Fahrenheit 451 ha sido reeditado hasta el cansancio y todavía más. Aquí, en nuestro país, hemos conocido el nombre de Ray Bradbury y de la práctica totalidad de su obra a partir de la tarea monumental, referencial, de Editorial Minotauro. El cuidado de las traducciones, el criterio para la colección y sus títulos, la posibilidad de leer a tantos más: Tolkien, Simak, Corwainer Smith, Lovecraft, Ballard… Minotauro es de un lugar nodal en nuestra biblioteca.

Y Ray Bradbury es el libro que es todos los libros. Porque cualquiera suyo puede ir acompañado de cualquiera otro y en cualquier estante atiborrado. El escritor de El vino del estío dialoga con todos, ama tanto la lectura como la escritura, y nos quiere desde sus páginas: algo que todo lector bradburyano sabe y corrobora.
De modo tal que referirnos a Fahrenheit 451 es hablar un poco de todo esto. También del rango clásico que ha alcanzado en tan corto tiempo. Seguramente por su capacidad de observación social, de mirada humana preocupada, pero sobre todo por su calidad, y calidez, literarias.
Como todos sabemos, en el futuro –inmediato- de Fahrenheit, los bomberos ya no apagan incendios sino que queman libros. Escrito en pleno macarthysmo, el libro de Bradbury alude a la persecución ideológica, teje nexos históricos con la caza de brujas, denuncia los procesos inquisitoriales, y crea una isla de hombre libros (que nuestra lengua confunde, felizmente, con hombres libres) donde atesorarnos, querernos y proyectarnos. La salvaguarda de la humanidad en tomos de piel humana, que recitan historias para los oídos nuevos, que se reinventan para escapar a las bombas prometidas, y que eligen recordar el sudor de la hierba de la mañana desde pies descalzos.
Todo ello, de nuevo y siempre, en cada lectura de Fahrenheit 451.
Recuerdo que en el film homónimo de François Truffaut, de 1966, la lectura permitida consistía en pliegos de papel con cuadritos dibujados, ordenados y mudos. Un periódico de imágenes silentes. Una comic-section como la que acostumbraban los diarios, pero sólo provista de colores vacíos.
A partir de aquí pensar, entonces y como antítesis, la traslación en historieta que Fahrenheit 451 conoce por estos días, obra del dibujante Tim Hamilton, y con asesoramiento y bendición del propio Ray Bradbury. Hamilton señala que lo único que Bradbury le solicitó fue la necesidad de ambientar la historia en el “futuro de 1950”. “Personalmente, creo que [Fahrenheit] es una fábula que puede contarse en cualquier tiempo sin que se asemeje a un futuro distante. Aunque aparece el perro-robot como elemento futurístico, no hay modo alguno de precisar el tiempo histórico”, señala Hamilton (1).
Efectivamente, el futuro del Fahrenheit de Hamilton está en cualquier lado. Es un no-lugar que, sabemos, tiene más aristas perceptibles desde el tiempo que nos toca que desde cualquiera otro. Interactúan con el art-decó y la estética de la vanguardia soviética –influencias reconocidas por el artista- los automóviles grandes circa ’70, los uniformes grises, las casas “Tupperware” (incombustibles), y un predominio tonal cenizo. Los rostros son oscuros, tristes, y aún cuando la adorable Clarisse McClellan baile entre las viñetas su libertad, no atenúa ello el desánimo al que Montag, bombero y antihéroe, sobrevive.
Pero todo ello es, a su vez, el mundo de Bradbury. Es decir, el no-mundo (utópico o distópico) que los ’50 prefiguraban, cuando Marte –decía el escritor- nos había devuelto la imaginación. Su prólogo para el comic lo señala: “Back in 1950”, dice Bradbury de inmediato -de nuevo en 1950-, “un patrullero se detiene, el oficial desciende y nos pregunta qué estamos haciendo. ‘Poner un pie delante de otro’, respondo de manera poco amigable.” Otra vez ese cuento interminable que es El peatón, relato cierto por vivenciado y, sobre todo, por haber sido escrito. Allí, donde un paseante nocturno observa los ojos eléctricos que semejan las ventanas de edificios plagados de televisores. Mismo paseante que piensa este libro asombroso.
Fahrenheit –sea el libro, sea el comic- es, agreguemos, la experiencia dialéctica de Montag: descubrir la risa para saber si la tristeza es verdadera. Allí, quizá, radique uno de los lugares indudables de la obra de Ray Bradbury.


(1) http://graphicnyc.blogspot.com/2009/05/firing-off-with-tim-hamilton.html (consulta 09/2009)

lunes, 21 de septiembre de 2009

Inglourious Basterds (2009, Q. Tarantino) / Die Welle (2008, Dennis Gansel)


Dos miradas para pensar el nazismo



Bastardos sin gloria
(Inglourious Basterds) EE.UU./Alemania, 2009. Dirección y guión: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Montaje: Sally Menke. Intérpretes: Brad Pitt, Mélanie Laurent, Christoph Waltz, Eli Roth, Michael Fassbender, Diane Kruger. Duración: 153 minutos.

La ola
(Die welle) Alemania, 2008. Dirección: Dennis Gansel. Guión: Dennis Gansel, Peter Thorwarth, a partir de la novela de Todd Strasser. Fotografía: Torsten Breuer. Música: Heiko Maile. Montaje: Ueli Christen. Intérpretes: Jürgen Vogel, Frederick Lau, Max Riemelt, Jennifer Ulrich, Christiane Paul. Duración: 107 minutos.



El ejercicio que nos proponemos no responde más que a temáticas que surgen –aunque siempre presentes- a partir de títulos que todavía podemos consultar en la cartelera. Si tuviésemos que referenciar películas que aborden el nazismo o el totalitarismo, terminaríamos en una lista, aunque extensa, siempre insuficiente. Y si bien Bastardos sin gloria, -último opus de Quentin Tarantino- y La ola -film alemán que recapitula sobre la experiencia del profesor norteamericano Ron Jones en 1967- parecen propuestas disímiles, busquemos entonces elementos que nos despierten, al menos, pequeños vínculos.
Porque hay algo de ironía compartida entre ambos títulos, aún cuando el tipo de registro que se proponen esté, cada uno, en las antípodas del otro. Quizá sea el cinismo social que asegura nunca más vivenciar una experiencia como la del Holocausto –así lo asevera uno de los alumnos ante la mirada del profesor de La ola-, o la esvástica que el Teniente Aldo Raine (Brad Pitt) esculpe sobre la frente de todo nazi huidizo.
Aquí, convengamos, hay un gesto brillante. Lo que preocupa a Raine –teniente de un pelotón asesino de nazis- es que los jerarcas alemanes dejen de utilizar su uniforme. Que luego se confundan con los demás. Así como ocurre todavía y, para corroborarlo mejor, en nuestro propio país con nazis y descendencia conviviendo en armonía. (Habrá que recordar, como referencia, ese film ejemplar que resulta ser Oro nazi en Argentina, 2004, de Rolo Pereyra).
Por su parte, en La ola, el profesor Rainer Wenger (Jürgen Vogel) debe lidiar con su curso a partir de la temática de la autarquía. La apariencia anárquica de Wenger, con remeras de punk-rock y andar desenvuelto, son el perfecto contraste. Dado el desdén de la clase hacia el conocimiento, hacia su discusión, se le ocurre al profesor la idea de experimentar la autarquía desde el grupo mismo: normas de conducta, iconografía, nombre identitario (“La ola”), saludos y ropa distintiva (camisa blanca). El éxito de la clase sorprende a docente y alumnos. Mientras tanto, la ola tímida se convierte en algo insospechado, que ciega a sus partícipes y que acumula adeptos.
Así como los nazis, o fascistas, o autoritarios de colores varios (más banderías partidarias), se inmiscuyen en la vida cotidiana tras mascaradas elegantes, son también los comportamientos mismos y sus ecos intelectuales retrógrados los que subyacen en los estratos sociales. Si algo despierta horror verdadero en el film alemán, éste consiste en observar cómo son los mismos chicos, protagonistas de la sociedad joven, los que enarbolan desde la ignorancia y su capricho autista las peores maneras reaccionarias. El aula de clase se vuelve ámbito de experimentación, sus protagonistas reclaman –allí el horror- este proceder: necesitan límites, pelean por los límites, y coartan así su condición humana misma. Como si sólo hiciese falta alentar, apenas encender la chispa, de este tipo de comportamientos. Chicos que son, habrá que recordar también, secuencia lógica de un mundo adulto que los precede y educa.
Tal vez el cine de Tarantino tenga algo que ver con este retrato actual, sino desprejuiciado, muchas veces irresponsable de la violencia. Sus espectadores no han dejado de ser parte de este cúmulo de consumidores –no lectores- de películas todas iguales. Y si bien Tarantino posee rasgos distintivos –y quizá depurados de manera magnífica en el film que nos ocupa-, su plasmación de la violencia no deja de ser síntoma de una sociedad que hoy disfruta con las torturas de las películas en serie. Con Bastardos sin gloria, aunque sin renunciar a esta grafía explícita, Tarantino la reflexiona y pone en su lugar. Y uno lo celebra.
En otras palabras, lo que perdura –en la memoria- es la esvástica grabada a fuego en la carne de los victimarios. Así como la complicidad con el régimen nazi de la cineasta Leni Riefenstahl o del actor Emil Jannings. Ellos filmaban mientras otros morían o se exiliaban. Datos que no deben faltar a la memoria (y que se subrayan en el film de Tarantino), pero que de hecho se ausentan en algunas mentalidades jóvenes pero no ingenuas, dadas al desprecio por lo ocurrido.
El vínculo entre los dos films seguramente es forzado. Pero lo que nos promueve a pensar nos lo permite como excusa.

Las pruebas de Shazam! (Winick/Porter/Cascioli), Planeta-DeAgostini, 2009


El dibujante mágico


Las pruebas de Shazam!
The Trials of Shazam! #1-12
DC Comics, 2006-08
Planeta-DeAgostini, 2009
Guión: Judd Winick.
Dibujos: Howard Porter, Mauro Cascioli.
Prestigio 17x26cms, tapa blan
da.
296 páginas a color

Precio: 21.94 €



Digámoslo pronto y claro. Si Las pruebas de Shazam! es un “buen” comic, mini-serie o como más les guste llamarlo, es porque Mauro Cascioli -¡a tiempo!- dibuja.
Y nunca mejor empleada la expresión.
Trials of Shazam! no proporciona, desde el argumento, demasiados matices de interés –guión de Judd Winick-, sus “hallazgos” son, las más de las veces, burdos y sin cariño hacia la mitología marveliana, y los dibujos de Howard Porter, por lo general de un geometrismo estático, se atreven a incorporar ínfulas pictóricas. Una especie de argamasa pretenciosa. Un monumento de doce números que, de no ser por Cascioli, se vuelve prescindible respecto de la figura épica de Captain Marvel y su universo rocambolesco (del cual, aquí, claro que nada).

Pero vamos por partes.

Trials of Shazam! es consecuencia de los hechos ocurridos en la miniserie Day of Vengeance (2005, Willingham/Justiniano/Wong), parte sustancial –una de las tantas- de la maxi-serie Infinite Crisis (Johns/Jimenez/Pérez y otros). Es decir, el mago Shazam muere y Captain Marvel es llamado a ocupar su lugar. Como consecuencia, el puesto vacante del Capitán será asumido por Freddy Freeman (Marvel Junior) quien, para lograrlo, deberá enfrentar y superar las pruebas que los dioses les tienen preparadas.
Nada demasiado elaborado. Sólo el hecho puntual, por anecdótico, de Freeman en lugar de Marvel, quizá lo único de relieve curioso. Y tal aseveración se nutre y ratifica desde el avance de la historia. Con los dioses viviendo vidas terrestres, lejos de su mitología y cargados de problemas humanos, veremos un desfile poco veraz de las entidades –proveedoras, recuerden, de los poderes de Shazam: Salomon, Hércules, Aquiles, Zeus, Atlas, Minerva-. Hay mucho de estereotipo, digámoslo así, mediocre: teenager de rastas y convencionalmente negro, marine de atuendo típico, alusiones a la Tormenta del Desierto, empresario de atuendo típico, más un niño desvalido que adquiere, de a poco, más poder.
El dibujo de Porter no aporta gracia. No hay estilización ni disfrute de lo que se ve (tampoco de lo que se lee). La cruza pictórica no ofrece más que una pretensión de seriedad absurda. Pero por esas cosas de la vida, Porter hubo de tener un accidente en su mano, no pudo seguir el dibujo y, ahí sí, se pronunció la palabra mágica. Porque –estoy seguro- algo de ello ocurrió.
La sustitución de Howard Porter por Mauro Cascioli resulta extraordinaria. Hasta tal punto que la historia se redimensiona, se vuelve querible. Cascioli es capaz de darnos una mirada con afecto de cada uno de los personajes. Ver el entorno marveliano desde la pluma de Cascioli es asistir a una plasmación que también habla de conocimiento lector. Debe haber algo de ello, porque es lo que mismo que ocurre –por estos días- en la miniserie JL: Cry for Justice, donde cada página, cada personaje, son una fiesta para el ánimo del lector.
Los números 9-12 son obra del dibujante argentino. Y bastará señalar que por ellos solos la miniserie resiste a caer en el olvido. No significa esto que el argumento sea bueno, sino que su ingenio adolescente se vuelve casi adulto gracias al dibujo. Los planteos de página de Cascioli, más sus versiones de los personajes (cualquiera de ellos, basta compararlos con lo realizado por Porter) son extraordinarios.
Ojalá que el personaje salga bien parado de aquí en más. Con alguna serie que lo dignifique, aún cuando Captain Marvel se encuentre, tal vez para siempre, en un vaivén de dignidad y olvido. Así y todo, qué gran personaje.

The Girl in the Park (2007, David Auburn)


La cicatriz que
el tiempo esconde



La chica del parque
(The Girl in the Park)
EE.UU., 2007. Dirección y guión: David Auburn. Fotografía: Stuart Dryburgh. Música: Theodore Shapiro. Montaje: Kristina Boden. Intérpretes: Sigourney Weaver, Kate Bosworth, Elias Koteas, Alessandro Nivola, Keri Russell, David Rasche.Duración: 109 minutos.



Desde lo anecdótico, señalemos que La chica del parque es el primer film que desde la dirección lleva adelante David Auburn, guionista de La prueba (Proof, 2005, del siempre anodino John Madden) y de La casa del lago (2006, primer film norteamericano de Alejandro Agresti). En el caso del film que nos ocupa, Auburn sitúa la historia desde la problemática de una mujer (Sigourney Weaver) que pierde a su hija pequeña, de modo misterioso, durante los juegos del parque.
A partir de allí la elipsis que nos deposita en el tiempo presente, dieciséis años después, con Julia (S. Weaver) viviendo sola con su dolor, de un modo casi autómata (con esa gelidez casi propia de la actriz), mientras su marido ha conocido una nueva pareja (David Rasche, el legendario Sledge Hammer) y su hijo se encuentra a punto de casarse y ser padre.
Es decir, La chica del parque nos arroja, de manera abrupta, a una situación de ausencia que ha resquebrajado la unidad familiar. Habrá que señalar, como aspecto a favor, que el film nos deposita en esta instancia sin preocuparse por ahondar en lo sucedido, en los motivos de los distanciamientos, o en dictámenes moralistas que pretendan explicarlos. Tampoco encontraremos en el argumento una estructura de búsqueda policial que nos derive en el paradero de la niña o de los responsables. Lo que importa es el dolor de esta familia con una vida que continuar.
Julia escuchará, fortuitamente, mientra observa el tiempo desde una mesa de café, los problemas de una pareja, la discusión que los aleja, y el dolor de ella (Kate Bosworth, la Lois Lane de Superman Returns). A partir de allí un vínculo se construye, y también aquí desde el secreto mutuo, desde el no animarse a ahondar en la vida del otro. La madre de hija perdida, la hija de madre ausente. Tanto una como otra saben lo necesario, es decir, aquello que les permita tenerse mutuamente para suplir lo que no está.
Todo esto jugado desde la ambigüedad. La duda está, la esperanza de que Louise, adolescente irreverente, sea la hija perdida, es el elemento con el que el suspense se enhebra en la trama. Hay, por ello, una cicatriz de nacimiento que Julia quiere corroborar. Empecinamiento que descubrirá una cicatriz mayor, que devuelve el tema a la familia disuelta, mientras otra nueva –la del hijo pronto a casarse- se conforma.
Pero tal vez sea el clima monótono con el que la película nos rodea lo que termina por apesadumbrarnos, por apagarnos. Porque resulta casi difícil vivir la angustia fría de Julia, o la despreocupación jovial e insolente de Louise. Hay algo allí que no nos acerca a los problemas, que nos impide sentirlos y, porqué no, también llorarlos. Podremos resaltar la decisión feliz de ser ellas la familia que quieren, al margen del núcleo relamido que las ataca. Desde este lugar el film se enaltece, pero su modo de mostrar no nos embriaga, y termina por delinear una película que, narrativamente, poco hace por sobresalir.

martes, 15 de septiembre de 2009

Cous cous (La graine et le mulet, 2007, Abdel Kechiche)


El secreto del cous cous



Cous Cous: la gran cena
(La graine et le mulet)
Francia, 2007. Dirección y
guión: Abdellatif Kechiche. Fotografía: Lubomir Bakchev. Montaje: Ghalia Lacroix. Intérpretes: Habib Boufares, Hafsia Herzi, Farida Benkhetache, Abdelhamid Aktouche, Bouraouïa Marzouk, Alice Houri. Duración: 151 minutos.




En Cous cous: la gran cena hay algo de mundo pequeño, obligado a mantenerse alejado. Como si se los tuviese “a raya”. Los protagonistas del relato son emigrados árabes, y el “cous cous” es una de sus comidas típicas. Es el motivo de la reunión familiar. Es también la posibilidad laboral para el proyecto de un restaurante flotante, en el barco herrumbrado de Slimane (Habib Boufares).
Pero volvamos al mundo del exilio. Porque en Cous cous nos situamos en Francia, en el Puerto de Sète, pero bien lejos de la marquesina de paisajes turísticos o de una mirada de tarjeta postal. La Francia de Cous cous es la de los inmigrantes. Ese mundo pequeño, decíamos, que se tiene a raya.
Una percepción similar tuvimos oportunidad de apreciar en el film Juegos de amor esquivo (L’esquive, 2003), del mismo Abdellatif Kechiche, realizador de origen tunecino, pero radicado en Francia a partir de la propia historia familiar. Así como en aquel film admirable, en Cous cous se distingue una violencia cotidiana que no necesita de momentos explícitos, sino que se respira como parte de una situación de vida. En Juegos de amor esquivo el encierro era aún peor. Bastaba con atisbar qué había por fuera de la periferia parisina para que los personajes fuesen brutalmente devueltos a su entorno.
En Cous cous esto también ocurre y, sobre todo, se intuye. El restaurante es una posibilidad de despliegue que, sabremos, Slimane no piensa para su vida gastada, sino para quienes siguen después. El film de Kechiche no duda en llevar a algunos de sus personajes hasta la exasperación. La mirada cabizbaja de Slimane dice más que cualquier retórica. Su correr desesperado tras la moto robada, si bien infructuoso, devela otros dolores: “La soledad, el exilio, la humillación” nos explica, recuerda, otro de los personajes con toda su vida a cuestas.
De modo tal que, fiel a sus personajes, la cámara de Kechiche no abandona el mundo inmigrante. Describe y cuenta desde allí. Asume los límites que la geografía citadina y prejuiciosa le depara y busca modos de entender y trascender. Aún así, la mirada que resulta no deja de ser dolorosa. Nada hay que garantice un desenlace auspicioso, pero sí el empecinamiento por conseguirlo. En este sentido, el baile árabe y desesperado de la sensual Rym (Hafsia Herzi) quizá dure demasiado, tal vez esté lejos de terminar. Nunca sabremos si el cous cous será del agrado de quienes digitan las posibilidades de inserción laboral y social.
Hay un momento en Cous cous que alcanza también a desestabilizar al espectador. Deben ser unos cinco minutos, quizá más, de llanto e histeria por parte de la mujer despechada. Allí se revela algo mayor, un vínculo familiar disuelto. Un hijo a cuestas, familias divididas, el propio Slimane como padre de dos familias, mientras los franceses de ley comen gratis el cous cous y se alertan y cubren entre sí.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Radio Dossier: The Wild Bunch (1969, Sam Peckinpah)


En el día de su cumpleaños, su película favorita. El amigo Manuel comenta -y nosotros a partir de él- la emoción para toda la vida que le provoca La pandilla salvaje. De paso, nos sumamos todos a esta banda incorrecta e intachable. Qué gran film.



Emitido en Linterna Mágica el 04/09/2009
Intervienen: Bendersky, Tolj, Milano, Arteaga.

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Radio Dossier: Some Like It Hot! Parte II (1959, Billy Wilder)


Es cierto. Y
a hablamos de Una Eva y dos Adanes. Pero nos encanta. Y además, por si fuera poco, contamos aquí con la presencia radial del amigo Emilio Bellon, docente y periodista cinematográfico admirable, sabedor como pocos.
Así que, de nuevo, a gritar y cantar que "nadie es perfecto", qué tanto problema.


Emtido en
Linterna Mágica el 04/09/2009

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Radio Dossier 2

sábado, 5 de septiembre de 2009

El último verano de la boyita (Julia Solomonoff, 2009)


Como la yarará, que cambia de piel



El último verano de la Boyita
Argentina/España/Francia, 2009
Dirección y guión: Julia Solomonoff. Fotografía: Lucio Bonelli. Música: Sebastián Escofett. Montaje: Rosario Suárez, Andrés Tamborino. Intérpretes: Guadalupe Alonso, María Clara Merendino, Nicolás Treise, Gabo Correa, Mirella Pascual, Silvia Tavcar. Duración: 93 minutos.


De acuerdo con la realizadora, El último verano de la Boyita tiene su génesis en horas de calor y de siesta. La percepción de un tiempo que se estira, que reposa en horas lentas y rurales, transita a lo largo del film. Aún cuando ello no signifique una quietud de acontecimientos. De hecho, habrá de ocurrir un tramo de vida importante para que la pequeña Jorgelina (Guadalupe Alonso) pueda emerger de allí de una manera renovada, sea respecto a los inminentes cambios de su propio cuerpo, sea también en relación a una manera de mirar y entender que le marcarán caminos diferentes para siempre.
Porque Jorgelina observa –y se observa- ante la imagen que le supone su hermana mayor. La pubertad está allí, a la espera, con la amenaza de desmoronar un período de la vida. Por eso las peleas con ella, los celos, y la imposibilidad de comunicarse como siempre. Y por otra parte el viaje al campo con el padre, la visita nueva pero acostumbrada. Mario (Nicolás Trieste), el hijo de la familia rural, oficia también como el secreto ante el que se mira Jorgelina. Entre uno y otro mundo, la pequeña.
La película de Julia Solomonoff es estado de ánimo de una niña que cambia, pero también mirada que desoculta un vivir, un pensar, reaccionarios, que atenazan a quienes vienen al mundo con moldes de conducta preestablecidos. Como si se tratase de un cumplimiento necesario de lugares comunes, ya dictados para el que debe transitar el vivir. La pubertad aparece allí como lugar que es enclave entre la niñez y un incipiente mundo pre-adulto, donde comenzar a hablar y comportarse como ellos, a relacionarse como ellos, a reproducir lo mismo que ellos.
Por eso también la crisis ante lo que significa Mario, ante lo que le ocurre a Mario. Jorgelina puede mirar, perspicazmente, de otra manera, pero Mario sufre la condena del dictamen paterno. Debe hacerse hombre, debe transitar y superar el rito social de la carrera de caballos. Entrenarse diariamente para definir su hombría y su lugar social. Rito que del “otro lado del espejo”, en la clase media citadina, conoce otras variantes –vestirse para el baile donde “hacerse mujer”- que responden a fines idénticos.
“Creo que los urbanos tienen otro tipo de violencia, muchas veces enmarcada en cuestiones más ascéticas, más quirúrgicas, con discursos más progres pero igual de castradores”, señalaba Solomonoff en nota radial con el autor de la nota. Un tejido de banalidad que se sintetiza sobre el desenlace del film en ese mundo de playa, con niños que ya comienzan a experimentar una histeria bien vista.
Pero a Jorgelina ya no le interesa demasiado lo que allí ocurre, ha descubierto su privacidad. Tendida junto a su hermana, otrora confidente, se encuentra ahora guardiana sola de lo que sabe. Ya no tiene necesidad de contarlo todo, así como tampoco de escuchar explicaciones adultas. Tanto es así que el manual de educación sexual que supiera espiar sabrá revelarse como una consulta insuficiente. Cambió su piel, tanto como la yarará: ahora y por eso –según Mario- también más peligrosa.

Julia Solomonoff: entrevista


Apena saber de la injusticia que significa que un film sólo conozca una semana de exhibición. Nunca estará demás recordar que la realidad de pantalla para las películas argentinas no está garantizada ni respetada.
El último verano de la boyita, de Julia Solomonoff, ya no está en los cines de Rosario. Aquí las palabras de la realizadora de este film admirable.


Emitido por Linterna Mágica el 28/08/2009

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Eduardo Sacheri: La pregunta de sus ojos (Alfaguara, 2009)


Miradas que nos recuerdan


La pregunta de sus ojos
Eduardo Sacheri
Alfagura, Buenos Aires
, 2009
ISBN: 978-987-04-1276-2
Código: 54107
Colección: Hispánica
320 páginas
$ 49



Por qué no pensar a La pregunta de sus ojos como el libro dentro del libro. Como el juego espejado que propone la literatura. Donde nos miramos y desde donde, también, miramos. Más, agregar, el otro espejamiento que a su vez significa el film de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos (2009), como modo de mirar cine y literatura, dos caras de un mismo problema que fascina. Pero ése es otro tema.
El libro de Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967) tiene que ver con el autor y no. Porque se relaciona con la vida de los juzgados, y esto es algo que Sacheri, por experiencia, conoce y nos cuenta. También porque el empleado quiere escribir un libro y, en última instancia, uno podría también pensar que ese libro es el que tenemos entre las manos ahora.
Y a su vez descubrir que, aunque cierto, todo ello no es más que un artilugio del que bien podríamos prescindir para la lectura. Entonces ocurre lo mejor. Nos adentramos en la historia de Chaparro y sus problemas y sus ganas. La literatura aparece en la vida de este hombre jubilado como modo de resolver deudas pendientes. Allí donde hubo un caso que su recuerdo todavía guarda, parece haber algo que contar. Más el inevitable revolver de subtramas, pequeños elementos que sirven a la historia principal y sin los cuales no habría interés. Y si bien alguno de estos elementos sea casi pequeño, apenas sugerido, habla más de Chaparro que cualquier otra cosa. Porque hay una historia de amor sin saldar que apenas sobrevuela el relato. Ese apenas es, como literariamente suele ocurrir, lo que mejor nos dice, sea de Chaparro o del libro todo.
La pregunta de sus ojos tiene la capacidad de referirnos un capítulo turbulento, por lo argentino y dictatorial, durante aquellos años previos e inmediatos al golpe del ’76. Utiliza recursos que nos remiten a una mirada negra, de crónica de pasillos de juzgados y de pesquisas deductivas y, algunas, intuitivas. La mirada que desprenden los ojos de una fotografía puede ser más reveladora que el testimonio mejor. Allí es donde sabe mirar Chaparro y, por ello, aprender a escribir una novela. Es así que verdad y ficción se entretejen, como siempre. Y porque la ficción gana, la verdad junto con ella.
El caso que conmociona a Chaparro, para toda su vida y para el argumento de su novela, es el de la violación de una chica pero, debiéramos pensar también, el de la mirada del viudo joven. ¿Qué guarda ese mirar para soportar tanto dolor? ¿Qué más dice? Y a partir de allí el vínculo con otras miradas. Atreverse a mirar en ellas despierta el interés literario y, tal vez bien dicho, también la justicia poética.
Porque en el libro de Sacheri los problemas se van a tener que confrontar. Allí donde la situación es cúlmine, el libro sabrá omitir páginas. Mejor intuir lo que las miradas guardan. Y donde más espera uno encontrar respuestas -interés de suspense que gradualmente nos embarga- descubrir un desenlace que cierra un ciclo y nos abre a otras páginas, ya no escritas. Final que, arriesgo a señalar, es más afortunado que el que nos propone la versión del film y de mejor alegoría.

Eduardo Sacheri: entrevista


En diálogo con la Linterna, Eduardo Sacheri comenta su experiencia de escritura cinematográfica en El secreto de sus ojos, los problemas entre la literatura y el cine y –cifradamente- las sutiles diferencias de desenlace entre Chaparro y Espósito, es decir, entre su libro y la película de Juan José Campanella.

Emitido en
Linterna Mágica el 28/08/2009


miércoles, 2 de septiembre de 2009

Misha Aster: La orquesta del Reich (Edhasa, 2009)


Músicos en manos del Estado


La orquesta del Reich
La Filarmónica de Berlín y el nacionalsocialismo
Misha Aster
Edhasa
280 páginas
Argentina: $ 59.00
Resto del mundo: U$S 19.67




"Nos consideran buenos políticos, pero malos amigos de las artes. El futuro demostrará cuán equivocados estaban."
Joseph Goebbels, diario personal (citado en pág. 69)


Quizá una de las maneras que encontremos para introducirnos en este libro sea, justamente, la aproximación particular que nos permite sobre el régimen nazi. La relación compleja, nunca saldada de modo claro, entre el nacionalsocialismo alemán y la Filarmónica de Berlín se revela, a su vez, como lugar para otras –múltiples- aristas.
Entonces, la posibilidad de adentrarnos en ese –cómo decirlo- “otro mundo” fascinante por espeluznante. Porque no hay necesidad de referir el interés inmediato, pegadizo, que la iconografía sobre la Segunda Guerra Mundial genera. Baste para el caso citar la inagotable cantera cinematográfica –con Tarantino como exponente último-, los libros continuos o los coleccionables sobre el tema que inundan una y otra vez los kioskos.
En La orquesta del Reich, título reciente que conocemos a través de Edhasa, el historiador canadiense Misha Aster (1978) desenreda una madeja inmensa. La divide en tantos ovillos como necesita, y dentro de cada uno abreva de manera puntillosa en numerosas fuentes. Es así que nos encontraremos con la historia propia de la orquesta, los motivos que impulsan al vínculo con el gobierno, las figuras de Hitler y –sobre todo- Goebbels, el canon y las disputas que supuso el director Wilhelm Futwängler, la vida interior del grupo, la programación musical, la destilación de los no-arios, las ventajas y las crisis financieras, y un contexto bélico alemán que vive el vaivén entre la euforia ciega y la derrota.
La Filarmónica de Berlín hubo de convertirse, aún cuando su interés independiente pretendía prevalecer, en embajadora cultural del régimen nazi; es más, la Filarmónica hubo de asumir el papel de Orquesta de Hitler, encargada de musicalizar tanto el día de su cumpleaños como sus caprichos (tal como la escucha antojadiza de Bruckner). Lo que nos devela de modo inmediato la corroboración del interés nazi por el arte y la cultura, por su utilización ideológica.
Aquí dos rasgos que se nos vuelven uno mismo: música e ideología. Por una parte nos surge como elemento a atender la discusión respecto de la autonomía defendida por la orquesta, aún como juguete musical del mismo Estado. Furtwängler –mímesis de la Filarmónica- habrá de enfrentar una vez y otra a Goebbels y su Departamento de Propaganda y Educación Popular. Nadie debía modificar ni discutir las elecciones musicales más que el propio director musical. Pero también habrá que pensar que, más allá de la toma de postura de Furtwängler, no dejó por ello de prevalecer una negociación y, finalmente, una adecuación ideológica. Lo señalan los datos: “Después de 1939, los programas de la orquesta mostraban una inclinación más fuerte hacia Beethoven, Bruckner, Brahms, Strauss y Wagner. Al mismo tiempo, se buscaba impedir con todos los medios posibles la música experimental y su influencia desestabilizadora” (p. 194). El arte “degenerado”, de acuerdo con la misma manera retorcida del pensar nazi, no tenía cabida en la Filarmónica. Recién la orquesta podrá abrirse a otras búsquedas, está claro, una vez finalizada la Guerra y sobrevivido tanto al nazismo como al proceso de desnazificación.
En este mismo sentido, es cierto que Furtwängler habrá de renunciar en diciembre de 1934 a todos sus cargos oficiales ante la prohibición de la ópera Mathis el pintor, de Hindemith. Pero al año siguiente reanudará sus tareas dentro de la Filarmónica y para la misma presencia de Adolf Hitler. Otra vez el vaivén y, por las dudas, la corroboración de los hechos. Porque agreguemos que, si bien Aster no dedica sus páginas a enjuiciar sino desmenuzar e investigar, inevitablemente se nos plantean situaciones que contrastan con el hacer de Furtwängler: artistas perseguidos o exiliados, más el horror de las leyes raciales y su aplicación. Además también pensar en la situación tirante, nunca libre, que siempre significará el arte y su obediencia al Estado. Los poetas, ya sabía Platón, son peligrosos para la República. Nada de filosofía de las artes en Platón, muchísimo menos todavía en la Alemania nazi.
Y por último, también pensar el carácter de engaño que nos promueve la música. Me viene a la memoria el documental The Pervert’s Guide to Cinema (2006, Sophie Fiennes) escrito y narrado por el filósofo Slavoj Zizek. Allí Zizek plantea el carácter ambiguo de la música, y demuestra cómo una misma banda musical puede obedecer a fines contradictorios. No podemos desprender esta apreciación del recuerdo que también nos provoca el adoctrinamiento de Alex (Malcolm Mc Dowell) en La naranja mecánica (1971, Stanley Kubrick), concretamente durante el horror que a Alex le provoca la utilización de la Novena Sinfonía como correlato de la violencia fílmica y los desfiles del Tercer Reich.

“El objetivo de su transformación en Orquesta del Reich no consistía en cambiar su tradición musical o determinar qué debían tocar, cuándo y para quién. Los jerarcas buscaban, más bien, reforzar las cualidades que le habían ganado fama y aplausos y, al mismo tiempo, abrirla a nuevas capas de oyentes. El régimen necesitaba la legitimación a través de la burguesía –a la que pertenecía la mayor parte de los mismos líderes nazis-, no sólo en un sentido político general, sino también para mantener la imagen y la autoconciencia de la Filarmónica. Sólo si la cultura musical de la orquesta, tanto en sus logros como en su apariencia, se mantenía intacta, podía ser útil para los fines de la propaganda.” (p. 143)