lunes, 31 de enero de 2011

La casa muda (2010, Gustavo Hernández)


Una casa maldita y uruguaya


La casa muda
Uruguay, 2010. Dirección: Gustavo Hernández. Guión: Oscar Estévez, Gustavo Hernández, Gustavo Rojo. Fotografía: Pedro Luque. Música: Hernán González. Montaje: Gustavo Hernández. Intérpretes: Florencia Colucci, Abel Tripaldi, Gustavo Alonso, María Paz Salazar, Patricia Silveira, Emiliana Nuñez. Duración: 79 minutos.

Por Leandro Arteaga


Hay elementos, curiosidades, que revisten a La casa muda de cierto interés. Es decir, se trata de una producción uruguaya, inscripta en el género terror, y resuelta desde la utilización del plano secuencia, esto es: la cámara filma ininterrumpidamente, sin la utilización del corte de montaje.
De todas formas, en La casa muda el plano secuencia es cierto a medias, ya que existen algunos cortes disimulados, otros evidentes, con el fin de hacer creíble la continuidad del tiempo real. Pero ello no es algo que, precisamente, moleste la visión del film. En todo caso, la pregunta mejor es: ¿por qué la utilización de este recurso narrativo?
Antes de aproximar alguna respuesta, señalar que La casa muda –que juega su historia desde una supuesta fuente verídica– narra la estancia de un padre y su hija adolescente durante una noche (o atardecer tardío, si se permite tal expresión, aún cuando esto no está muy claro, ya que el exterior es más o menos diurno y en los interiores el sonido devuelve ecos de grillos) en una casona en medio del campo. Allí realizarán un trabajo de restauración del lugar para su venta, a manos de un propietario que también tendrá un rol significativo dentro del film.
El plano secuencia nos introduce argumentalmente desde el protagónico de Laura (Florencia Colucci), ingresamos junto con ella en la casa y su oscuridad, de manera tal que el crescendo del suspense y sus golpes de efecto (ruidos, golpes, la desaparición del padre) deberán sostenerse desde Laura y sus gimoteos. Los cuales, lamentablemente, restan credibilidad para un verosímil que se interrumpe en varias ocasiones, sea tanto desde la acción precipitada como en la situación de muerte que la protagonista rápidamente debe asumir.
Es por ello que la utilización del plano secuencia no beneficia necesariamente al film sino, antes bien, prácticamente obra en contra de su propósito. Al no permitir la elipsis, la sucesión temporal real obliga, en este caso, a un suspense elaborado de manera repentina, sin la gracia con la cual –vamos al ejemplo extremo y mejor– el propio Hitchcock lo tejiera a partir de Festín diabólico (1948). Es que, justamente, lo que en Hitchcock –y de acuerdo con Deleuze– es un telar que cobra su forma plano tras plano, en el caso de La casa muda la utilización del plano secuencia no tiene más justificativo que el de servir a un oportunismo estético o a la gracia publicitaria.
Aún cuando el realizador mismo, Gustavo Hernández, haya insistido en el logro de un “miedo real en tiempo real”, éste no deja de funcionar más que como slogan. Lo que se suma a un argumento que, si bien pretendidamente, reúne presencias físicas y metafísicas de manera poco clara, a la manera de piezas de un rompecabezas forzado -las fotografías Polaroid, las pinturas sin rostro–, dispuestas de forma evidente, con el fin de proponer índices de una resolución que sorprenda. La confusión consecuente buscará ser resuelta, de hecho, desde el subrayado que supone la última toma de la película.

sábado, 29 de enero de 2011

Joe Hill: Cuernos (2010, Suma de Letras)


Con olor a azufre



Cuernos
(Hornes)
Joe Hill
Suma de Letras
Bs. As., 2010


La premisa primera, que
rápido habrá que escribir para también descartar –aunque en vano ignorar- es que con algo de varita maléfica debe haber sido bendecido Joe Hill, hijo de veras –y según se corrobora, a su vez literario- del gran Stephen King.
Pero es argumento del propio Hill, tal como se percibe desde la información de tapas y contratapas de cualquiera de sus tres libros (El traje del muerto, Fantasmas, Cuernos, todos editados por Suma de Letras), el mantenerse alejado de tal referencia, que bien podría ser asimilada por tantos escritores que ya estarían soñando un parentesco similar. Es por ello que Hill, más allá de King, o a propósito de él, qué tanto importa, brilla de manera cada vez mejor entre tanta letra endiablada.
Cuernos está muy bien, y su primera parte brilla como lo mejor. Ig se mira frente al espejo e indaga incrédulo las dos protuberancias que asoman de su cabeza y de a poco, cada vez más, con la forma clara de dos cuernos. ¿Qué es lo que habrá hecho durante la noche de borrachera que ahora le impide el recuerdo? ¿Qué reacciones tendrán quienes lo rodean, con quienes se encuentre? ¿Verán lo mismo que él? Aunque, en verdad, no es su apariencia nueva lo que sobresalta sino, antes bien, su sola presencia. Algo raro y podrido ha ocurrido.
Todo ello entre tantos pueblerinos tan típicamente “americanos” -si bien Ig uno de ellos-, todos de brillos que arañan superficies, que guardan apariencias, que se descubren como parte de una intriga mayor, capaz de ahondar en fosas abismales, con una pequeña casita de árbol como recuerdo fantasma de una promesa de amor, de cielo perdido y de infierno asumido. Allí la clave, el lugar troncal, desde el cual se enhebra la historia de muerte, amor y maldición de Ig y de todos.
Así como su padre (de acuerdo, sólo mencionar a King una vez más), Hill toma sus personajes del entorno americano medio, de vida bucólica y, a la manera de un Bradbury diabólico, desanuda sus pulsiones más procaces: hijos no deseados, males deseados, amores contrariados, secretos aberrantes. Es así que un dueto de amistad de toda la vida guarda rencores retorcidos para Ig, ingenuidad de la que el protagonista se liberará de a poco, entre la admiración de éxito que su hermano ha generado, las veleidades políticas y retóricas de un viejo amigo, y la repulsión que su presencia provoca, sobre todo y entre todos, a sus propios padres, los primeros en servir como devotos a los resplandores vanos de las pantallas televisoras y del qué dirán de sus pares.
El ingreso al mundo de Cuernos será puerta irresistible hacia una indagación mayor, con flashbacks que aclaren, que sumen piezas, que oficien como racconto hacia una resolución que encastre las partes distintas y que permita, como se debe, la asunción cabal del diablo porque, a no olvidar: de cuernos finalmente se trata.
Admirablemente, Hill puede volver verosímil su historia de azufre, tridente y travesti (sí, travesti), desde lugares tan comunes como próximos, con una narrativa que se desenvuelve de manera cómoda, si bien con un desenlace demasiado extendido. Ig, el demonio precoz de Hill, es –puede señalarse- similar en su fisonomía al cruce que supondría, para quien aquí imagina, el Satán que interpretara Richard Devon en The Undead (1957), uno de esos encantos fílmicos de Roger Corman, con el que corporizara Tim Curry en Legend (1985, Ridley Scott). Diablo a go-go, cursi, despiadado y sentimental, visto como una aparición pero escondido en todos los que dicen no verle.
Puede también proponerse que es un inconfundible encanto circa años ’50 el que corroe, de forma añeja y maldita, el espíritu pueblerino, de ambientación actual, del libro de Hill. Es que la referencia espiritual a los ’50, que emana de la figura del pueblito ordenado y risueño, oficia como una suerte de cápsula de tiempo que la misma narrativa norteamericana ha elaborado, como lugar desde el que mirar y mirarse tantas veces sea necesario. Como si se tratase de un pequeño paraíso perdido –mejor: mentido y macarthysta- del que los Estados Unidos abrevan una vez y otra.
Como emanación final, entonces, el diablo de Ig. Y la novela Cuernos como un manto de luces oscuras, de una redención que sus personajes solo podrán alcanzar desde el reconocimiento interno de la (su) otredad.

lunes, 24 de enero de 2011

La epidemia (The Crazies, 2010, Breck Eisner)


Postales de un mundo que ha caído


La epidemia
(The Crazies)
EE.UU./Emiratos Árabes, 2010. Dirección: Breck Eisner. Guión: Scott Kosar, Ray Wright. Fotografía: Maxime Alexandre. Música: Mark Isham. Montaje: Billy Fox. Intépretes: Timothy Olyphant, Radha Mitchell, Joe Anderson, Danielle Panabaker, Christie Lynn Smith, Brett Rickaby. Duración: 101 minutos.

Por Leandro Arteaga


Entre tantas películas parecidas entres sí, muchas de ellas remakes innecesarias, se sitúa La epidemia, y si bien remake ella también, oficia de manera honrosa ante su predecesora, a la vez que actualiza mismos temores y de buenas maneras.
Versión de The Crazies (1973), film de culto y B del gran George Romero (La noche de los muertos vivos, Creepshow), La epidemia se presenta como título apenas pensado y burdo respecto de la ambigüedad original; quizá como parte de una misma maldición, ya que el film de Romero (también productor ejecutivo de esta remake) hubo de ser editado en VHS en nuestro país como “Contaminator”, todo un delirio.
La artesanía del film original, circunscripta a la tematización usual de Romero en torno a los miedos sociales, la manipulación mediática, la falibilidad militar, es recreada en La epidemia desde consonancias temáticas pero ligadas, de manera conciente, a otro contexto, lo que permite leer la alerta descripta por tantos films similares en los años ’70 (Las colinas tienen ojos, de Wes Craven; El amanecer de los muertos, del propio Romero) como ratificación de una realidad cierta, todavía presente.
El comienzo mismo sitúa en llamas al pueblito ideal y norteamericano de Ogden Marsh. Desde el recurso del racconto el film explicará el desastre, a través de la elección inicial de una perfecta situación de desajuste: en medio del festivo inicio de la temporada de béisbol, el “borracho” del pueblo ingresa con un arma al campo de juego y obliga a la resolución inmediata del sheriff (Timothy Olyphant). A partir de allí, la asunción (anti)heroica del personaje, con una caída que se pronuncia cada vez más, como víctima de una gran conspiración que comienza a dejarse entender pero nunca ver. Los ojos que mejor y más observan, de hecho, serán los que inicien y cierren el relato.
La regla orgánica de toda película norteamericana obliga a la preservación de la especie. El bueno del sheriff tiene, como corresponde e irónicamente, a su “esposa modelo” (es doctora) embarazada. Pero luego de todo lo que el espectador podrá apreciar, difícilmente puedan atisbarse seguridades de procreación. Como si se tratase de una reacción en cadena en donde la primera pieza caída vuelve ya inevitable el derrumbe final.
Es por eso que, más allá de algunos golpes de efecto tontos y acordes con un cine de terror trillado (sustos musicales abruptos que no dicen ni aportan nada), La epidemia sabe estar a la altura espiritual de su film fuente: el sueño americano es una tontería y las víctimas son, en última instancia, sus principales defensores. Una situación similar a la que experimenta por estos días el personaje de Rick (Andrew Lincoln), también policía, en la serie televisiva The Walking Dead. Allí, toda la sociedad ya ha caído. Es entre sus restos de cocacolas sobrevivientes donde habrá de perpetuarse algo, aunque no se sepa muy bien qué.

miércoles, 12 de enero de 2011

Paul Auster: Sunset Park (Anagrama, 2010)


Planeta Auster, otra vuelta más



Sunset Park
Paul Auster
Anagrama
Barcelona, 2010



Por Leandro Arteaga



Serán varias las virtudes idénticas, templadas desde tantos títulos, las que puedan citarse respecto de Sunset Park, último libro de Paul Auster: paralelismos, azares que no serían casuales –o sí-, espejismos o espejamientos, búsquedas personales, sujetos perdidos que se (re)encuentran, y tanto más. Pero, sobre todo, distinguir la habilidad narrativa inoxidable del autor, provista por la sabiduría del saber contar historias. En este aspecto, el último libro de Auster será tan bueno como cualquiera de los ya escritos, de los ya leídos.
Sunset Park es lugar de desolación, que se reitera entre una América de posguerra circa años ’40 y otra que sobrevive, con traspiés y alicaída, a la era Bush. Desencanto por partes iguales, simulaciones de alegrías, y la lección nunca aprendida acerca del arte como mirada alerta, que preludia estas situaciones para los oídos sordos, para las miradas vacías, de tantas generaciones.
En este lugar bisagra sitúa Auster a Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946), el film maestro de William Wyler, objeto de estudio de una de sus protagonistas, Alice (el espejo acompaña los ecos de su nombre), obcecada -y con ella nosotros, allí tanto placer cinéfilo- en todos y cada uno de los posibles detalles que el film mantiene vigentes. Lectura de devoción por el cine –que en Auster es siempre arte y parte- que arroja no sólo hacia el meollo mismo de Sunset Park, sino que se convierte en uno de los mejores ejercicios que sobre la película de Wyler puedan leerse. En suma, leer Sunset Park es también volver a mirar, revisitar, Los mejores años…; a partir de allí, ver y rever el film de Wyler desde la capa de lectura que provee Auster, en un juego dialógico que tanto gusta, que tanto se necesita.
Sunset Park encuentra su eje en el personaje de Miles Heller, adolescente tardío, o apenas adulto, o que comienza a darse cuenta de que ya lo es, que descubre el placer de vivir como ocupante ilegal, habitante de un edificio desechado por la memoria de una Estados Unidos que ya no posee, justamente, este rasgo. Miles vive junto a un grupo de amigos de historias distintas, aunque todas parte de un mismo entorno, de una misma y gran vida. En el medio de este agujero que el transcurrir diario olvida, Miles procura recordar para sobrevivir. Su oficio fotográfico lo lleva a atender a los detalles pequeños, a los restos de vidas que han ocurrido, que habitan el olvido de habitaciones vacías, que la lente de Miles captura y conecta con sentidos que nunca fueron pedidos. Pero es ésa, justamente, la tarea de la memoria, su artificio constitutivo, su elíxir de vida; la lección aprendida, en suma, gracias a la tarea de ‘Auggie’ Wren (Harvey Keitel) en Cigarros (Smoke, 1995, W. Wang): tan bella, tan necesaria de volver a ver, gracias a quienes asumen la tarea de custodiar –desde una cámara fotográfica y una esquina- aquello en lo que los demás no reparan.
Aparece en Miles, como en todo Auster, la herida hacia el padre, el nexo no resuelto entre dos historias que, se sabe, son una. La herida que duele, la cicatriz que debe quedar, las historias que se bifurcan y que se atraen de acuerdo con el dogma y el deseo de la literatura austeriana. La casa de Sunset Park será lugar de tránsito entre dos instancias, allí podrá habitarse hasta que ambas se resuelvan.
Éstas ocurren, como se percibe, tanto a nivel personal como también general. Si ambas son parte de un mismo transcurrir, de una misma gran historia, la resolución de una conllevará la de la otra. La situación de desencanto social y norteamericano que transpiran las páginas de Sunset Park dará cuenta, al lector perspicaz, de cuál será el espíritu desde el cual se resuelva el libro, más allá de su resolución argumental.
De vuelta, entonces, a Los mejores años de nuestra vida, a la elección misma y engañosa de su título, destinado a una expresión de deseo antes que a una aseveración (1). Situación misma que ratifica al film de Wyler como obra maestra, capaz de promover un interés renovado, de provocar un nuevo libro de uno de los mejores narradores de la literatura norteamericana, y de alertar –como todo obra de arte que se precie de serlo por, justamente, no saberlo- acerca de tanta alegría salobre, vestida con uniformes de medallas multicolores, perfumada de cantos patrios, atiborrada de retórica vacía.
Es por todo ello que el sinsabor al que arroja Sunset Park culmina por ser, paradójicamente y en virtud de su degustación, hálito vivificante; así como también ocurría y ocurre con el film de Wyler. El arte responde a contextos definidos para romper con cualquiera de sus barreras o fronteras, sean sociales, culturales, temporales. Es así que Sunset Park se vuelve lectura de los años de la posguerra americana y Los mejores años de nuestra vida mirada agria sobre el presente.
Casualidad austeriana.


(1) Situación nada casual que se asemeja a la que también experimenta la obra maestra de Frank Capra: Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life), también de 1946, y que sabe cómo sintetizar el espíritu falsamente feliz de la posguerra americana desde su insuperable George Bailey (James Stewart), ánima de un mundo que se ha desmoronado y que debe encontrar la manera de reconstruirse, de redimirse.

lunes, 10 de enero de 2011

Machete (2009, R. Rodríguez, Ethan Maniquis)


El único héroe mexicano posible

Machete
EE.UU., 2010. Dirección: Robert Rodríguez, Ethan Maniquis. Guión: Robert y Alvaro Rodríguez, Fotografía: Jimmy Lindsey. Montaje: Robert y Rebecca Rodríguez. Música: John Debney, Carl Thiel. Intépretes: Dany Trejo, Jessica Alba, Robert DeNiro, Steven Seagal, Don Johnson, Michelle Rodríguez, Cheech Marin, Tom Savini, Lindsay Lohan. Duración: 105 minutos.


Por Leandro Arteaga

Machete se parece a muchas cosas y, a la vez, a muy poco. Se parece a muchísimo cine de los años '70, a mucho del trash y de la serie B que tanto su realizador, Robert Rodríguez, como Quentin Tarantino consumen e idolatran. Y a su vez, no se parece a nada, por ser una rara avis dentro del mundo de cine torpe y bienintencionado que produce actualmente Estados Unidos.
En otras palabras, Machete es incorrecta, tanto política como narrativamente. Tiene sobreabundancia de situaciones, cierta vacilación narrativa, pero al mismo tiempo es todo ello lo que la vuelve -por ser deudora de tanto cine de matinée barato- encantadora y bien filmada. Es un espíritu de celuloide rayado, sucio, el que corroe el rostro agrietado de Danny Trejo, ninguno más que él para ser Machete.
El Machete de Trejo/Rodríguez es juego de referencia cinéfila, de divertimento bizarro, también es mirada crítica, sin doble discurso ni altanería que declame. En este sentido, Machete encarna al único superhéroe mexicano posible, deudor de Santo, el Enmascarado de Plata. Como tantos de su estirpe, es la tragedia la que sacude a Machete hacia la venganza personal y, sobre todo, hacia la revuelta social.
Todo esto contado con el desenfado mayor, con la ridiculez como manera inteligente de burla. Por un lado, las caracterizaciones de los recuperados y vintage Steven Seagal y Don Johnson, ecos de films parecidos pero regurgitados por la maquinaria Rodríguez. Por otro lado, el gran Robert De Niro como hace tiempo no hace algo similar: el fascista senador republicano John McLaughlin, quien sonríe mientras asesina mexicanos ilegales, como si de cucarachas y gusanos se tratase. Y por último, las chicas que atraviesan el film, ufanadas de competir por el encanto sexual del héroe de la película: Jessica Alba, Michelle Rodríguez, y una Lindsay Lohan que demuestra haber perdido todo mínimo reparo, vestida como la monja letal que Disney pretende negar haber traído al mundo.
Por esas rarezas circunstanciales, la denominada Ley de Arizona contra los inmigrantes ha dado la razón al contenido del film de Rodríguez. Como si se tratase de una reacción violenta hacia lo que dicha ley significa -si bien promulgada posteriormente-, el Machete de Trejo tiene una respuesta posible y, por lo que parece, hasta amenaza con continuarla en secuelas. Machete se erige, sin que se lo proponga, como denuncia eficaz ante la insensatez peligrosa de tantos discursos serios, acunados por una corrección política que amenaza con convertirse en el veneno más poderoso.

lunes, 3 de enero de 2011

Balance Cine 2010


Cine en Rosario 2010


Una pantalla de contenidos divididos


Por Leandro Arteaga

La tendencia que se vislumbrara, de un tiempo a esta parte, ya es realidad palpable en la cartelera rosarina. Es decir: una cartelera comercial plagada de títulos iguales, de taquilla “segura”, y con una considerable merma en cuanto al número de estrenos (aunque no en cantidad de copias: entre dos y cuatro de una misma película –caso Harry Potter- por complejo de cines). Pero también: una cartelera alternativa, que continúa una tarea plural, desde el quehacer de Cine Club Rosario y sus pre-estrenos, o desde el admirable Cine Madre Cabrini, atento siempre a revisitar tantos clásicos que no deben olvidarse.
Desde esta situación dual, y en ratificación de la democracia audiovisual, emergen las pantallas de Cine Arteón y, sobre todo, la de Cine El Cairo. En el primer caso, dando cabida a films postergados, con ciclos recientes dedicados a repasar el buen cine; en el segundo caso, desde una labor infatigable que ha conjugado, a lo largo del año, estrenos (La cinta blanca, de M. Haneke; Luz silenciosa, de C. Reygadas; dos de los mejores films del año) ciclos (“El documental del mes”, de carácter internacional), films de ingreso gratuito, entradas económicas, calidad impecable de proyección, además de sumar su pantalla al cada vez mejor Festival Latinoamericano de Video Rosario, así como a la muestra local Bafici Rosario, que organiza Calanda Producciones.
Gracias a este amor por el cine, es que podemos disfrutar de una diversidad que, si dependiera de la pantalla comercial, nos limitaría de manera drástica. Situación que las ediciones en DVD permiten, al menos, también paliar; tal como sucediera con títulos admirables como Donde viven los monstruos (Spike Jonze) y sus desmanes infanto-monstruosos, Los límites del control (Jim Jarmusch) y su poética hipnótica, o Francia (Israel Caetano) y su sencillez maestra, de gran cine, todas inéditas en las pantallas grandes.
Respecto del trazado que supone el recuerdo fílmico, pocas veces comenzó mejor un año como el que se fue, con un Martin Scorsese en plena forma: La isla siniestra supo devolver el mejor cine de Hollywood, como el que se filmaba hace más de media década; paranoias y patriotismo en quiebra, con la rúbrica del gran Marty. Desolación que pudo también respirarse en La carretera (John Hillcoat), sobre novela de Cormac McCarthy; paranoia de la que supo también revestirse El escritor oculto, con un Roman Polanski de pulso maestro. De manera tardía, pudo también verse Samarra (2007), demoledor alegato anti-bélico de Brian De Palma, situado en las antípodas de lo que supusiera Vivir al límite, de Kathryn Bigelow (con Oscar incluido). Los hermanos Joel y Ethan Coen filmaron uno de sus mejores títulos –Un hombre serio-, una mirada que corroe, desde sismos pequeños, a todo un mundo –el “americano”-; así como desde otra mirada lo propone Tom Ford en su extraordinaria ópera prima Un hombre solo, con un impagable Colin Firth.
Los grandes nombres de Polanski, De Palma, Scorsese, continúan su lista en Alain Resnais y Las hierbas salvajes –tour de force de estructura jazzística-, en Agnes Varda y Las playas de Agnes –bella, vital, una poesía de arenas-, en Werner Herzog y su Maldito policía en New Orleans –lisérgica, con el mejor Nicolas Cage-, en Marco Bellocchio y Vincere –espejo retorcido de una sociedad que se congela en una mueca fascista, escalofriante-, en los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne con Rosetta –de estreno demasiado tardío (1999), pero afortunadamente vista en pantalla grande-.
El hombre de al lado supuso la ratificación cinematográfica del dueto Mariano Cohn/Gastón Duprat, desde una construcción narrativa puntillosa, de espejamientos y recelos, de estructura social hipócrita, una gran película. También destacó Sin retorno, de Miguel Cohan, uno de los mejores thrillers noir que puedan haberse filmado en Argentina, con una oscuridad sugerida que en Carancho (Pablo Trapero) sabe florecer de modo más drástico y explícitamente violento.
No puede obviarse esa costumbre festiva que toda película Pixar supone, en este caso Toy Story 3, de una capacidad de asombro que el espectador agradece, entre tanta tontería presumiblemente “para niños”. También Red social, con un David Fincher que se rehabilita con un gran fresco generacional, tras esa debacle espantosa que fuera El curioso caso de Benjamin Button. Más El hombre lobo, y su puesta al día y clásica de uno de los monstruos más queribles.
Y por último, la gracia incorrecta de Machete, de Robert Rodríguez, un superhéroe mucho más cool y sincero que cualquier otro. Con la promesa en firme de reincidir con secuelas. Que así sea.

También en Rosario/12 (03/01/2011)

Ver Balance 2010 de críticos de cine
de la ciudad en Espaciocine (Fernando Varea)