Una casa maldita y uruguaya
La casa muda
Uruguay, 2010. Dirección: Gustavo Hernández. Guión: Oscar Estévez, Gustavo Hernández, Gustavo Rojo. Fotografía: Pedro Luque. Música: Hernán González. Montaje: Gustavo Hernández. Intérpretes: Florencia Colucci, Abel Tripaldi, Gustavo Alonso, María Paz Salazar, Patricia Silveira, Emiliana Nuñez. Duración: 79 minutos.
Por Leandro Arteaga
Hay elementos, curiosidades, que revisten a La casa muda de cierto interés. Es decir, se trata de una producción uruguaya, inscripta en el género terror, y resuelta desde la utilización del plano secuencia, esto es: la cámara filma ininterrumpidamente, sin la utilización del corte de montaje.
De todas formas, en La casa muda el plano secuencia es cierto a medias, ya que existen algunos cortes disimulados, otros evidentes, con el fin de hacer creíble la continuidad del tiempo real. Pero ello no es algo que, precisamente, moleste la visión del film. En todo caso, la pregunta mejor es: ¿por qué la utilización de este recurso narrativo?
Antes de aproximar alguna respuesta, señalar que La casa muda –que juega su historia desde una supuesta fuente verídica– narra la estancia de un padre y su hija adolescente durante una noche (o atardecer tardío, si se permite tal expresión, aún cuando esto no está muy claro, ya que el exterior es más o menos diurno y en los interiores el sonido devuelve ecos de grillos) en una casona en medio del campo. Allí realizarán un trabajo de restauración del lugar para su venta, a manos de un propietario que también tendrá un rol significativo dentro del film.
El plano secuencia nos introduce argumentalmente desde el protagónico de Laura (Florencia Colucci), ingresamos junto con ella en la casa y su oscuridad, de manera tal que el crescendo del suspense y sus golpes de efecto (ruidos, golpes, la desaparición del padre) deberán sostenerse desde Laura y sus gimoteos. Los cuales, lamentablemente, restan credibilidad para un verosímil que se interrumpe en varias ocasiones, sea tanto desde la acción precipitada como en la situación de muerte que la protagonista rápidamente debe asumir.
Es por ello que la utilización del plano secuencia no beneficia necesariamente al film sino, antes bien, prácticamente obra en contra de su propósito. Al no permitir la elipsis, la sucesión temporal real obliga, en este caso, a un suspense elaborado de manera repentina, sin la gracia con la cual –vamos al ejemplo extremo y mejor– el propio Hitchcock lo tejiera a partir de Festín diabólico (1948). Es que, justamente, lo que en Hitchcock –y de acuerdo con Deleuze– es un telar que cobra su forma plano tras plano, en el caso de La casa muda la utilización del plano secuencia no tiene más justificativo que el de servir a un oportunismo estético o a la gracia publicitaria.
Aún cuando el realizador mismo, Gustavo Hernández, haya insistido en el logro de un “miedo real en tiempo real”, éste no deja de funcionar más que como slogan. Lo que se suma a un argumento que, si bien pretendidamente, reúne presencias físicas y metafísicas de manera poco clara, a la manera de piezas de un rompecabezas forzado -las fotografías Polaroid, las pinturas sin rostro–, dispuestas de forma evidente, con el fin de proponer índices de una resolución que sorprenda. La confusión consecuente buscará ser resuelta, de hecho, desde el subrayado que supone la última toma de la película.
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