Planeta Auster, otra vuelta más
Sunset Park
Paul Auster
Anagrama
Barcelona, 2010
Por Leandro Arteaga
Serán varias las virtudes idénticas, templadas desde tantos títulos, las que puedan citarse respecto de Sunset Park, último libro de Paul Auster: paralelismos, azares que no serían casuales –o sí-, espejismos o espejamientos, búsquedas personales, sujetos perdidos que se (re)encuentran, y tanto más. Pero, sobre todo, distinguir la habilidad narrativa inoxidable del autor, provista por la sabiduría del saber contar historias. En este aspecto, el último libro de Auster será tan bueno como cualquiera de los ya escritos, de los ya leídos.
Sunset Park es lugar de desolación, que se reitera entre una América de posguerra circa años ’40 y otra que sobrevive, con traspiés y alicaída, a la era Bush. Desencanto por partes iguales, simulaciones de alegrías, y la lección nunca aprendida acerca del arte como mirada alerta, que preludia estas situaciones para los oídos sordos, para las miradas vacías, de tantas generaciones.
En este lugar bisagra sitúa Auster a Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946), el film maestro de William Wyler, objeto de estudio de una de sus protagonistas, Alice (el espejo acompaña los ecos de su nombre), obcecada -y con ella nosotros, allí tanto placer cinéfilo- en todos y cada uno de los posibles detalles que el film mantiene vigentes. Lectura de devoción por el cine –que en Auster es siempre arte y parte- que arroja no sólo hacia el meollo mismo de Sunset Park, sino que se convierte en uno de los mejores ejercicios que sobre la película de Wyler puedan leerse. En suma, leer Sunset Park es también volver a mirar, revisitar, Los mejores años…; a partir de allí, ver y rever el film de Wyler desde la capa de lectura que provee Auster, en un juego dialógico que tanto gusta, que tanto se necesita.
Sunset Park encuentra su eje en el personaje de Miles Heller, adolescente tardío, o apenas adulto, o que comienza a darse cuenta de que ya lo es, que descubre el placer de vivir como ocupante ilegal, habitante de un edificio desechado por la memoria de una Estados Unidos que ya no posee, justamente, este rasgo. Miles vive junto a un grupo de amigos de historias distintas, aunque todas parte de un mismo entorno, de una misma y gran vida. En el medio de este agujero que el transcurrir diario olvida, Miles procura recordar para sobrevivir. Su oficio fotográfico lo lleva a atender a los detalles pequeños, a los restos de vidas que han ocurrido, que habitan el olvido de habitaciones vacías, que la lente de Miles captura y conecta con sentidos que nunca fueron pedidos. Pero es ésa, justamente, la tarea de la memoria, su artificio constitutivo, su elíxir de vida; la lección aprendida, en suma, gracias a la tarea de ‘Auggie’ Wren (Harvey Keitel) en Cigarros (Smoke, 1995, W. Wang): tan bella, tan necesaria de volver a ver, gracias a quienes asumen la tarea de custodiar –desde una cámara fotográfica y una esquina- aquello en lo que los demás no reparan.
Aparece en Miles, como en todo Auster, la herida hacia el padre, el nexo no resuelto entre dos historias que, se sabe, son una. La herida que duele, la cicatriz que debe quedar, las historias que se bifurcan y que se atraen de acuerdo con el dogma y el deseo de la literatura austeriana. La casa de Sunset Park será lugar de tránsito entre dos instancias, allí podrá habitarse hasta que ambas se resuelvan.
Éstas ocurren, como se percibe, tanto a nivel personal como también general. Si ambas son parte de un mismo transcurrir, de una misma gran historia, la resolución de una conllevará la de la otra. La situación de desencanto social y norteamericano que transpiran las páginas de Sunset Park dará cuenta, al lector perspicaz, de cuál será el espíritu desde el cual se resuelva el libro, más allá de su resolución argumental.
De vuelta, entonces, a Los mejores años de nuestra vida, a la elección misma y engañosa de su título, destinado a una expresión de deseo antes que a una aseveración (1). Situación misma que ratifica al film de Wyler como obra maestra, capaz de promover un interés renovado, de provocar un nuevo libro de uno de los mejores narradores de la literatura norteamericana, y de alertar –como todo obra de arte que se precie de serlo por, justamente, no saberlo- acerca de tanta alegría salobre, vestida con uniformes de medallas multicolores, perfumada de cantos patrios, atiborrada de retórica vacía.
Es por todo ello que el sinsabor al que arroja Sunset Park culmina por ser, paradójicamente y en virtud de su degustación, hálito vivificante; así como también ocurría y ocurre con el film de Wyler. El arte responde a contextos definidos para romper con cualquiera de sus barreras o fronteras, sean sociales, culturales, temporales. Es así que Sunset Park se vuelve lectura de los años de la posguerra americana y Los mejores años de nuestra vida mirada agria sobre el presente.
Casualidad austeriana.
(1) Situación nada casual que se asemeja a la que también experimenta la obra maestra de Frank Capra: Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life), también de 1946, y que sabe cómo sintetizar el espíritu falsamente feliz de la posguerra americana desde su insuperable George Bailey (James Stewart), ánima de un mundo que se ha desmoronado y que debe encontrar la manera de reconstruirse, de redimirse.
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