Historias que se pueden tocar
La poética de este director fundamental es la de un mundo de cine. Hundirse en él es para afectarse de una sensibilidad cercana, a veces insoportable. Los tres títulos de acceso gratuito en la web, tres variaciones sobre Ituzaingó.
Por Leandro Arteaga
La oportunidad de acercarse al
cine de Raúl Perrone es fundamental. Porque se trata de una figura de raigambre
para la comprensión del devenir cinematográfico local, todavía antes del
fenómeno que se denominaría "Nuevo cine argentino". Perrone ha
manifestado una temprana comprensión, y consecuente puesta en práctica, de las
posibilidades cinematográficas del momento: técnicas, temáticas, estéticas.
Ituzaingó ha oficiado como su locación esencial, como su espacio que recrear,
hurgar, filmar, narrar. En otras palabras, Ituzaingó como un estado de ánimo,
instalado a partir de una trilogía hoy señera: Labios de churrasco (1994), Graciadió
(1997), 5 pal'peso (1998).
Su ritmo de producción le ha
llevado a un rodaje de, prácticamente, dos películas por año. Trayectoria que,
entre otros premios, le ha significado la distinción como Mejor Director dentro
de la Selección
Oficial Argentina del Bafici 2013, por su film P3ND3JO5. Sus películas no aparecen en
la cartelera comercial, muy raramente en algunos videoclubes, y solamente en
ciertas señales televisivas con criterio de cine. P3ND3JO5, afortunadamente, sí pudo verse en la edición local del
Bafici. Perrone, además, es alguien que detesta el ambiente de cualquier
festival de cine. Prefiere filmar.
De manera tal que la posibilidad
abierta, de acceso libre y gratuito, del portal web de El Cairo Cine Público,
http://www.elcairocinepublico.gob.ar/, es para resaltar. Entre los ciclos de
cine que la novedosa vía web de la entidad ofrece, destaca el denominado
"Tríptico de Raúl Perrone", conformado por Luján (2009), Los actos
cotidianos (2009), Al final la vida
sigue, igual (2010). Los actos
cotidianos participó en la Competencia Argentina del Bafici, mientras que Al final la vida sigue, igual se dio en
carácter de estreno internacional en la Semana de la Crítica Fipresci
2011.
Tres películas que son una sola,
así como tres variaciones sobre un mismo tema o lienzo: Ituzaingó como fondo,
paisaje y escenario, con sus personajes allí delineados. Lo que aparece es una
mirada desesperada, bella, abúlica. Ituzaingó es el lugar adecuado porque puede
ser tan maleable como el realizador quiera. Es decir, el nombre es apenas
referencia; la cámara practica un recorte desde el cual, además de localizar
físicamente, redimensiona vía montaje. Así, Ituzaingó es tan grande como igual
de pequeño. Puede ser el interior de una casa, sus puertas internas, la pared
descascarada, el rostro en un primer plano, y la suma de todo ello.
Desde una comprensión general, el
tríptico de Perrone responde a mismas premisas: planos fijos, de una
composición atenta a lo que les rodea: líneas y puntos y movimientos que
desplazan internamente pero nunca desde la cámara, siempre quieta. Hay un
desglose de los espacios que les interconecta, elipsis mediante, cuando uno de
los personajes visita un lugar que no es el propio. Un entramado de puertas
adentro, laberíntico y permanente, algo agobiante.
Tal permanencia oficia como en el
cine de Yasujiro Ozu: las historias suceden mientras un árbol yergue su figura
con sus siglos precedentes y por venir. Como en cualquiera de los films
referidos, donde la rajadura de la pared que todavía se sostiene, que ha
conocido otras historias de vida, asiste impasible a lo que acontece, como
hecho finalmente pretérito. Escenario de múltiples situaciones, Ituzaingó es un
concepto que esconde simultaneidades, apenas esbozadas por el fuera de campo
sonoro: hay gritos, ruidos, juegos, disparos, ¿quiénes?, ¿de dónde?, ¿por qué?
Desde lo particular, Luján es título y nombre del personaje:
alguien cuya mucha vida le lleva a vivir ya lejos de su familia, catorce hijos,
los nombres todavía en los labios. Vive en casa ajena, paga el hospedaje con
trabajitos internos, visita al amigo albañil; una rutina de días se dibuja desde
la luz de la mañana, el nombre del loro, la comida de los peces, y los
fantasmas de lo que ya no es. La desilusión aparece por momentos, casi se
esfuma, pero está. Y lo genial es cómo lo que pasa es cierto pero tampoco.
Luján es Luján, nadie más podría serlo. Perrone lo captura, lo filma, le pide
con la cámara que diga, y lo que sucede estremece. Ni qué decir cuando la mesa
de familia habla de él, delante suyo, como si fuese el ausente presente, de
quien no hay que cuidar qué decir porque, total, ¿qué va a decir?
Los actos cotidianos ofrece, quizás de manera insistente, una
figura retórica que es nudo, contención, de lo que sus personajes atraviesan.
Es la jaula del pájaro. A la manera de unas muñecas rusas: la casita del pájaro
dentro de la casa mayor. La jaula más grande de la cual nadie sale, tampoco la
cámara. Sólo hay un momento, que tendrá que ver con volver corriendo, adentro,
con algo entre las manos, con el pájaro que encerrar. Mientras tanto, los
diálogos dejan entrever sensaciones, problemas, separaciones, hijos que cuidar.
Desde este lugar, así como en Luján,
lo que sucede se tiñe de imprecisión y sin embargo no. Increíblemente funciona.
No se sabe demasiado bien hacia dónde conduce lo que se dice, con réplicas
atentas al mensaje del celular o el cigarrillo encendido, pero sin embargo se
comprende. Tal como en tantas situaciones cotidianas, donde los puntos
suspensivos dejan espacio suficiente que completar. Mejor todavía cuando el
interlocutor elegido es un niño, la espontaneidad es allí mayúscula. La cámara,
paciente, observa y decide, luego, dónde cortar.
Los primeros planos aparecen en Al final la vida sigue, igual, como
elección que atina a suspender lo que misteriosamente dicen los rostros
elegidos. Hay personajes reiterados, continuados, respecto del film anterior,
pero desde otras aristas, caleidoscópicas, como un tapiz de yuxtaposiciones
donde se vislumbra, por fin, un ánimo desteñido. Cuando se arriba allí, hay sin
embargo alternativas con las que paliarlo: hay metegol, hay birra, hay relatos
que recuerden las salidas con los pibes y las pibas. Tanto para el que las dice
como, sobre todo, para quien las escucha. Muchos cigarrillos esconden, menos
mal, lo que las manos podrían llegar a desocultar. El rostro de quienes fuman
aparece, las más de las veces, como máscaras de ocasión: mirar para otro lado
porque hay que soplar el humo, con la preocupación vuelta mímica, tantas veces
reiterada.
En otras palabras y de manera
genérica, la trilogía de Raúl Perrone es la posibilidad de dejarse afectar por
un mundo de cine profundamente personal, autoral, trascendente, que piensa el
tiempo porque lo deja transcurrir y, cuando hay montaje, lo altera para
profundizar en su misterio. A la vez, quienes quedan allí capturados son sus
personajes, esas personas que aceptan ser registradas en su intimidad, en su
alma, con la rajadura de pared que dice lo que nadie más puede. El espectador,
claro, también queda sujeto de alguna de estas muchas telarañas.
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