La máquina del
tiempo de Wes Anderson
Por
Leandro Arteaga
El colega, amigo, Emilio Bellon supo decir a este
cronista que Un reino bajo la luna es
un “reencuentro con los rompecabezas olvidados en un desván de recuerdos”.
Porque, presume quien escribe, hay siempre una pieza faltante que, por
fundacional, viene al rescate cada vez que se la llama y –a la manera del “rosebud”
wellesiano- articula, desarticula, rearticula, toda vida; esto es, la infancia.
La última película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling) es una invitación al mundo de la niñez, teñido
con algo de infancia, también con una pizca apenas de adolescencia. El marco
está dado por una isla, plena década de los años ’60, entre dos niños de diez
años que elijen dejar sus hogares (familia en un caso, la comunidad boy-scout
en el otro) para encontrarse entre ellos y lejos de los demás, en una aventura
de compañía, de deseo, de vida.
Anderson conoce un derrotero en su obra que le ha
vuelto más y más sensible, si bien no por ello de una estética menos distante.
Es decir, la poética de su cine lo vuelve alguien casi inasible, imprevisible,
con un sentido del humor –que es una concepción de mundo- que desajusta al
espectador más avezado. Si bien esto ya no es algo que necesariamente sorprenda,
no deja de ser una experiencia peculiar volver a asistir a su mundo de acciones
contenidas, réplicas raras, reacciones absurdas. La acción “contenida” viene
dada por la precisión de la puesta en escena: nada librado al azar, cada gesto,
decorado, color y angulación, enuncian un control obsesivo por la forma. Esta
forma es, desde cada plano, una especie de ladrillo desde el que se construye
la película.
Tan perfeccionista ha devenido, que la elección del
stop-motion para El fantástico Sr. Zorro
ha hecho de ella una de sus mejores películas, muy cercana a la delineación que
rodea a Un reino bajo la luna. Es
decir, en su nueva película, Anderson evidencia un manejo tan pleno de todos
los elementos en juego que, no casualmente, hace de ella la prolongación misma
del mundo de maquetas y muñequitos del film previo. Ahora bien, si es distante
su estética no por ello resultará –paradójicamente- menos “cercana”. Porque el
mundo personal, justo, contorneado milimétricamente, de Un reino bajo la luna se asemeja a un arcón escondido, con los
juguetes que uno prefiere dentro. Y puestos a jugar, cada niño es dueño de su
mundo y hace de él lo que quiere y como quiere. Así de “infantilmente
profesional” es el cine de Wes Anderson.
Una vez arrojados los espectadores a su caja de
juegos, las reglas habrán de aceptarse porque, si no, no se puede participar. Y
no participar es, de veras, una pena. Porque hay miradas, dolor, amor, sensaciones,
descubrimiento, color, madera, agua, Hank Williams, adultos niños, niños
adultos, todos/todas piezas del puzzle Anderson. Cada plano, por eso, como el
ladrillito para armar, como el encastre justo para la figura completa. Y lo que
se completa en Un reino bajo la luna es
finalmente inicial porque, por un lado, coincide cíclicamente con los minutos
primeros, y porque también es punto de partida para lo que habrá de sobrevenir
en estos niños de mirada profunda, que han puesto a prueba las lecciones
adultas al reiterar (y resignificar) sus costumbres, al enfrentar y desafiar
por amor, lealtad, y desobediencia.
También porque Anderson sitúa su cámara a la altura
de sus protagonistas. Es una cámara de “adulto niño”. Cercano, por
reminiscencia, a Truffaut, pero en verdad bastante alejado de él. Mientras el
realizador francés descansaba en el hacer espontáneo de los niños (Antoine
Doinel en Los 400 golpes o las
situaciones bellísimas de La piel dura),
en Un reino bajo la luna los niños
son el resultado de un cuento troquelado, cincelados como figuritas de cartón
coloreado. No por ello protagonistas menos personales. La comparación se hace
desde el sólo efecto relacional, en desmedro de ninguno, para la admiración de
ambos.
Podrán descubrirse paralelos, juegos de espejos,
entre lo que sucede entre los niños y lo que pasa a los adultos. Pero desde una
mirada que va y viene, porque si bien hay adultos tontos y torpes (padres y
superiores), también los hay sensibles, afectivos, creíbles. Y también porque
ningún niño es “bueno” o “malo”, y porque todas esas categorías habrán de ser
inculcadas desde el mundo adulto. En última instancia, y también, porque Wes
Anderson se sabe adulto, se recuerda cuando niño, y enhebra todo ello en una
película deliciosa. Tan refrescante para la memoria como lo era para el viejito
protagonista de un cuento de Ray Bradbury encerrarse en su altillo de
recuerdos, convencido como estaba de que era una máquina del tiempo.
¿Hay alguien a quien no le guste viajar en el
tiempo?
Un
reino bajo la luna
(Moonrise
Kingdom) EE.UU.,
2012. Dirección:
Wes Anderson. Guión:
Wes Anderson, Roman Coppola. Fotografía:
Robert D. Yeoman. Música:
Alexandre Desplat. Montaje:
Andrew Weisblum. Intérpretes:
Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jard Gilman, Kara Hayward. Duración:
94 minutos.
9
(nueve) puntos
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