Tres películas
de grandes cineastas
Dentro de la
programación del Festival Latinoamericano de Video, está la posibilidad de
acercarse al mejor cine chileno. Tres buenos ejemplos de cineastas de relieve
como Miguel Littín, Pablo Perelman y Raúl Ruiz.
Esta tarde a las 19, en Museo de la Memoria (Córdoba 2019) se
exhibirá Imagen latente (1988), de
Pablo Perelman. Se trata de una película de relevancia mayúscula, rodada
durante los años de la dictadura de Pinochet. En un primer momento, Imagen latente salió al encuentro de sus
espectadores de manera clandestina, en videocasetes que viajaban de mano en
mano. Felizmente, su estreno pudo formalizarse durante el período democrático,
con una asistencia de público que le validó como un film necesario,
testimonial.
El rasgo vivencial es fibra sensible en Imagen latente, con su eje puesto en la
búsqueda que del hermano desaparecido lleva adelante Pedro (Bastián
Bodenhöffer), un fotógrafo que corre de a poco un velo que le lleva a mirar de
otra manera, a través de su instrumento privilegiado. Así como Lita Stantic
reelabora un capítulo de su historia personal, que es síntesis de angustia
general (si bien narcotizada durante los años menemistas), en Un muro de silencio (1993), el
realizador Pablo Perelman hace lo propio al transcribir en su puesta en escena
la desaparición de su propio hermano, Juan Carlos Perelman, sucedida en 1975.
Imagen latente indaga en la memoria
colectiva así como en la necesidad de su construcción, mientras encuentra su
piedra de toque en la búsqueda y localización del centro clandestino de
detención y tortura de Villa Grimaldi. Para llegar allí, Pedro tendrá que
vérselas con un entramado laberíntico, a la vez que sus fotografías le revelan
preguntas que guardan otras. La experiencia del miedo, que Perelman recrea desde
la alusión, con forma de automóvil siniestro y paranoia tangible, aparece como un
síntoma al que más vale enfrentar. Un film, si se permite tal apreciación,
bellísimo, pleno de sensibilidad.
A las 22.15, El Cairo (Santa Fe 1120) proyectará –a
continuación de la
Competencia Oficial del Festival– el más reciente largometraje
del realizador Miguel Littín. Se trata de Dawson.
Isla 10 (2009), film que habilita al espectador a ahondar en la historia
chilena desde un capítulo sensible. Isla Dawson, justamente, fue utilizada como
campo de concentración a partir del golpe de estado del 11 de septiembre de
1973; allí hacinaron a los ministros y colaboradores del presidente Salvador
Allende.
Entre ellos hubo de figurar el ingeniero Sergio
Bitar (interpretado en el film por Benjamín Vicuña), cuyo libro es el material
base de la película. “Isla 10” apela al nombre impuesto al detenido por los
carceleros, en una numeración que incluía de misma manera a los demás. Dawson. Isla 10 construye, de esta
manera, un micromundo del horror, de una cotidianeidad que se perfila de manera
normativa, con una rutina diaria que hace de ella un mundo alterno, cercano al
que tantos sobrevivientes de experiencias similares supieron retratar: al
margen de todos, en un escenario de espanto compartido, sometidos al vejamen y
los interrogatorios, en el marco de una oportunidad histórica que no pudo ser,
pero que todavía hace eco.
Vale recordar que Miguel Littín tiene en su haber
uno de los más grandes títulos del cine latinoamericano de todos los tiempos: El Chacal de Nahueltoro (1969), un film
insigne que le valió a su director la cercanía al gobierno de Allende, ya que
Littín fue designado Presidente del Directorio de la Empresa del Estado Chile
Films, en 1971. El exilio y derrotero posterior del cineasta, le han labrado
una filmografía que entre premios y distinciones albergan nominaciones al
Festival de Cannes (por Actas de Marusia
y El recurso del método, de 1976 y
1978) y al Oscar de Hollywood (Actas de
Marusia y Alsino y el cóndor, de
1983).
El exilio, de hecho, aparece como lugar inevitable
dentro de las trayectorias de Perelman y Littín, los dos con asilo en México
luego del golpe. Tal vez el film que mejor pueda expresar esta situación, y de
manos de uno de los más grandes realizadores de todos los tiempos, sea Diálogos de exiliados (1975), de Raúl
Ruiz, con proyección mañana a las 18, en El Cairo.
El cine de Raúl Ruiz ha sido premiado en la mayoría
de los más prestigiosos festivales del mundo. El caso de Diálogos de exiliados es el de un film maldito, que se sabe
transgresor y por eso debe sobrellevar las consecuencias. En pleno exilio
chileno en Francia, Ruiz realiza una película-manifiesto de índole perturbadora,
incómoda y compleja, que no contó con la adhesión del público. Entre otros
aspectos, en Diálogos de exiliados no
hay una única línea de pensamiento sino, en todo caso, contraposición de varias
ideas, imbricadas y desesperadas. En última instancia, de lo que se trata es de
padecer la lejanía, ese “lejos, muy lejos” con el que el film decide su inicio.
Desde esta lejanía que el cine acerca, la película
de Ruiz teje su micromundo de angustia, de departamentos atestados y diálogos
apretados. Con un criterio de transición entre las secuencias sin continuidad
necesaria, como si el tiempo se hubiese quebrado, decidido a demorarse más de
la cuenta. Por este paisaje extraño –de tiempo, espacio e idioma alterados–
circulan sus ciudadanos en tránsito, en procura de un accionar que sane un
proceder desmembrado, herido.
Se trata de un film extraordinario, capaz de
testimoniar sobre su época porque tiene la habilidad de haberla transgredido, para
situarse mucho más acá en el tiempo. Exilio que le toca a Chile, pero también a
tantos latinoamericanos, expulsados para encontrarse entre sí, sin saber
demasiado bien acerca de cómo resolver lo que sigue.
Espontaneidad que el cineasta toma como
procedimiento formal, al incorporarla como matriz actoral, donde los diálogos fluyen,
ramifican, convergen. Cuando el cine provoca algo semejante hay grandeza, porque
la cámara captura lo que de veras sucede. La angustia del desarraigo, la
desesperación por querer hacer, atraviesan todos y cada uno de los planos de
esta película emblema.
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