Puertas
secretas y cajones cerrados
Por
Leandro Arteaga
¿Cómo dar cuenta de la mirada y los silencios
femeninos, del persistir de su misterio, a la manera de puntos suspensivos? El
cine puede hacerlo, puede filmarlo. Aún cuando existan –y existen- pautas
premeditadas para la interpretación, para la puesta en escena. Siempre hay algo
más que escapa y que dice y que la cámara registra. No se trata de palabras
dichas sino, antes bien, de lo que no dicen. Tampoco de atrapar en planos-detalle
miradas en raccord, de por sí bellas
o sugerentes. El desafío es descansar en lo que anida, en su mostrarse inasible,
en los gestos apenas.
Abrir puertas
y ventanas
tiene su sostén de argumento. Pero no es éste lo que de veras importa. No porque
carezca de interés para el film –la abuela ha fallecido y las tres nietas,
hermanas, habrán de convivir sin ella y entre ellas-, en todo caso mejor será
indagar, reconocer, los espacios vacíos que aparecen, como grietas que recorren
a los personajes, que los tensan, que les dibujan sonrisas de malestar, con
contención, algo de mesura, entre reacciones violentas y gritos callados.
Las tres mujeres habitan la casa grande. Que la
abuela ya no esté será información posterior, intuida de a poco, sin subrayados.
La casa vieja, también, como gota de tiempo, sin nexo claro con el afuera:
¿cuándo transcurre la acción?, ¿dónde queda el “centro”?, ¿quién es la
“pueblerina”?, ¿papá, mamá?, ¿adoptada?, ¿y el aeropuerto? Vivir entre paredes
–toda la película se inscribe en este adentro- con discos de vinilo, juguetes escondidos,
puertas secretas, cajones nunca abiertos. Todo dice sobre un tiempo pasado.
Por un lado, Marina (María Canale), presta a la
organización, a evitar el declive del hogar, de equilibrio alicaído, de enchufe
roto o de botón dañado (¿cuál de los dos es motivo del lavarropas quieto?); por
el otro, Sofía (Martina Juncadella), de piel al descubierto, sensualidad
manifiesta, mirada torcida, y teléfono celular nuevo (pero esto, claro, tiene
un precio, y no es sólo económico); y finalmente, Violeta (Ailín Salas), de
silencios prolongados, espontaneidad oculta, niña tratada como niña, capaz de
volar para, por fin, hacer música (y dar un corolario de canción, aunque también
con un “no entendí” dicho de manera justa).
Por todo esto, nada de moraleja ni de frases dichas.
Sino de entramado irregular, tanto como lo que puede y no puede suceder entre
tres personas, en una casa grande y vieja, y con un hombre que aparece para
provocar un deseo de ventana oscura. Él, el único capaz de entrar y de salir
libremente –“¿vas para el centro?”- de este caserón pantanoso, que parece haber
engullido a sus tres tristes mujeres en un lamento de dolor que, cuando
encuentre su remedio, sabrá cómo poner fin a la melancolía.
Allí, entonces, será cuando ellas caminen más
relajadas, más sueltas, sin el peso precedente, sin marcos para los cuadros ni
empapelados que decoren, sólo ahora con fotografías pegadas y desparejas sobre
paredes rugosas pero nuevas.
Abrir
puertas y ventanas
Argentina/Suiza/Holanda,
2012
Dirección
y guión: Milagros Mumenthaler. Fotografía:
Martín Frías. Montaje:
Gion-Reto Killias. Intérpretes:
María Canale, Martina Juncadella, Ailin Salas, Julián Tello. Duración:
99 minutos. Sala:
Arteón. 9
(nueve) puntos
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