Naranja al
agua y nieve de película
Tangerine transcurre en vísperas de Navidad, entre
muchos personajes y una ciudad siempre apurada. El cine dentro del cine.
Diálogos veloces para una angustia que amenaza con aparecer.
Tangerine
(Estados Unidos, 2015)
Dirección: Sean Baker. Guión: Sean Baker, Chris Bergoch. Fotografía: Sean Baker, Radium Cheung. Montaje: Sean Baker. Reparto:
Kitana Kiki Rodríguez, Mya Taylor, Karren Karagulian, Mickey O’Hagan, James
Ransone, Alla Tumanian. Duración: 88 minutos.
8
(ocho) puntos
Por
Leandro Arteaga
“Los Angeles es una mentira con un envoltorio
bonito” se escucha en Tangerine. Que lo diga una película que hace de
sus calles la escenografía, vuelve a Hollywood cobertura de torta. El film resultante,
así, estaría escondido tras la argamasa de la apodada “meca del cine”. El
director Sean Baker ya practicó algo semejante en la anterior Starlet: rodaje en exteriores, luz tan
cálida que resulta empalagosa, con personajes habituados a peregrinar entre
calles y casas idénticas, amén del cine pornográfico como uno de sus ámbitos de
elección.
En cierta ocasión, el escritor Ray Bradbury se
quejaba de la memoria fugaz de esta ciudad, sin amor o recuerdos por las
grandes películas que allí germinaron. Su alma parece deambular para adoptar el
cuerpo fílmico que mejor le convenga, tal como expone la extraordinaria Los Angeles Plays Itself (2003), de Thom
Andersen.
En todo caso, tal lectura la habilita la notable
película de Baker, que apela a protagonistas tan llamativas como también lo es
su elección del iPhone para el registro. Tangerine,
en este sentido, da cuenta de una continuidad estética en la obra del director,
también contestataria: se trata de una película rodada en el off Hollywood. Sus travestis caminan
sobre el boulevard de las estrellas desde una ironía que parece casual, en la
que no reparan, pero que congenia con el espíritu bufón –si bien de impacto
calculado- del gran John Waters.
A la manera de Waters, Tangerine se sitúa a la altura de sus personajes, les celebra. Es
marginal. Convive con sus alegrías o penurias, sin juzgar o explicarles desde
el bendito perfil psicológico del mainstream.
Sin-Dee y Alexandra (Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor) hablan y se mueven
frenéticas. La película lo es, su ritmo no da respiro: hay mucho slang, decires superpuestos, reacciones
imprevistas. Resulta que Sin-Dee sale recién de la cárcel, y se entera de que
su novio/proxeneta le ha estado engañando. A buscarlo, a las corridas. Mientras,
Alexandra se prepara para cantar por primera vez en público. Las líneas
argumentales disparan hacia rumbos paralelos. En tanto, un taxista armenio
carga y descarga pasajeros viejos, ebrios, malhumorados. Su familia le espera
para la Nochebuena,
pero sus ganas de estar –como acostumbra- con una travesti también.
Son varias las situaciones que Tangerine perfila, de manera atropellada pero como piezas recíprocas.
Hay un apuro que le hace respirar de manera entrecortada, a través de
encuentros y desencuentros que marcan síncopas. Sus escenarios son inmediatos.
Por ejemplo: la habitación de hotel vuelta prostíbulo, capaz de alojar varias
chicas con sus clientes. Allí va a parar Sin-Dee, en busca de la mujer de sus
odios. Una vez dentro, la cámara le acompaña y muestra todo y nada, tan veloz
como el rayo que ella es: en cada recodo parece esconderse alguien más, en
plena faena sexual, con la madama gorda que les regentea.
Otro momento, superlativo, es el del desenlace, en
el local de comida, con la dueña oriental a punto de llamar a la policía,
mientras los personajes se amontonan cada vez más, cada uno con sus
desesperaciones, en plan hermanos Marx. Se sabe que una vez se alcanza el punto
máximo, lo que sigue es su descenso. Cuando se arriba a esta situación, lo que
queda después es un vacío que vincula a todos por igual. Como si las fachadas
cayeran para mostrar lo que de veras es.
Curioso caso el de esta ciudad que fascina pero, sin
embargo, nada o poco contiene. O también, pensar en el esfuerzo por hacer de
esta angustia compartida un ámbito al que mejor cubrir y mentir. Con películas,
por ejemplo. La paradoja está en que Tangerine
es una de ellas, si bien con el talante suficiente como para ahogarse en sí
misma, al ser ajena a las tonterías de las marquesinas o las alfombras rojas, y
sin depender de la felicidad prevista por la nieve de Navidad. Es más, no hay
nieve. En Los Angeles –en cuyos estudios, tantas películas de nieve navideña se
han filmado- hace calor, y el fulgor del tono fotográfico de Tangerine recuerda el gusto de un helado
de naranja al agua.
En suma, un artificio que se sabe tal, diluido y
presto para el consumo rápido. Los personajes de Baker hablan y caminan veloz,
como si fuesen concientes de la declinación inevitable de esas casas que hacen
a esos barrios todos iguales, acordes con una mampostería que se sabe precoz y
móvil, carentes de una arquitectura que rememore tiempos idos. Todo es en
presente, ni siquiera se repara en los días vividos en la cárcel por Sin-Dee o
en la Armenia
natal del taxista, pero sí hay momentos en donde lo insondable surge y, ahora
sí, nada de palabras, sino: la peluca arruinada, el dinero que no alcanza, la
familia como cáscara, el amor que no es, la droga compartida, la amistad a pesar
de todo o, tal vez, a punto de caer también.
Para que esto suceda, hay que demoler lo que se ve.
Tirar abajo las fachadas. En este sentido, algo tendrá que ver la participación
de las travestis, en quienes la elección sexual provoca un dilema en algunas
personas. Paradójicamente, Alexandra y Sin-Dee se revelan de manera auténtica,
mientras otros no dudarán en agredirlas. Tangerine
se reserva un momento semejante. También, podría pensarse, porque aun cuando
Estados Unidos suponga un lugar ideal de comunión de razas (armenios, negros,
orientales, blancos) también lo es de la misoginia y del retardo intelectual.
El cine norteamericano ha hecho un caldo de cultivo con estos temas.
De esta manera, Tangerine
propone un camino de ida y vuelta simultáneo y simétrico, avanza en una
dirección a la vez que provoca el mecanismo inverso: al maquillar y vestir sus
cuerpos, lo que Sin-Dee y Alexandra logran es la destrucción de la superficie
ajena. Proyección y deconstrucción. Las dos, rayos imparables. El sismo
resultante afecta a todos, por supuesto que a ellas también. En ese límite que
une y desune, porque desequilibra y re-equilibra, se juega el cine de Sean
Baker.
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