El
sueño es el otro lado del espejo
Con
una sencillez aparente, de matices críticos, Brooklyn compone una historia de afectos y desgarros. Una inmigrante irlandesa,
los años ’50 y el sueño americano. La gran caracterización de Saoirse Ronan.
Brooklyn
(Irlanda/Reino Unido/Canadá, 2015)
Dirección: John Crowley. Guión: Nick Hornby, sobre la novela de Colm Tóibín. Fotografía: Yves Belanger. Montaje: Jake Roberts. Música: Michael Brook. Reparto: Saoirse Ronan, Domhnall Gleeson, Emory
Cohen, Jim Broadbent, Julie Walters, Jessica Pare, Eve Macklin. Duración: 112 minutos.
7
(siete) puntos
Por
Leandro Arteaga
El cine es el arte de la
inmigración. Los viajes entre continentes le acompañan desde siempre, con el Charlot
de Chaplin -en El inmigrante (1917)- como
uno de sus primeros ejemplos. También porque las películas se hacían mientras
esos movimientos de masas ocurrían, con el cine como el medio de expresión que
el siglo pasado privilegió.
En este sentido, las películas
quedan como testimonio de las épocas, capaces como lo han sido de capturar el
movimiento de las aguas a la par de los sentimientos encontrados, heridos entre
el abandono de la tierra y un porvenir fortuito, promisorio. Entre ellas, una
que es ejemplar: Good morning Babilonia
(1987), en donde Paolo y Vittorio Taviani emigraban con sus personajes a la
tierra en ciernes que era Hollywood, para encontrar allí a ese otro padre que
es, para el cine, David Wark Griffith. Con momentos de pantomima y ciudades de
cartón –para una pantalla capaz de capturar todos los tiempos históricos, tal
como sucedía en Intolerancia, de
Griffith-, los Taviani citaban con el vaivén de los platos de sopa en alta mar
al inmigrante del bigotito y bastón, otro de los padres fundadores.
Con esta película, los
hermanos italianos situaban en Hollywood el acta de nacimiento y su lugar en el
mundo: el cine. Porque es allí donde fueron a parar tantos otros exiliados,
refugiados y viajeros, para hacer del cine una patria compartida y resentida;
Hollywood, se sabe, recibió y expulsó. La reciente Brooklyn, conciente del hecho, se inscribe allí, en ese mareo con
malestar de barco que zarpa, entre la incertidumbre de lo que sobreviene y la
certeza de lo que se pierde.
La acción se sitúa en los
años ’50, a partir del viaje que Eilis (Saoirse Ronan) emprende desde su
Irlanda natal. Detrás quedan su madre y hermana, alguna amistad, y el trabajo oscuro
en la panadería. La valija apenas carga algo que vestir. La propia hermana es
quien alienta la partida, amparada por la ayuda que propicia uno de los
párrocos de la
Iglesia. Brooklyn
es, apenas, esta historia. Antes bien, sabrá encontrar su momento fundamental
cuando Eilis deba volver. Allí es donde la película aparece, en el desgarro
dialéctico, en la renovación de un dolor que parecía abandonarse para, de
pronto, reaparecer en la forma de un encantamiento peligroso, que paraliza.
Desde luego, para llegar a
esta instancia, la película tendrá que recurrir a sus costados más o menos
previsibles: el acostumbramiento a la nueva ciudad, la melancolía, el trabajo,
los estudios y el afecto. Hasta que aparezca el amor, momento que hará crisis
en Eilis, en coincidencia con las indecisiones que le procurarán el retorno a
la tierra de la niñez, que la espera para retenerla como el hechizo de una
bruja vieja.
Es cierto que la
construcción que de Brooklyn –y Estados Unidos, por extensión- la película
propone es acorde con la tierra prometida del “sueño americano”. Pero habrá que
atender a que éste, justamente, es una de las muchas consecuencias simbólicas
que el mismo Hollywood ha suscitado. América aparece como el horizonte de la
oportunidad, el lugar donde puede pensarse el porvenir. Tal como en las
películas: un mundo casi irreal, en donde los sueños pueden materializarse. No
importa si esto es más o menos cierto, lo que en todo caso merece atención es
la potencia de este “sueño” como noción compartida.
Ahora bien, que tal situación ocurra durante
los años ’50 ofrece, desde ya, sus matices. Se trata de la década del
macarthismo y las persecuciones ideológicas. Podría pensarse que Brooklyn pasa por el alto el asunto,
enfrascada como lo parece en encuadres que semejan esas mismas ensoñaciones.
Pero esto no es así. Por un lado, porque las primeras impresiones que el film
dedica a Eilis en suelo americano la sitúan de manera cercana a la soledad que
pintara Edward Hopper: en la tienda comercial, en el bar frente al espejo,
entre la multitud, así como a merced de algún diálogo casual en donde el
peligro comunista es invocado. Eilis está sola. Es más, este aspecto será
acentuado con la cena de Navidad para los homeless
en la que ella colabora: viejos irlandeses caídos en el olvido, sin embargo
constructores de las autopistas, puentes y edificios que el país exhibe con orgullo.
El otro aspecto sustancial
remite al mismo cine. Brooklyn
guarda, por lo menos, dos referencias explícitas. Una de ellas, inevitable, es El hombre quieto (1952), de John Ford,
donde el director norteamericano sueña, inversamente (¿irónicamente?), con
Irlanda como su lugar de fábula. La otra es Cantando
bajo la lluvia, la obra maestra de Gene Kelly y Stanley Donen, del mismo
año. A la salida del cine, Tony (Emory Cohen), el novio italiano de Eilis,
emulará para ella el momento donde Kelly baila aferrado al poste de luz. La
cita implica, amén del guiño, otro: es la escena donde un policía observará el
comportamiento del bailarín callejero, enamorado, detalle magistral que ha sido
leído como la mirada crítica del film hacia los tiempos vigías del macarthismo.
Este doblez sutil que Brooklyn maneja –y que la emparienta con
el talante perspicaz del gran cine de aquellos años- queda remarcado en la
respuesta que Eilis pide a una de sus compañeras de cuarto. ¿Te volverías a
casar? La interrogada dice que sí, claro; del mismo modo en que, una vez
encontrado el hombre, pensaría en no haberlo hecho. Un espejo reitera el
asunto. Lo que sigue es el viaje de Eilis a Irlanda. Ir de un lado al otro de
ese espejo que, en última instancia, también es el sueño americano.
Todo esto sin omitir la
caracterización perfecta que de Eilis logra Saoirse Ronan, cuyo rostro es capaz
de conjugar la timidez, la belleza escondida, el dolor, la decisión. Hay una
mutación gradual en sus facciones y comportamientos, que la llevan a encontrar,
finalmente, la reiteración de una situación que será, también, protagonizada
por otros. Tomar conciencia de esto significará su arribo a una etapa
diferente, que le implicará un salto cualitativo. Finalmente, Eilis sabrá
proseguir, proyectarse, y ser otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario