Arturo Ripstein: melodrama y desgarro
La posibilidad de exhibir algunas de las películas de Arturo Ripstein,
así como de contar con la presencia de Paz Alicia Garciadiego, hacen de la 20ª
edición del Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales un
acontecimiento todavía mayor. Una celebración de cine en la figura y obra de
uno de sus más destacados realizadores.
Por Leandro Arteaga
Publicado en el Diario del
Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales 2013
Sumergirse en el cine de Arturo
Ripstein es abrigarse de un abismo conocido. Porque hay algo que se palpa
sensiblemente. Que cala hondo en alguna fibra íntima. Reconocible en gestos al
pasar o desde el decir casual. Palabras, miradas, cuerpos en celo, en vilo. Tan
profundo es, por eso, su misterio, lleno de una sencillez sabida donde lo
insondable espera. Puede ser el horror. Puede ser el amor. Ambos.
Se presagia angustia y ésta
aparece. Cuando lo hace, surge una sabiduría que es conciencia fílmica. ¿Cómo
se logra? No puede explicarse, sí sentirse. Seguramente tenga que ver con las
astucias del relato, con sus enigmas. Allí donde, se decía, el espectador se sumerge,
en la historia que se le dice, que se le cuenta. En la fábula que es mundo de
hadas de verbena, de ferias con luces roídas y casas de citas. Mundo de
espacios amablemente sórdidos, por donde deambulan personajes en pena, ahogados
de amores, acosados por fantasmas familiares, buscando la promesa de un más
allá que esté por acá.
Melodramas que acosan el alma, con
la imposibilidad como consumación empecinada. El llanto en carne viva; entre
gritos, muchos gritos. Tantos como para no soportarlos. Con la necesidad de
hablarlos, sin consuelo. Es el destino, es la vida, se les escucha lamentar.
Concientes, a veces, de que será lo que debe ser. Pero otras veces, también,
como mandatos siniestros.
La familia, en este sentido, como
núcleo del funcionar social, que abraza en su santidad, que tiñe de malestar,
que circunda porque se protege a sí misma, inmaculada como se sabe. Con un
panteón de estatuitas a las que ofrecerse, a las que dar regalías, sacrificios.
La unión sacramental como dogma que atender, que inculcar; a los hijos, eso sí,
de manera distinta que a las hijas. Ellos, esperanza salvadora, razón de ser de
lo demás. Ellas, en tanto, trabajadoras de la casa, oportunismo sexual del
macho, prostitutas como mamá.
Pero también la mujer como
desgarro existencial. Como grito que se anuda hacia dentro. Y cuando logra salir
para afuera, aunque sea apenas, un sismo de alerta toma precauciones rápidas.
Al grito se lo calla y, a veces, la vida misma se va en él.
La obra de Arturo Ripstein (Ciudad
de México, 1943) se extiende de manera enorme. Tan grande es su cine. Desde el
western mexicano Tiempo de morir
(1966) hasta la reciente Las razones del
corazón (2011). Su filmografía supera los treinta títulos, hay
cortometrajes y largometrajes, repartidos entre ficción y documental. Así como
trabajos televisivos numerosos.
Con el alma primera en Luis Buñuel
–“A los quince años, después de ver Nazarín,
tuve un ataque de Buñuel que me decidió a ser director”[1]-,
Ripstein aparece como nombre progresivamente destacado dentro de la nueva
generación cinematográfica de su país. A lo largo de sus películas, habrá de
tejer lazos –entre guiones y transposiciones– con el trabajo, entre otros, de
Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Manuel Puig, Elena Garro, Rafael Solana,
Luis Spota, Silvina Ocampo.
A partir de El imperio de la fortuna (1986) el nombre de la guionista Paz
Alicia Garciadiego será indisociable del cine –y de la vida– del realizador.
Más de diez películas juntos, con la compañía de premios internacionales a una
persistencia creadora que se sostiene de manera inagotable, sensible, bella.
El Festival Latinoamericano de
Video y Artes Audiovisuales ofrece cuatro de los títulos del cineasta mexicano,
como parte de una celebración que encuentra en Arturo Ripstein uno de sus mejores
motivos de festejo.
Se proyectará en pantalla una de
las piezas claves dentro de la consolidación de Ripstein como cineasta de
relieve. Se trata de El lugar sin límites (1978), a partir de la novela de José Donoso, con colaboración en
guión de Manuel Puig. Considerada una de las mejores películas mexicanas de
todos los tiempos, El lugar sin límites nos ofrece la sensualidad
descarnada de Manuela (el excepcional Roberto Cobo), víctima masculina de sus
ganas femeninas, así como de la atracción y confusión que provoca. El escenario
es un prostíbulo de pueblo, entre guirnaldas y mucha tierra, colores chillones
y sonrisas que se vuelven muecas. La
Manuela es toda vida, pero también fusible donde hacer
estallar la ruindad. Entre la gracia y el ridículo, ella se ofrece, capaz como
es de hacer torcer la burla en ánimos de deseo. Conciente como es de saberse a
merced de los pecados ajenos.
El imperio de la fortuna (1986) –inicio de la colaboración con Paz Alicia Garciadiego– aborda la nouvelle El gallo de oro, de Juan Rulfo[2].
El derrotero de Pinzón (Ernesto Gómez Cruz) comienza cuando coincidentemente
–insistentemente– muere su madre y renace el gallo. Detrás del dinero de la
riña parte entonces el pregonero de pueblo. Oportunidades mayores aparecen, a
la par de una mujer fatal que es cancionera de feria, seducción que no se
borra, amenaza de amuleto (Blanca Guerra). Un juego de reveses o de fortunas
altera los lugares sociales, presagia también malos tiempos. Mientras tanto, un
ciclo se cumple porque otro nace.
Con Profundo carmesí (1996) –función apertura de este Festival– Ripstein
y Garciadiego obtienen uno de sus títulos más celebrados. Inspirado en los asesinatos de los “corazones solitarios” de los
años ’40 en manos de Martha Beck y Ray Fernández, el film les reformula bajo los personajes de Coral Fabre
(Regina Orozco) y Nicolás Estrella (Daniel Giménez Cacho). Ella, enfermera
voluminosa que reza a estampitas de Charles Boyer; él, con disimulo de peluquín
y acento de caballero español, atisba en busca de viudas y solteronas. Los dos,
pareja grotesca de amor apasionado, encuentran al crimen como consecuencia o
sin querer. En una rueda que girará hasta morderse la propia cola.
El recorrido Ripstein se completa con Las razones del corazón (2011), inspirada libremente en Madame Bovary, de Flaubert. Así como con
Maupassant en La mujer del puerto (1991)
o con Eurípides en Así es la vida…
(2000), Garciadiego y Ripstein inscriben un recuerdo de cine en donde lo que
prima es una puesta en escena que se condiga, justamente, con la obra propia.
La cámara de Ripstein –sus largos planos-secuencia, signos de puntuación que le
refieren estéticamente– atraviesa el vientre de un edificio tras los pasos
desfasados de Emilia (Arcelia Ramírez). Escaleras que separan pisos, pero
quizás también acerquen lo que parece ya un imposible, tal la distancia entre
quien ama y quien ya no. Hay puertas que guardan miradas. Amenazas de un
embargo. Zapatos comprados con amor de esclava. Sexo furtivo que no es nada.
Amor caído que lo es todo. Y un dolor en forma de grito que ya no puede
soportarse.
Dueño de una mirada autoral, capaz
de indagar en lo más profundo, desde la entrega afectiva que significa contar
historias, Arturo Ripstein es cine encarnado, alguien en quien –se presume– no
podría distinguirse al cine de la vida.
Tanto es lo que se le admira.
No hay comentarios:
Publicar un comentario