La herida que
esconde su cicatriz
A partir de una violencia progresiva, y contenida, el danés Thomas Vinterberg trama una historia de secretos, silencios, acusaciones, mentiras, delaciones. El supuesto abuso sexual sobre una niña como disparador argumental.
Por
Leandro Arteaga
Es difícil olvidar aquel momento de La celebración (1998), donde uno de los
comensales pedía silencio con golpecitos de cucharita en la copa. El grupo
familiar estaba, finalmente, reunido en la mesa de la gran casona. Pero había
algo “raro” entre tanto gentío, entre tanto saludo de bienvenida. Como si las
paredes de la casa dieran asilo a la vez que contención, obligados todos por el
ritual de la comida. Porque una vez se escuche lo que el sonido de la cucharita
prologa, ¿qué oscuros designios habrán de sobrevenir para proteger, justamente,
al nido familiar y su historia?
Con aquella película, el realizador danés Thomas
Vinterberg respondía a las normativas del Dogma 95, cuyos lineamientos
cinematográficos darían luz, por parte de Lars von Trier -el otro miembro
fundador junto con Vinterberg del Dogma-, a la película Los idiotas (1998). La
celebración es también una de las mejores películas del cineasta, así como
espejo retroactivo sobre el cual mirar su filmografía posterior. En este caso, La cacería no es la excepción.
Ya no se trata del entorno familiar (cerrado), pero
sí del pueblo pequeño, de bebedores atorados de cerveza, con rituales
ancestrales entre rifles y venados, donde la mirada dura de la esposa se
mixtura con las trompadas masculinas. Un equilibrio de relaciones que tiene
tradiciones, casas con más o menos dinero, sonrisas de ocasión, y el deber de
educar a quienes nacen dentro de las mismas costumbres. Todo cubierto por un
manto de bienestar compartido, en donde prevalecen unos buenos modales
esforzados por ocultar las fisuras, que serán inmediatamente visibles allí
cuando la oportunidad lo propicie.
En medio de ello está Lucas, vive solo, separado de
su mujer, en pelea por la tenencia de su hijo adolescente. Tiene un trato de
apego con los niños que es también conducta ritual en ellos, que le esperan
cada mañana escondidos entre los árboles del patio de recreo del jardín. Lucas
llega y la situación divertida se reitera, entre gritos y juegos. Más la
relación próxima con la hija de su mejor amigo, una rubia pequeña, de carita
bella, con tics reiterados, afectada por las líneas que dividen el suelo en
tantas baldosas como bloques de cemento. La relación entre los dos es de afecto
pero, de pronto, habrá un quiebre, un golpe de suerte para que la fisura se
muestre y se abra al abismo.
Si en La
celebración el golpecito de cucharita desencadenaba la violencia sofocada
–como la que escondía el césped entrecortado en Terciopelo azul, de Lynch-, aquí habrá equivalencia en uno de los
comentarios casuales de la pequeña. Con una picardía que confunde lo ingenuo
con lo adrede, que tendrá la lección más clara en la impronta materna,
contenida en los diálogos, donde la madre sabrá cómo ratificar a la hija dentro
del entorno. Porque, en todo caso, de lo que se trata es de sostener lo dicho,
de señalar el desvarío, y de reventarlo como signo de cura.
En La cacería
hay, en este sentido, toda una serie de rituales que respetar. Solamente a
partir de ellos, el funcionamiento social y la aceptación dentro del seno serán
posibles. Pero Lucas es, también, una anomalía. Vive solo, tiene amoríos con
una de las maestras. Nadie mejor como excusa donde cebar los odios contenidos,
en donde provocar tanto ruido como sea suficiente para poder tapar, justamente,
los comentarios de los demás niños, persistentes en descripciones que
destaparían a un demonio mayor y, ahora sí, verdadero.
Pero Lucas se debate entre él y la pertenencia al
grupo. Insiste en sus propósitos de vivir allí, entre amigos o familiares,
donde el demonio ha sido aparentemente ahogado en vahos de cerveza compartida.
Volver al ruedo le hará ocupar la situación límite, la del cordero sacrificial
en la celebración mayor de todas: la misa navideña.
Nadie mejor que Mads Mikkelsen para interpretar a
este hombre que desvaría de modo paulatino, mientras un hijo le brinda afecto y
el medio le escupe a trompadas. Su actuación le valió el galardón en el
Festival de Cannes, y lo orienta de manera sutil respecto de su rol demente en Pusher (1996), de Winding Refn, o de Le
Chiffre en la puesta al día de Bond en Casino
Royale (2006). Ahora, de hecho, se ha vuelto encarnación del joven Lecter
en la serie televisiva Hannibal.
Mikkelsen guarda en su rostro lugar para la simpatía, el desconsuelo, el
rencor, las cicatrices.
La cacería es, así como nexo oscuro
con el film antes aludido, también vínculo con preocupaciones que Vinterberg ha
tematizado en títulos como Todo es por
amor (2003) y Dear Wendy (2004).
Lazos sociales entre los cuales, a veces, al amor es posible, mientras el
ligamen y los vínculos generales se sostienen desde secretos que roen por su
momento de aparición, preñados de violencia, como si fuesen la moneda necesaria
para la prosecución del devenir. El director danés indaga en ese momento, como
una herida que se abre para luego volver a cerrarse, como si nada hubiese
sucedido.
De hecho, La
cacería tendrá su posibilidad de reunión, de reorganización, para la cual
el ritual debe necesariamente otra vez estar. (Así como ocurría en la
extraordinaria película inglesa El ojo
del diablo, 1966, de J.Lee Thompson, con David Niven y Deborah Kerr). Y por
si ello no fuera suficiente, habrá también alertas perfectas para dejar bien en
claro que aquí nada pasó y que ¡cuidado! porque, dadas las contingencias, mejor
estar a cubierto. Como si del fátum griego se tratase, aunque sin metafísica
poética.
La
cacería
(Jagten)
Dinamarca,
2012. Dirección: Thomas Vinterberg. Guión: Tobias Lindholm, Thomas
Vinterberg. Fotografía: Charlotte Bruus Christensen. Música: Nikolaj
Egelund. Montaje: Janus Billeskov Jansen, Anne Osterud. Intérpretes:
Mads
Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Annika Wedderkopp, Lasse Fogelstrom, Susse
Wold,
Anne Louise Hassing. Duración: 115 minutos.
Salas:
Cines del Centro, Showcase.
9
(nueve) puntos
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