El dibujante
maestro y el ángel vengador
La edición en
español de Hermano
Lono permite admirar el nuevo trabajo de
Eduardo Risso. La continuidad de 100 Balas y el relato negro hecho historieta.
Una historia de abismo moral, teñida de drogas, corrupción, y la ira de un
ángel vengador.
Por
Leandro Arteaga
De entre la multitud de personajes que atraviesan
los cien números de 100 Balas (100
Bullets), uno de ellos se adelanta rápido. Se trata de Lono, el killer amoral, bestial, ropero humano de
efigie granítica. El vínculo con los lectores tuvo su romance de sangre y
golpes dentro de la serie maestra que el guionista Brian Azzarello y el
dibujante Eduardo Risso desarrollaran entre 1999-2009 para Vertigo/DC. Por eso,
ahora es el turno de 100 Balas: Hermano
Lono, edición en español por cortesía de ECC Ediciones (España), disponible
en librerías especializadas.
Hermano Lono es noticia de relieve
porque permite la lectura de una de las últimas obras del gran dibujante,
rosarino por adopción y cordobés de nacimiento. Nombre ilustre que desde 2010
organiza, junto al Centro de Expresiones Contemporáneas, la convención
internacional de historietas Crack Bang
Boom, ámbito que supo dar la bienvenida al mismísimo Azzarello, una de las
plumas de referencia para la comprensión de la narrativa noir americana.
100 Balas se ha convertido en una
serie de culto al definir un capítulo imprescindible en el devenir de la
historieta. Que su dibujante sea argentino no hace más que ratificar esa
amalgama estética, constructora de mitos propios, que ofrece la narrativa norteamericana;
el cine es su ejemplo evidente. En 100
balas, la prosa de Azzarello comparte afinidad con la caída moral de los
personajes de David Goodis, Patricia Highsmith y James Ellroy. Risso ha aportado
una experiencia gráfica que culminará por asomar como plenitud formal, al
permitir conceptualizar el estado de ánimo criminal de la serie, y volverle un
dibujante de referencia, citado como ejemplo mayor. Lo aseveran cuatro premios Eisner a 100 Balas –entre ellos el de Mejor Artista, en 2002–, dos Harvey –también Mejor Artista– y el Yellow Kid en 2004 por, invariablemente,
Mejor Artista.
En Hermano
Lono es el título mismo el que no podría ser posible. O sí. En todo caso,
la acción se traslada a la ciudad mexicana de Durango, fuera de ese límite que
es el borde de frontera. Traspasar esa línea es síntoma estético y ético. Así
como lo delineara Orson Welles en Sed de
mal (Touch of Evil, 1958), con personajes turbios, malolientes, que
chapotean entre el lodo mientras dicen perseguir el bien. Con Azzarello, el
escenario se trastorna en lugar de retiro espiritual para su personaje, Lono,
el asesino inclemente, rodeado ahora de un ánimo de desierto transpirado. ¿Qué
está haciendo Lono, ni más ni menos que en una iglesia?
El relato negro se define por la puesta en escena de
un duelo esencial, que atraviesa de angustia a sus personajes. Así, lo que se
ve, lo que se narra, no es más que el resultado de un trauma, de visiones
afectadas. La redención se revela como una búsqueda fútil, porque no hay manera
completa de caer en el lado oscuro así como tampoco de dar de lleno en el lado
diurno. En todo caso, lo que se procura es un equilibrio que compense, que
mantenga algo de lucidez dentro de la paranoia. El crimen es su móvil
metafísico.
En este sentido, el contrapeso de Lono lo significa
la figura del sacerdote Manny (de perfil gráfico similar al de Ignacio Peries,
un chiste del dibujante), quien cuida de los niños mientras recibe dinero de la
droga. Si hay droga, la DEA
estará también dando sus vueltas. Junto a una monja que esconde curvas
peligrosas. ¿Quién es quién, entonces?
Ahora bien, el mundo puede ser una escoria, todo
podrido. Tal vez por eso, el (anti)héroe termine por ser el menos pensado de
todos. El lector ya sabe que de Lono, más tarde o temprano, no se espera más
que lo habitual. Algo que él reprime porque, qué duda cabe, lo disfruta. Es por
eso que voluntariamente se encierra en una celda por las noches, ante la mirada
del oficial confundido. Como un hombre lobo que teme a la luna maldita. Cuando
en verdad anhela ese momento donde, por fin, la bestia aparezca libre.
En todo caso, lo que cambia es la comprensión del
personaje sobre sí. Su accionar será el mismo de siempre: matar (y sufrir) de
las maneras más truculentas. Pero las consecuencias de sus acciones serán
meditadas. Lono crece a la manera del río impetuoso, para arremeter contra todo
lo que se le interpone. Finalmente, será el diablo y ningún santo (¿cuál sería,
en todo caso?) quien tenga algo que decir, algo que hacer.
Este crescendo (in)moral de abismo tiene en Risso al
orquestador de costumbre. Sus personajes miran de manera torva, se esconden en
sombras, se fragmentan en tantos cuadritos como el narrador necesite. Así, los
cortes por acercamiento y los planos detalle pautan y pausan el relato, las
viñetas horizontales magnifican la acción, las angulaciones tienen nexo
cinematográfico. Risso articula una caracterización que oscila entre el
realismo y la caricatura, permeable a los villanos estrafalarios que tanto han
proliferado en el mundo de la historieta. Hermano
Lono no es la excepción, al develarse sobre el desenlace la insólita verdad
que el fuera de cuadro visual sostenía en las páginas precedentes.
Parece que Hermano
Lono no será el único desprendimiento del mundo 100 Balas. Hay otras ideas dando vueltas, así como muchas esquirlas
todavía enquistadas en el recuerdo de los lectores. Su influencia ha sido tal,
que no puede pensarse en ese otro mundo criminal, de nombre Breaking Bad, sin el influjo precedente de 100 Balas. Tantos son sus puntos de contacto involuntarios, que bien vendría aceptar
a esta extraordinaria serie televisiva como la mejor plasmación del estado de
ánimo cruel y jocoso de la obra maestra de Azzarello y Risso.
La trayectoria de Eduardo Risso es demasiado extensa
para consignarla de modo completo. A principios de los ’80 dibujó para
Editorial Columba series como Julio César
(con Ricardo Ferrari) y El Ángel (con
Robin Wood). En revista Fierro
publica en 1987 Parque Chas, con
guión de Ricardo Barreiro. Allí, el barrio porteño tuerce en ámbito raro,
proclive a un desocultamiento fantástico que Risso trabaja desde la gama de
grises. Tanto Parque Chas como su
continuación (Parque Chas 2) han sido
recuperadas en ediciones integrales por el sello rosarino Puro Comic. Esta
editorial, que Risso coordina junto a Daniel Galliano, ha publicado completas dos
de sus series europeas junto a Carlos Trillo: Yo, Vampiro (1990-92) y Borderline
(1993-95). De esta etapa destacan también Fulú
(1988-90), Simón, una aventura americana
(1992), Video Noir (1994) y Chicanos (1997). Para la revista Genios la misma dupla realizará Los misterios de la luna roja (1997-98).
Del repertorio sobresale un manejo abrumador de los géneros narrativos, repartidos
entre terror, ciencia ficción, policial, fantasía y drama histórico. La última
colaboración entre Risso y Trillo (fallecido en 2011) se produjo en la actual Fierro con Bolita (2011).
El desembarco del dibujante en Estados Unidos es en
1997 con la versión en cómic para Dark Horse de Alien: Resurrection, con guión de James Vance. Luego se incorpora
al sello Vertigo (DC) con Jonny Double (1998), primera
colaboración con el escritor Brian Azzarello. El paso siguiente es 100 Bullets (1999-2009), éxito de crítica
que le valdrá a la dupla reconocimiento internacional, premios, nuevos
proyectos. Risso dibuja íntegramente los cien números, entre los que alterna
capítulos para otros títulos y revistas. De entre ellos, destaca Batman: Broken City (2003-2004), la primera
de una serie de incursiones dentro de la mitología del hombre murciélago, todas
de la mano de Azzarello. En Marvel, también ilustra a Wolverine en Logan (2008), con guión de Brian K.
Vaughan, para luego volver a DC con Spaceman
(2011, guión de Azzarello) y Before
Watchmen: Moloch (2012, con J. Michael Straczynski).
En estos momentos, Risso se encuentra metido de
lleno en otro proyecto para Vertigo, que ha generado sus expectativas. Con
guión de Paul Dini, la nueva historieta indagará en el mundo de Batman pero desde sus personajes
allegados, dentro de la veta que el dibujante supo cultivar y por la cual se le
reconoce como un maestro y autor, afecto como es al mundo blanco y negro que le
legara su admirado Alberto Breccia.
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