Cuando al cine se lo lleva adentro
Por Leandro Arteaga
Hay que tener el cine muy adentro
para hacerlo de esta manera. Tal vez se deba a ese “estilo tardío” que Edward
Said refiriera. Es cuestión de ver las últimas películas de directores como
Brian De Palma (Passion), Woody Allen
(Magic in the Moonlight), Terry
Gilliam (The Zero Theorem), Clint
Eastwood (Jersey Boys). Cada una de
ellas provistas de una sobriedad, de una justeza, como sólo pueden saberla
aquellos que han hecho cine durante toda la vida. En suma, es la puesta en
juego (o en escena) de las formas de siempre. Llegar a ello no es simple, sino
consecuencia de un recorrido. (Acá, se intuye, este cronista se pelea con los
comentarios rápidos, infaltables, de quienes señalan tal o cual film como
“menor”, “fallido”, en oposición a otros, de otros tiempos. ¿Cuándo fue que el
crítico se volvió más cineasta que los propios realizadores?).
Con David Cronenberg sucede también.
Ya presente en esa visión de ultratumba, inserta en el medio mundanal, que es Cosmópolis (2012). Otro tanto con Polvo de estrellas. Es decir, por un
lado y rápidamente puede referirse el argumento. Pero lo que de veras importa
es la manera, la forma, desde la cual ese mundo personal se expone; y atención,
porque no se trata de otra cosa más que de un mundo de cine (el del autor), y
por ahí quizás sea mejor entender el por qué de la elección de Hollywood como
tema, ámbito, o blanco de dardos.
No es que Hollywood –o toda
relación humana (hipócrita) similar– no sea desmenuzado con fruición en Polvo de estrellas sino que, antes bien,
mejor será pensar cómo es que Hollywood o similares sean lo que son mientras, y
todavía, todo un andamiaje social lo sostiene o justifica. El cine, de esta
manera, como expresión simbólica o ideológica de un sustrato social definido, y
definidor.
Bien viene detenerse en el devenir
extraño, suspendido, replicado sobre sí, que los personajes del último film de
Cronenberg componen. Una víbora que se muerde a sí misma, platinada de ropajes
fastuosos pero hueca, sólo piel seca. Personas acunadas por terapias para el
alma, con el Dalai Lama como mención registrada, entre oropeles que se rodean
de palmeras. Las réplicas, los dobleces, las imágenes desprendidas de sí
mismas, ocurren como un dominó inevitable, como un sismo de fatum griego.
Por eso, Polvo de estrellas, como Cosmópolis,
es cine negro. Tanto como Sunset Boulevard (1950, Billy Wilder) y Mulholland Dr. (2001, David
Lynch). Mia Wasikowska podría vomitar con esplendor en la misma calle de
estrellas de cualquiera de estas otras dos obras maestras. Ella, en el film de
Cronenberg, como la aparición que altera y dispara lo que habrá de ser porque, retorno
o ciclo, ya fue también. Monstruos que beben del fuego para desafiar, con
cirugías plásticas, a la muerte. Al fin y al cabo, ninguna victoria sobre ella
ha sido posible por fuera del cine. Pero, ¿cómo vivir realmente allí dentro?
Expresión de esta desazón, que es
bisagra entre la madre estrella fallecida y las starlets futuras, es el
personaje de Julianne Moore. Brutal, desgarrada, loca. La moral de Hollywood no
es la moral vulgar. ¿Cómo cuestionarla? Sólo alguien conciente de ello, como la
actriz, puede componer este personaje, de esta manera: arrojada de cara a lo
que quiere, porque en ello le va la vida. Nada más importa. Actriz extraordinaria.
Y, finalmente, cineasta
extraordinario. A estas alturas, Cronenberg es un enorme pedazo de cine en
carne viva, con predicciones de poética envilecida, hoy ciertas. Filma como
nadie más. Cine que mira al cine porque, dinosaurio de 70 años, ¿quién puede
discutirlo?
En serio, ¿alguien se anima?
Polvo de estrellas
(Maps to the Stars)
Canadá/Estados Unidos/Francia/Alemania, 2014.
Dirección:
David Cronenberg. Guión: Bruce
Wagner. Fotografía:
Peter Suschitzky. Montaje:
Ronald Sanders. Música:
Howard Shore. Reparto:
Julianne Moore, Mia Wasikowska, John Cusack, Evan Bird, Olivia Williams, Robert
Pattinson, Kiara Glasco, Sarah Gadon. Duración: 111
minutos.
10 (diez) puntos
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