El caballero de las palabras aguijón
La libertad de expresión, el vínculo entre arte y
política, delaciones y listas negras. Dalton Trumbo aparece como síntesis y
dilema. La gran interpretación de Bryan Cranston.
Regreso con gloria
(Trumbo) (EE.UU., 2015) Dirección: Jay Roach. Guión: John McNamara, basado en el libro Dalton Trumbo, de
Bruce Cook. Fotografía: Jim Denault. Música: Theodore Shapiro. Montaje: Alan Baumgarten. Reparto: Bryan Cranston, Helen Mirren, Diane Lane, Elle
Fanning, Louis C.K., John Goodman, Stephen Root, Michael Stuhlbarg. Duración: 124 minutos.
7 (siete) puntos
Por Leandro Arteaga
Casi
como una ironía, dada la vida del propio Dalton Trumbo (1905-1976), el film que
lo recrea esconde su título (y nombre: Trumbo)
por el ridículo Regreso con gloria.
Es más, la semántica que le acompaña no hace honor a lo que la película postula
sino, antes bien, a cierto mecanismo narrador donde el héroe culmina por
obtener esa gloria imperecedera, que en virtud de los mandatos del mercado se
dice éxito. Lamentable.
Ahora
bien, y con razón, puede acusarse a Trumbo,
la película, de ser esquemática, de estructura lineal, pero lo cierto también
es que no hay por qué pedirle al film de Jay Roach (Austin Powers, Locos por los
votos) algo diferente, situado como está en una línea cercana a la que
exhibiera Hitchcock: el maestro del
suspenso, de Sacha Gervasi. En todo caso, son películas que podrán
resultar, en muchos aspectos, didácticas, pero al mismo tiempo las moviliza una
claridad que no está preocupada por ser emparentada con la artesanía de los
personajes que recrean. Caer en tal comparación, desde el análisis, no tiene
sentido.
Antes
bien, lo que debe rastrearse en Regreso
con gloria es la construcción que sobre su principal retratado exhibe, porque
Dalton Trumbo, como toda persona, es él y su contexto, pero con un dilema que
encierra una época a la vez que actualiza su conflicto, en donde la libertad de
expresión es el horizonte. Lo didáctico, en todo caso, estará en la recreación
del momento histórico –el Hollywood de la posguerra–, en las acciones del
denominado Comité
de Actividades Antiamericanas, con el senador republicano Joseph McCarthy como
uno de sus adalides, en la demonización del comunismo y la confección de las
denominadas “listas negras”, en los interrogatorios y las delaciones, amén del
funcionamiento que los estudios de cine significaban en tanto productores de
mercancías, más la entraña problemática en donde el arte era también una
posibilidad.
El nombre de Trumbo evoca todo esto, porque es uno
de los referentes mejores y mayores, por su capacidad creadora, por su mirada
crítica irrenunciable, por su provocación conciente. Trumbo responde, increpa,
va a parar a la cárcel, cumple de modo socrático con la ley pero le devuelve a
la misma industria la acusación, como un boomerang, al ser capaz de continuar
trabajando, con alter egos diferentes, en películas de presupuesto exiguo,
coherentes con esa tradición vasta y maestra que el denominado “cine B” le ha provisto
a la historia cinematográfica.
No sólo esto, también aparecen los premios Oscar
obtenidos, como premios al fantasma de un hombre cuyo nombre no podía ser
dicho: tal como lo refieren La princesa
que quería vivir y El niño y el toro,
este último con seudónimo. Tal como lo recrea, con lucidez, esa película de
culto que es El testaferro (1976), de
Martin Ritt, realizador que fuera incluido en las listas negras junto con
varios de los intérpretes. Allí, Woody Allen cumplía con el rol prometido en el
título.
Por eso, una película que se acerque a esta
problemática, que es a su vez reconocimiento a la tarea de alguien ejemplar,
vale, y mucho. Hay algo de corrección política, es cierto, más aún cuando
–dados los tiempos eleccionarios estadounidenses– la urgencia por resultar
“demócrata” teje sus ejemplos: no faltará la adhesión a la causa negra,
encarnada en la hija mayor de Trumbo, como continuación de la tarea paterna.
Pero ello no desmerece la película, sino que la encauza en una misma
declamación por la necesidad de los derechos civiles, y del recuerdo que sobre
ellos se necesita. En este sentido, hay algo que es esencial por anterior a
cualquier mandatario, norteamericano o de la nacionalidad que sea. Por otra
parte, el partido demócrata no ha sido nada ajeno a la cacería de brujas de
aquellos años. (Basta pensar otros ejemplos, localizados por acá nomás.)
Es interesante también encontrar en Buscando con gloria, esos nombres que
aparecen de modo rutilante, tal es el caso de los delatores: los actores Robert
Taylor, Ronald Reagan, John Wayne, la periodista Hedda Hopper (Helen Mirren),
tienen sus caracterizaciones de archivo o con intérpretes. Es curioso también
pensar en cuáles son los otros nombres –muchos, al fin y al cabo– que no se ven
o leen, tal como el de Walt Disney. Pero lo todavía mejor, es el detenimiento
sobre esa zona a veces caracterizada como gris, en donde muchos de los acusados
culminaron por delatar –para la garantía de su trabajo, como es el caso de los
cineastas Elia Kazan y Edward Dmytryk– y que el film emblematiza en el actor Edward
G. Robinson: “dependo de mi cara”, se justifica; “vos podés usar seudónimo”, le
dice a Trumbo. El escritor, en un gesto que enaltece al film, está lejos de
recriminar, sino que prefiere devolver al actor el dinero alguna vez prestado
para la causa.
Lo que hasta ahora no se ha referido es la
interpretación del actor principal: Bryan Cranston resulta medular, capaz de
hacer olvidar ese gancho inevitable que un personaje televisivo acarrea –el
Walter White de Breaking Bad-, para
devolver vida a Trumbo, a sus ideas, a la permanencia de una mirada artística
que debe ser crítica porque lo que la moviliza es una concepción de mundo. Su
Trumbo está por momentos complacientemente tironeado entre su adhesión a la
causa comunista y el mejor contrato posible para un guionista de la meca del
cine. Sus gustos y caprichos –la bañera como escritorio, la boquilla, el lago
artifical- lo vuelven un personaje ineludible, a la espera de ser increpado,
capaz de echar a perder una fiesta porque lo que importa es la huelga, para
lucir así una verborrea que no es mera acumulación de palabras ni desborde,
sino ejercicio de quien sabe utilizarlas porque hay una mirada de mundo que la
guía.
Sus guiones, justamente, están atravesado de esta
cosmovisión, y es ésa, y no otra cosa, una de las razones por las cuales alguna
vez Hollywood tuvo –gracias a artífices extraordinarios como Dalton Trumbo- uno
de los mejores cines posibles.
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