Lo que guarda el final del arco iris
Un tesoro escondido como móvil para aventuras,
disputas, contradicciones. La historia rumana contenida bajo tierra. Con
personajes decididos a descubrir cuánto hay de verdad.
El tesoro
(Comoara)
Rumania, 2015. Dirección y guión: Corneliu Porumboiu. Fotografía: Tudor Mircea. Montaje: Roxana Szel. Reparto: Cuzin Toma, Adrian Purcarescu,
Corneliu Cozmei, Cristina Toma, Nicodim Tom. Duración: 89 minutos.
Sala: El Cairo.
8 (ocho) puntos
Por Leandro Arteaga
La
búsqueda de un tesoro remite a aventuras, juegos, relatos. El cine la ha
abordado desde todas las facetas posibles; entre ellas, con películas que
permiten a sus intérpretes (y espectadores) jugar como si fuesen chicos
grandes. Allí, por ejemplo, Oro y cenizas
(1992), donde Walter Hill actualizaba un mapa con promesa de fortuna entre
mafiosos de suburbios. O la anterior y demente Piratas (1986), en la que Roman Polanski le hace comer un ratón al
gran Walter Matthau.
En
todo caso, el premio que espera a ser encontrado es móvil para el drama. Qué es
lo que allí se esconde, entre riquezas y secretos, no puede menos que seducir.
Algo así sucede también en El plan
perfecto, de Spike Lee, con sus joyas guardadas en un banco, junto al
secreto cómplice de empresarios con nazis. Es que a los tesoros se los guarda
en esos ámbitos, en los bancos, nunca en casa. Así le dice la madre al hijo en
la estupenda El tesoro, del rumano
Corneliu Porumboiu, cuyas películas previas, todas estrenadas, el espectador
sabrá recordar: Bucarest 12:08; Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest.
Con
su film más reciente, Porumboiu ha sido premiado en el Festival de Cannes en la
sección “Una cierta mirada” por su “narración magistral”. No es para menos, el
realizador rumano posee una comprensión del tiempo cinematográfico que, si bien
varía entre sus títulos, sabe dónde y cómo exasperar. Pueden ser momentos
muertos, suspendidos en la nada, también llenos de ansiedad. Su cámara nunca se
altera, y los personajes explotan por dentro.
En
El tesoro, el MacGuffin lo plantea la
invitación del vecino: uno apenas conoce al otro, pero entre los dos habrán de
unir fuerzas para encontrar un tesoro viejo, apenas contenido en palabras
oídas. Allí hay legado familiar, también crisis, régimen comunista, esplendores
caídos, fantasmas más o menos aullantes. Ese tesoro podría estar en el terreno
que media entre dos casas abandonadas, heredadas por este hombre casi
desvencijado, a punto de sucumbir económicamente. Esas casas hablan de otros
tiempos. Han sido refaccionadas, remodeladas como bar y club de striptease, con
resabios de ladrillos y hierro de cuando eran fábricas.
El
recurso es brillante, porque apela a una síntesis histórica, de luces y sombras.
Si el tesoro en cuestión posee objetos que daten de tiempos anteriores a la Segunda Guerra, serán de un
valor especial. La policía es la custodia de estos descubrimientos, así que más
vale ponerla al tanto. Pero estos vecinos –no amigos, sino apenas socios- se
ponen de acuerdo para ver cómo salirse con la suya del mejor modo posible.
En
este devenir, hay trampas que sortear, que parecen mínimas o ingenuas, pero que
construyen de a poco un tejido en donde la hipocresía es moneda de cambio. De
alguna manera, todos eligen un camino alterno. Desde este lugar, El tesoro se construye a partir de un
guión meticuloso, en donde la suerte que podría guardar el tesoro se justifica
pero también se problematiza. Por un lado, porque se condice con el
comportamiento de la mayoría: buscar el camino más corto; por el otro, porque
las presiones económicas son duras, y cómo no creer en las promesas del final
del arco iris.
Por
eso, ¿desde dónde cuestionar a los personajes? O también, pensar el film de
Porumboiu como la semblanza de una sociedad en donde las decisiones económicas,
políticas y personales, se imbrican en una homeostasis que necesita,
finalmente, de promesas misteriosas, en la forma del mito que se elija, para
continuar en sus contradicciones.
Esta
aventura –que Porumboiu trata como tal, desde las coordenadas habituales de su
cine, sin exitismo ni golpes de efecto, pero con el acento puesto en el desvío
de la rutina- convive con la realidad cruda, con la explotación del suelo y la
inercia económica de pueblos enteros. Estos datos se cuelan en el film, a
través del televisor casual, como comentario irónico: está claro que el
televisor no es un lugar a partir del cual soñar, mientras que el cine sí. Con
su película, Porumboiu apela a algo ajeno a cualquier programa televisivo, con
la tensión puesta en lo que podría pasar si, finalmente, los sueños fuesen
ciertos.
La
alusión a la tierra muerta de las noticias tiene relación con las bombas
inertes que su interior todavía guarda. Pero no es para esto que los socios
necesitan del detector de metales, cuyo operador –otro avivado- reparte comentarios
que salpican con los de estos otros, particularmente con el más desesperado, el
que sospecha y está más ansioso, a quien la plata no le alcanza y está a punto
de perder lo poco que tiene. Cuando se localice el lugar dónde cavar, los
ánimos comenzarán a estirarse de modo denso, de manera articulada con el
atardecer y la noche. Hasta alcanzar planos detalles que den cuenta de la
inminencia del desenlace.
A
partir de acá, lo mejor. Las posibilidades a desplegar son el momento para el
que la película prepara, y el realizador lo tiene bien claro. De paso, dice lo que
debe –sin mensajería a domicilio ni moralinas para leer- sobre un sistema
financiero de marcas registradas, capaces de provocar la admiración de los
desprevenidos mientras se manejan los piolines de un mundo entero.
Pero en verdad, El
tesoro es una película sobre la infancia. Hacia allí se dirigen todas y
cada una de las paladas de tierra, en procura de ese mundo que alguna vez se
habitó. Igualmente, no faltarán los matices, ya que hay que tener claro que se
juega a los piratas porque se copia al mundo adulto. Es por eso que hay ciertos
gestos que, si se los continúa de por vida, terminan por pegarse al cuerpo.
La película culmina con un plano de cielo en donde
el sol –en medio de una plaza, pero en alta mar, ¿por qué no?- supera todas las
imbecilidades financieras o cotidianas. Ese sol, y nada más, es la elección
final del director, así como la consumación de una puesta en escena magistral.
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