Había una vez un mar
Por Leandro Arteaga
“Vale
la pena morir, por todo sin lo cual no vale la pena vivir”, dice Eduardo
Galeano que dijo Salvador Allende como profecía involuntaria, años antes de ser
presidente. Fue en ocasión de un acto de campaña. El uruguayo había leído el
discurso del chileno días antes, la frase no estaba.
Que
El cazador de historias (Siglo
Veintiuno) sea un libro finalmente póstumo, tiene algo de espejo que reitera
vidas. Porque hay afinidades que replican, y cuando la sensibilidad comparte
sintonía, ¿cómo no encontrar en esas palabras la continuidad de un mismo capítulo?
Eduardo
Galeano vuelve con el cuerpo hecho libro, desde las cenizas que el tiempo
arroja. El cazador de historias nada
tiene de improvisado, fue preparado por el escritor durante los años 2012 y
2013 –su fallecimiento sería en abril de 2015–, y su paginar desprende un saber
íntimo: ese que sabe que las cenizas, finalmente, sobrevendrán.
Así
que, atención, el duende que toca a la puerta lectora está de vuelta. Y cuenta.
Muchas cosas. Que El cazador de historias
divide en cuatro secciones, con la conciencia puesta en ser un libro botella de
mar. Porque hay mucho del orden de lo imprevisto en esto de escribir, en esto
de leer. Es decir, vaya a saberse cómo es que se lee, y por qué. ¿Las consecuencias?
Sorprendentes. Como el reencuentro del escritor con ejemplares de libros suyos,
cada uno con historias agregadas, que van desde el desafío al fuego hasta
alojar una bala mortal.
Desde
una lectura de semántica abierta y pretendida, el escritor inscribe misceláneas
de afecto, marginación, denuncia, dolor, resurrección. Cada uno de sus textos,
tan breves y concisos como las frases de un niño –a las que acá, otra vez,
apela–, contiene una pequeña llama gigante, tan grande como la vida de toda
persona. Algo así le ocurría a François Truffaut, bajo invocación de Henry James, en su
película La habitación verde. Un
templo que es un libro, donde hacer caber todas las llamitas posibles, para que
no se olviden.
En este sentido, hay alumbramientos de asombro. Como
el supuesto por los pies que aplauden a García Lorca, o la recordación que de sus
obreros ahorcados, Chicago finalmente reconoce. A la verdad hay que repetirla,
o se la relega. Por contar historias, por leerlas, pasan cosas como ésas, o
como ésta: luego de la golpiza, los asesinos se trenzan en discusión de fútbol,
la víctima ve una oportunidad y apela a lo que sabe. “Nos caíste bien”, le dicen
y se van. Víctor Quintana, por haber leído El
fútbol a sol y sombra, se salvó así del disparo final.
Para
llegar a estos “cuentos que cuentan”, antes hay que pasearse por un abanico de
colores, como si se tratara de una yuxtaposición de fisonomía maleable, con
raíces invariables. Variación narradora que es, al fin y al cabo, depuración de
una vena literaria, latinoamericana y abierta, como expresión misma de ese
libro sobre libros (y sus muchas voces) que es La gran novela latinoamericana, de Carlos Fuentes.
En
este devenir hermoso, que no esquiva una tragedia fundante, histórica, habrán
de tener cabida el viento y las huellas, el tiempo y los molinos, las estrellas
y los encuentros. La acción del que tiene sobre el que no tiene, no podrá,
nunca, saldar cuentas con tales instancias. Acá es donde el sueño surge por
estar desde antes, vuelto literatura, de ética juglar, al provenir de un
trotamundos que tocaba con la misma mano que escribía aquello de lo que sus
libros hablan. Por ejemplo: al vivir en las entrañas de tierra con unos
mineros, condenados a morir rápido. El mar, para ellos, nunca llegaría, sólo a
través de sus palabras. Acá, dice Galeano, hay una responsabilidad. ¿Por qué
escribir?
Porque
hay una mar que transgrede, de horizonte situado más allá. Tanto como no lo
podrá estar la dictadura paradójica del mercado: “Hay que apretarse el cinturón
y hay que bajarse los pantalones”. Sólo el Pequeño Nemo en su camita de
historietas podría llegar allá lejos, y con él los lectores. Tal vez, entre
algo más, sea necesario comer de esa golosina con jugo de papaya, que la abuela
de Hugo Chávez bautizó “araña caliente”. ¿Qué gusto tendría?
El
único agregado que El cazador de
historias contiene, no previsto por el autor sino desde la decisión
editorial, es su sección final, en donde la duda sobre la muerte, de curiosidad
inmanente, se cuela entre pocos textitos. Entre ellos, hay una cita a un
indígena guaraní: “Ya camino por el viento”. Páginas antes, como el molino de
viento aludido, se lee sobre el padre que recibe a la recién nacida: “Ella vino para enseñarnos
todo de nuevo.”
Todo esto, y desde la paráfrasis
que una de tus líneas permite, para que sepas, Eduardo, lo vivo que estás.
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