Cuando el cine depende de la barba
Malos muchachos
(What Just Happened)
EE.UU., 2008. Dirección: Barry Levinson. Guión: Art Linson, basado en su novela. Fotografía: Stéphane Fontaine. Música: Marcelo Zarvos. Montaje: Hank Corwin. Intérpretes: Robert De Niro, Robin Wright, Catherine Keener, John Turturro, Sean Penn, Bruce Willis, Kristen Stewart. Duración: 104 minutos.
Sólo disponible en DVD
Por Leandro Arteaga
La astucia pobre de quien haya pensado en titular Malos muchachos al film What Just Happened habla por sí sola. Al menos, la recuperación en DVD de este título de 2008, que no ha pasado por cines es para destacar. Y por varias razones.
En primer término, porque “Malos muchachos” está basada en las memorias ficcionadas de Art Linson, un dilatado productor hollywoodense que ha trabajado para films de realizadores como Michael Mann (Fuego contra fuego), David Fincher (El club de la pelea), Brian De Palma (Los intocables) y Sean Penn (Hacia rutas salvajes). Situación de la que se desprenden guiños que apelan a anécdotas ciertas y nada ridículas.
El eje conductor del asunto será Ben (Robert De Niro), productor que debe lidiar con: los testeos de público de su último film, los deseos de autoría del realizador, la estoicidad de la jefa de producción, las veleidades de las estrellas, la cobardía de sus respectivos agentes, y el recuerdo de un divorcio que todavía se resiste. Ben está a medio camino entre un “corte final” que altere el desenlace del director para brindar el “happy end” que las boletas de testeo reclaman, y el inicio de un nuevo rodaje que depende de la barba afeitada de Bruce Willis.
Ambas instancias son verdaderas. Tanto en lo que concierne al desenlace obligado y previsto por la producción en Hollywood en virtud de sus testeos ridículos, como también respecto al tema de la “barba”, instancia que el propio Linson hubo de sufrir ante la negativa del afeite por parte de Alec Baldwin en el film Al filo del peligro (1997). En el caso de Malos muchachos las artimañas se espejan al recaer en personajes que hacen de sí mismos (o al revés), tales como el mencionado Willis, más la participación de Sean Penn, quien pendiente del final de su film sabrá descubrir la verdad última, y absurda, durante la première en el Festival de Cannes.
Tampoco se trata de situar sólo al aparato productor en una situación odiosa, sino que el film de Barry Levinson (Rain Man, Mentiras que matan) no duda en aportar mismas ironías hacia todos los ámbitos que hacen al actual y decaído Hollywood. En este sentido, los intérpretes son caprichosos y millonarios (este aspecto no es exclusivo) y los realizadores unos ineptos e imbéciles. El resultado final de una película, cuya manufactura tiene tantos aspectos que atender, parece perder o haber olvidado por el camino aquello que la haría ser bella. Porque, en verdad y tal como el film expone en una escena determinada, no se trata más que de saber cuál es el número final, es decir, la cifra de dólares acumulada.
Por último, recordar tantos títulos más, que desde ánimos similares abordaron con lucidez ese mismo mundo de ilusiones del que son también parte. Allí, para resaltar, Las reglas del juego (1992) de Robert Altman, Barton Fink (1991) de los hermanos Coen, El ocaso de una vida (1950) de Billy Wilder, La muerte en un beso (1950) de Nicholas Ray y, entre tantas más y sobre todo, El último magnate (1976) de Elia Kazan, también con De Niro en el rol de un productor donde se cifra tanto el esplendor como la caída de Hollywood, al compás del guión de Harold Pinter y de las palabras de Francis Scott Fitzgerald.
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