Cientoveinte horas de penitencia
127 horas
(127 Hours)
EE.UU./Inglaterra, 2010. Dirección: Danny Boyle. Guión: Danny Boyle, Simon Beaufoy, a partir del libro de Aaron Ralston. Fotografía: Enrique Chediak, Anthony Dod Mantle. Música: A.R. Rahman. Montaje: Jon Harris. Intérpretes: James Franco, Kate Mara, Amber Tamblyn, Sean Bott, Treat Williams, Kate Burton. Duración: 94 minutos.
Por Leandro Arteaga
Por lo menos, mencionar un contrapunto. En Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007) el realizador Sean Penn retrataba el diario de viaje y de vida de Chris McCandless, abocado a un periplo de consumación personal, de destino más allá del destino, de la aventura como búsqueda terminal, del vagar como situación de encuentro consigo y de desencuentro con su entorno.
Algo similar podría plantearse respecto de 127 horas, también a partir de una historia verídica, en este caso la de Aaron Ralston, quien ha narrado sus horas de martirio en el libro Between a Rock and a Hard Place, al quedar atrapado por una roca, dentro de una grieta, en medio de los cañones del desierto de Utah.
Entre una y otra película, las diferencias o, mejor aún, la distancia que las separa. Lo que en el film de Penn es mirada social inconformista, desde alguien que, una vez cumplida la tarea social y familiar obligada, se embarca en un viaje mucho más allá, en el caso del film de Danny Boyle (Trainspotting, Slumbdog Millionaire) se trata de su reverso. Si McCandless es el viajero empecinado hasta las últimas consecuencias, Ralston oficia de niño arrepentido de no haber obedecido las órdenes de mamá.
Lo dicho no es “alegórico” sino fáctico: mamá llama al teléfono sordo del nene una y otra vez. Él, mientras tanto, en su vida sin freno, hiperquinético (insoportablemente James Franco), todo el tiempo corriendo, riendo de los tropiezos, hasta que… la roca lo aplasta durante su viaje de excursión. Y entonces la “reflexión”, el racconto de lo hecho y deshecho, de las oportunidades perdidas, del amor familiar, del valor de la amistad, de lo importante que es no estar solo; todo ello como cauce que finalmente arribe a la conclusión mayor.
La roca, entonces, como período de prueba, como tentación del desierto, como enclave desde el cual recomponerse en clave dialéctica torpe. Ralston vuelve al redil y –ay, no– agradece el dolor sufrido, prueba que lo eleva y, según parece, vuelve sapiente ante el resto: allí están, para esperarlo, la felicidad de la familia, los hijos venideros, su rostro sonriente y el muñón orgulloso.
También en Náufrago (2000) Tom Hanks debía atravesar una prueba, la de permanecer robinsonianamente solo hasta superarse. Pero el desenlace era otro y mejor, tocado por la ambigüedad, sin recurrir a flashbacks de culpabilidad como le ocurre a Ralston, los cuales, por otro lado, permiten justificar los noventa minutos de un metraje que, paulatinamente, se dirige a uno de los desenlaces más gore del último cine.
La sangre sobre la piedra sirve como estampa, como firma que da continuidad a una historia compartida, que se comunica con los demás dibujos que ella conserva y que Ralston mira mientras desfallece y cae y se levanta para, ahora sí, encontrar la tranquilidad del hogar, dulce hogar.
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