lunes, 22 de noviembre de 2010

The Limits of Control (2009, Jim Jarmusch)


Entre la hipnosis y la poesía



Los límites del control
(The Limits of Control)
EE.UU./Japón, 2009. Dirección y guión: Jim Jarmusch. Montaje: Jay Rabinowitz. Fotografía: Christopher Doyle. Música: Boris, Bad Rabbit, y otros. Intérpretes: Isaach De Bankolé, Luis Tosar, Paz de la Huerta, Tilda Swinton, John Hurt, Youki Kudoh, Bill Murray. Duración: 116 minutos. Solo disponible en DVD



Por Leandro Arteaga

Por sobre todas las cosas decir que Los límites del control es una película sobre, justamente, la no necesidad ni de límites ni de control. Un ida y vuelta que hace del último film de Jim Jarmusch un vaivén dialéctico, de un itinerario poético dedicado a subvertir y transgredir toda frontera (el título encuentra su colorario luego de los credits finales). “-¿Cómo ha logrado entrar aquí?”, dice el ejecutivo americano (Bill Murray); “-Imaginando” responde el hombre solitario (Isaach De Bankolé).
Este personaje de cariz enigmático, negro y sobrio, de mirada en silencio, llevará al espectador a atravesar el dulce peregrinar lírico que supone el cine de Jim Jarmusch. Hay una misión que cumplir, y solo coordenadas en clave como compañía: bastará con saber, con recordar, que a todo hombre que crea ser más grande que el resto mejor visite la verdad de un cementerio. La percepción, como herramienta mayúscula, orientará el caminar del (anti)héroe. Mismo periplo de ensueño que vivieran el Dead Man (1995) de Johnny Depp, o el Bill Murray de Flores rotas (2005).
A partir de allí, y en suelo español, son las visitas periódicas del hombre solitario al Museo Reina Sofía las que permitirán pruebas, señales, desde donde esperar y contemplar la acción: comenzar por “El violín” de Juan Gris para llegar a la “Gran sábana” de Antoni Tàpies. Pero sin olvidar que, para unir el recorrido, serán infaltables tanto la sospecha que Hitchcock enseñara como la imagen infinita y espejada de Welles. Más una cajita de fósforos que encierra numerosos papelitos con cifras, bajo el dibujito en guardia de un boxeador.
La puntillosidad de los movimientos, la serenidad, el mirar pausado, la cámara tranquila, los elementos recurrentes desde la puesta en escena: todo un mundo que recorrer, que esperar, que percibir: los dos cafés expreso, el helicóptero, los encuadres, los papelitos que tragar, o si “¿Habla usted español?”. Más la promesa –o quizá el recuerdo- del sexo de un cuerpo vestido solo de labios de rubí y anteojos gruesos (Paz de la Huerta). El intercambio de cajitas de fósforos aproxima el cometido, el porqué de la misión, a través de las manos de otros personajes, de sus palabras, de su música: la guitarra de madera, con moléculas que guardan todo sonido; la camioneta que prefiere recordar la nada que la vida vale antes que su marca de fábrica; los reflejos que viven tanto o más que aquello a lo que remiten.
Quizá se trate de una rutina, de un devenir acostumbrado, pero capaz de ser reformulado desde la atención y el detalle pequeño. En Jarmusch, por fin decir, el cine vive de una manera sonámbulamente explosiva. Apenas termina el film, con la misma cadencia de su inicio, y las paulatinas minas que se han ido activando explotan el ánimo de una forma definitiva.
En otras palabras, Los límites del control se vive como un viaje etéreo, como un perderse dentro de sí, desde la belleza de la mirada que reposa, al atisbar en la aparente superficialidad de las cosas, por desocultar lo que las hace ser y, allí y entonces, ya más nada poder decir.

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