Mirar donde no se debe
El hombre de al lado
Argentina, 2009. Dirección: Mariano Cohn, Gastón Duprat. Guión: Andrés Duprat.Fotografía: Mariano Cohn, Gastón Duprat. Música: Sergio Pángaro. Montaje: Jerónimo Carranza. Intépretes: Rafael Spregelburd, Daniel Aráoz, Eugenia Alonso, Inés Budassi, Eugenio Scopel, Enrique Gagliesi. Duración: 100 minutos.
Una de las sensaciones de angustia que resalta tras la proyección de El hombre de al lado es la legitimación de la desigualdad por parte del excluido. Situación que se ratifica gradualmente desde un comportamiento de gestos pequeños, atentos, que si bien subrayan la diferencia entre los dos mundos en juego no dejan por ello de ser funcionales entre sí. Es un mismo sistema el que los nuclea y necesita.
Todo esto desde una síntesis dual: son dos vecinos. Uno de ellos es Leonardo (Rafael Spregelburd), diseñador de éxito internacional, de familia plástica, con esposa dedicada a la docencia de la relajación mental hueca, y una niña con auriculares adheridos y baile sonámbulo. El otro es Víctor (Daniel Aráoz), cordobés, soltero o algo así, la mirada torva. Rompe su pared con el fin de lograr el paso del sol a través de una ventana. “Solo unos rayitos de ese sol que vos tenés”, le dice a Leonardo, pleno de ventanales y de aire, pero con intimidad y privacidad ahora afectadas. Son dos ventanas enfrentadas, dos las maneras de mirar el mundo a través de ellas.
Los golpes sobre la pared perturban la concentración de diseño internacional de Leonardo, tanto como la paz mental y laboral de su esposa o el disfrute musical, atonal e imbécil, con sus amigos. Golpes que son el preludio de un temor que anida. Motivo de sospechas, de miedos, de curiosidades. Pero también oportunidad para ver qué es lo que hace el vecino por la noche.
El escenario en el que El hombre de al lado se filmó es genial, porque se trata de la única casa que, construida en la ciudad de La Plata, Le Corbusier diseñara en toda América. Motivo por el cual Leonardo es asediado una vez y otra por curiosos y estudiantes. Y si bien sus protestas se dejan escuchar –los botones de pánico parecen ser su elección mejor- no deja de resultar una situación acorde con sus maneras snobs, con su gusto por la notoriedad. Notoriedad que no deja de ser, a su vez, más que una construcción de imágenes publicitarias, sillas imposibles, y programas televisivos de poses extravagantes.
Mientras Leonardo puede pasar horas despreciando el diseño defectuoso de un prototipo de silla de estudiante, Víctor es capaz de diseñar una ventana enorme con marcos de madera común, bien común. También de sostener sobre ella sus proezas de alcohol y sexo, además de improvisarla como escenario de miniaturas –perversas miniaturas- que hacen las delicias de la hija de Leonardo. Puede también señalar que no conviene ir al bar de la esquina, porque “está lleno de negros”. Baila como loco, esculpe como un León Ferrari (más) desbocado, y pretende ser parte de lo que se le niega.
En El hombre de al lado no hay embelesamiento desde ninguna de las dos partes. El personaje al cual remite el título, de hecho, puede ser cualquiera de ellos. De lo que se trata, en última instancia, es de unos rayitos de sol negados. Capaces de desencadenar una problemática de desenlace inevitable. El sol, entonces, que siga iluminando donde debe.
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