La melancolía encantadora de Larry Talbot
Con una puesta en escena que remite a la iconografía del terror clásico de los estudios Universal, El hombre lobo recrea su leyenda a la manera de un cuento de hadas oscuro, de nieblas victorianas.
El hombre lobo
(The Wolfman)
EE.UU./Inglaterra, 2010. Dirección: Joe Johnston. Guión: Andrew Kevin Walker, David Self, a partir del guión de 1941 de Curt Siodmak. Fotografía: Shelly Johnson. Música: Danny Elfman. Montaje: Walter Murch, Dennis Virkler. Intérpretes: Benicio Del Toro, Emily Blunt, Anthony Hopkins, Hugo Weaving, Geraldine Chaplin y Elizabeth Croft. Guión: Andrew Kevin Walker, David Self. Duración: 102 minutos.
Cuando se produjera el estreno de Ed Wood (1994), un film maldito rodado en blanco y negro, con Johnny Depp, y con escasa respuesta de público, Jack Nicholson hubo de mencionar que la tarea de su amigo Martin Landau (por la que mereciera el premio Oscar) constituía una “carta de amor a Bela”. Bela Lugosi volvía de la muerte gracias a Landau, a Drácula, y al amor por el cine de Tim Burton. En el caso de El hombre lobo nada puede evitar sentir que, en virtud de supersticiones semejantes, es ahora Lon Chaney, Jr. quien vuelve de la tumba.
Porque la caracterización de Benicio Del Toro como Lawrence Talbot remite, desde el lado que se elija (humano/animal), a la iconografía licantrópica del mejor cine Universal. Aunque no sólo como detalle particular, sino como parte de un homenaje mayor que es también manifestación de cariño al género que mejor supo cultivar este estudio durante los años ’30 y ’40.
De modo tal que, de nuevo y bienvenida sea, la melancolía de Larry Talbot ronda entre las salas de cine. Según lo dicho por el propio Del Toro, han sido aquellas películas interpretadas por Lon Chaney hijo las que lo sedujeran como actor temprano. De manera que su composición pasa a ser un cúmulo de atenciones hacia uno de los intérpretes, vale recordar, más malogrados de Hollywood. A la sombra de su padre, y de los roles magníficos y horroríficos que supiera componer, Lon hijo no pudo escapar demasiado a un encasillamiento que, a excepción de alguna aparición oportuna en films de otros géneros (no olvidarlo en A la hora señalada), hiciera del terror y la clase B sus ámbitos recurrentes.
Pero también habrá que subrayar que la película dirigida por Joe Johnston (Rocketeer, Jurassic Park 3) puede pensarse, a su vez, como una declaración de admiración –¡por fin!- a uno de los ingenios más maravillosos que cultivaran aquel horror: el escritor alemán Curt Siodmak. Así lo corroboran los credits finales, con su nombre al lado de los guionistas principales. Como parte del grupo de exiliados europeos que ayudaran a cimentar el mejor cine norteamericano durante la Segunda Gran Guerra, Siodmak fue el cerebro tras la mayoría de las películas de terror de aquellos años. En el caso del hombre-lobo, el guionista fue el responsable de muchos de los elementos que hoy conforman el habitual folklore licantrópico, tales como las letales balas de plata o la oración que reza la maldición: “Hasta un hombre puro de corazón, que reza sus oraciones por la noche, puede convertirse en lobo cuando florece el acónito. Y la luna está llena.”.
La versión que dirige Johnston no prescinde de ninguno de ellos. Más el disfrute inmediato que provoca la situación de la acción, en plena era victoriana, y con la presencia del mismísimo Inspector Abberline (Hugo Weaving), de Scotland Yard, malhumorado tras la desazón que le supusiera el Destripador de Whitechapel. Quien haya visto el film original, de 1941 (y más aún sus secuelas), sabrá apreciar lo que significa el nombre de Anthony Hopkins en lugar del de Claude Rains, el de Emily Blunt como la enamorada Gwen, o más aún el de Geraldine Chaplin bajo la piel y palabras gitanas de Maleva: “¿dónde termina el hombre, dónde comienza la bestia? ¿Matar a uno no es también matar al otro?”, alerta que preludia la aparición del protagonista usual de aquellos films –y de éste-: la turba humana.
El furibundo grupo capaz de enjuiciar y linchar bajo la luz hipócrita de sus antorchas; los mismos que supieran hacer huir a partir del horror de sus gritos de histeria al monstruo de Frankenstein o al Joven Manos de Tijera. Talbot sabrá encontrar allí a uno de sus principales adversarios.
Además de lograr puntos de contacto con Jack The Ripper o John Merrick (El hombre elefante), no puede soslayarse que El hombre lobo cuenta con los efectos de maquillaje de Rick Baker, talento referencial -cuya escuela se remonta al genial Jack Pierce, responsable del maquillaje original de todos los monstruos Universal-, que supiera recibir un Oscar, entre tantos otros, por su tarea en Un hombre lobo americano en Londres (1981), otra de las mejores películas de hombres lobo jamás hechas.
Volver a ver a Talbot aullar su tristeza a la luna, mientras se debate entre su bestialidad desbordada y las ropas de civil, es un regalo de cinefilia, posible por la pasión del propio actor, Benicio Del Toro, gestor del proyecto. La Universal, mientras tanto y paradójicamente, sólo oficia como otra de las tantas tristes empresas aburridas que dominan el mundo del cine.
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