Al vaivén de las aguas y del rock
Los piratas del rock
(The Boat that Rocked)
Inglaterra/Francia/Alemania/EE.UU., 2009. Dirección y guión: Richard Curtis. Fotografía: Danny Cohen. Montaje: Emma E. Hickox. Intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Bill Nighy, Kenneth Branagh, Rhys Ifans, Tom Brooke. Duración: 116 minutos.
Hay algo en el cine de Richard Curtis que atrae y repele (o confunde). Alguna suerte de tensión que, de acuerdo con el film que se elija, beneficia el gusto o le deja indiferente. Curtis es, desde la generalidad, más reconocido por los guiones de films de marcado éxito: entre ellos Cuatro bodas y un funeral, Un lugar llamado Notting Hill, y El diario de Bridget Jones. La primera de la triada, de rasgos memorables; la segunda, de un final lamentable; la tercera, de una histeria muy poco soportable.
En el caso de Los piratas del rock asistimos al segundo largometraje en carácter de director del guionista, el primero había sido Realmente amor (Love Actually, 2003), un film coral, de historias donde el amor predomina de manera absoluta, muchas veces tediosa, a veces ingeniosa, con las interpretaciones, entre muchos otros, de Emma Thompson y Liam Neeson.
Lo que ocurre con Los piratas del rock es que su tema, de por sí, es de un atractivo irresistible. Una verdadera embarcación radial pirata dedicada a contrabandear música rock y pop en la Inglaterra de los años ’60, cuando las estaciones radiales limitaban su difusión a una única hora diaria, bajo vigilancia oficial. Hecho verídico que se reviste de la iconografía de la época, con fans y dj’s estrellas, verdaderos ídolos y artesanos en el arte de pergeñar contenidos para una audiencia nueva, ávida de tanta música diferente, capaz de torcer el brazo al rumbo de aquellos años.
Es uno de los Ministros del Gobierno de su Majestad, Sir Alistair Dormandy (Kenneth Branagh), el encargado de perseguir y procurar hundir a la embarcación de la música, autodenominada “Radio Rock”, cuyas olas se mecen al compás de Stones, Cohen, Kinks, Who, Hendrix, Bowie. La música, se nota, destella como atractivo inmediato.
Pero lo que también sucede es que la sorna desde la cual el film se construye, con evidentes caricaturizaciones, tanto desde un lado (los piratas) como desde el otro (el gobierno), terminan por delinear un panorama de delirio y fiesta continuos. En este sentido, el film se perfila desde una frescura que se disfruta, pero que en determinado momento se transforma en cansina.
Tanto es así que todo rasgo molesto culmina por volverse risible o solucionable. Aún en el momento de mayor tragedia, la película sabe cómo emerger a la superficie. Valga ello tanto en función del hundirse literal del barco como de los pequeños “problemas” personales. Es decir, Los piratas del rock no deja por resolver hasta el más mínimo cabo suelto: aunque piratas, la muerte o el desamparo afectivo le serán evitados al espectador.
No será por este motivo que se impida el disfrute de determinadas caracterizaciones, entre las que sobresale el duelo snob entre los dj’s “The Count” (Philip Seymour Hoffman) y Gavin (Rhys Ifans), el primero exportado desde EE.UU., el segundo devuelto a la vida radial tras un peregrinar de adicciones. Las alusiones sexuales o las primeras “malas palabras” realizadas al aire serán sólo uno de los elementos que los vincule y desafíe, además de servir de descubrimiento al espectador que crea que determinado tipo de hacer radial actual suene a “transgresor”.
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